Kevin llevaba seis minutos en su tarea, con la bomba borboteando y dando sacudidas en sus manos, el generador zumbando en el resonante cobertizo y la tormenta arreciando furiosamente, cuando miró desde su altura y vio las ondulaciones de la tierra en el patio de recreo de Old Central.

Era como la estela de dos tiburones en el océano, con las aletas partiendo el agua como ondas en un túnel de viento. Salvo que aquello no era océano ni viento sino que lo que venía, fuera lo que fuese, se abría paso bajo el suelo sólido del campo de juegos y se dirigía hacia la carretera y el camión de la leche.

Dos estelas. Dos abultamientos en la tierra como si dos topos gigantescos avanzasen directamente hacia él.

Y avanzaban deprisa.

38

Después de los primeros diez metros, Mike encontró más fácil el paso por el túnel. Ahora éste era más ancho, de unos setenta o setenta y cinco centímetros, mientras que al principio se había tenido que esforzar para conseguir pasar los hombros. Los lados con aristas del túnel eran duros, de tierra compacta y de una materia gris con la consistencia de pegamento seco de avión, y le recordaron las huellas dejadas por un tractor oruga o un bulldozer en el suelo después de que el sol secara el barro durante días. Mike pensó que arrastrarse por el túnel no era más difícil que pasar por una de las pequeñas alcantarillas de acero ondulado que se construían debajo de las carreteras. Sólo que este túnel tenía cientos de metros, o kilómetros, en vez de unos pocos.

Olía mal, pero Mike prescindió de esto. La luz de la linterna se reflejaba roja en las aristas del agujero haciendo que Mike pensara de nuevo en un largo intestino infernal, aunque el muchacho trataba de borrar esta idea de su mente. El dolor en los codos y en las rodillas empeoraba por momentos, pero también trataba de no pensar en esto, recitando avemarías e intercalando ocasionalmente un padrenuestro. Lamentó no haber traído consigo el trozo de hostia que había dejado sobre la cama de Memo.

Mike siguió adelante, sintiendo que el túnel torcía a la izquierda y a la derecha, descendiendo unas veces y ascendiendo otras hasta el punto de que imaginó que había menos de un metro de tierra sobre su cabeza. En este momento sintió que se hallaba a un nivel profundo. Dos veces había llegado a una intersección con otros túneles -uno de los cuales descendía hacia la izquierda-, lo había iluminado con la linterna, manteniéndose a la escucha, y entonces había seguido adelante por el túnel que parecía más recientemente excavado. Al menos este túnel era el que olía peor.

En cada recodo esperaba tropezar con el cadáver de Lawrence Stewart, cerrándole el camino. Tal vez sólo quedarían unos huesos y unos tirones de carne…, tal vez aún sería peor. Pero si encontraba al niño de ocho años, al menos podría salir con honor del laberinto de túneles y decir a Dale y a los otros que ya no había motivo para que entrasen de noche en el colegio.

Sólo que nunca podría encontrar el camino de regreso. Había tenido que dar tantas vueltas y revueltas que se habría perdido para siempre.

Sin salir del túnel principal -creía que era el túnel principal- siguió adelante, con los tejanos rotos en las rodillas y la carne sangrando debajo de él. Era como si se arrastrase sobre un suelo de cemento con aristas. La linterna oscilaba sobre una tierra roja, iluminando veinte metros de túnel en un momento dado, y sólo cincuenta centímetros cuando el túnel descendía o daba otra vuelta. Mike esperaba un visitante en cada recodo.

Las pistolas de agua que llevaba en el cinto goteaban y le hacían sentirse como un maldito imbécil. Una cosa era luchar contra unos monstruos, pensó, y otra muy distinta hacerlo con los calzoncillos mojados. Desprendió del cinturón la que le molestaba más y se la puso entre los dientes; era mejor tener mojada la barbilla que dar la impresión de que necesitaba unos pañales.

El túnel torció de nuevo a la derecha e inició una pendiente muy pronunciada. Mike avanzó despacio, utilizando los codos como frenos y con la luz de la linterna oscilando contra el techo rojo. Mike siguió arrastrándose.

Lo sintió venir antes de verlo.

La tierra empezó a temblar ligeramente. Mike recordó una noche de verano, hacía tiempo, en que Dale y él habían estado viendo un partido de béisbol en Oak Hill y luego habían ido a dar un paseo a la luz de la luna por la vía del ferrocarril. Habían sentido una vibración en las suelas de los zapatos y después habían aplicado la oreja sobre los raíles sintiendo desde lejos que se acercaba el expreso diario entre Galesburg y Peoria.

Lo de ahora era parecido. Sólo que mucho más fuerte, con la vibración transmitiéndose por los huesos de las manos y las rodillas hasta la espina dorsal, y haciéndole castañetear los dientes. Y con el temblor llegó el hedor.

Mike pensó un momento en apagar la linterna pero decidió no hacerlo; aquellas cosas desde luego podían verle, ¿por qué no había de verlas él? Se tumbó de bruces, con la linterna debajo de la barbilla, la escopeta de Memo en la mano derecha y la pistola de agua en la izquierda. Entonces recordó que tendría que recargar el arma y se apresuró a sacar otros cuatro cartuchos, envolviéndolos en la manga corta de la camiseta, donde podría cogerlos más deprisa.

Por un segundo la vibración pareció extenderse a su alrededor, encima y detrás de él, y experimentó un instante de pánico al pensar en la cosa atacándole desde atrás, agarrándole antes de que pudiese darse la vuelta y apuntar el arma. Sintió crecer el pánico como una oleada de bilis, pero entonces se localizaron e intensificaron las vibraciones. «Está delante de mí.»

Continuó tumbado en el suelo, esperando.

La cosa apareció en un recodo del túnel, a unos seis metros delante de él. Era peor de lo que Mike podía haber imaginado.

Estuvo a punto de orinarse encima, pero dominó la vejiga y esto le ayudó a controlar su pensamiento. «No es tan malo, no es tan malo.»

Lo era.

Era la anguila que Mike había capturado desde una pequeña barca, y una lamprea con su boca devoradora e interminables hileras de dientes que desaparecían dentro del intestino que era su cuerpo, y era también un gusano del tamaño de una tubería grande de cloaca, con apéndices temblorosos que podían haber sido un millar de dedos diminutos alrededor de la boca, o tal vez zarcillos oscilantes, o quizá labios dentados… En aquel momento a Mike esto le importaba poco.

La linterna iluminó una carne gris y rosada, y venas pulsátiles, Visibles a través de la piel. Nada de ojos. Dientes. Más dientes. Un intestino rosa, no muy diferente del propio túnel.

Aquella cosa se detuvo, los labios como zarcillos se retorcieron, la boca de lamprea se agitó, y el monstruo se acercó a gran velocidad.

Mike disparó primero la pistola de agua «Santa María, Madre de Dios», vio que el agua describía un arco de tres metros y que la carne rosa chisporroteaba; se dio cuenta de que aquella cosa era demasiado grande para ser destruida o seriamente lesionada por el agua bendita o por un ácido; vio que seguía avanzando, comprendió que no podía retroceder a tiempo y disparó la escopeta.

La explosión le ensordeció y le cegó.

Abrió la recámara, expulsó el cartucho gastado, cogió otro de la manga, lo puso en su sitio y cerró el arma.

Disparó de nuevo y pestañeó para borrar ecos retinianos.

La cosa se había detenido…, tenía que haberse detenido… porque de no ser así se lo habría tragado la tierra. La linterna se había ladeado. Mike volvió a cargar el arma, apuntó y sujetó la linterna con la mano izquierda.

Sí, se había detenido. A menos de dos metros y medio. La mandíbula circular había sido destrozada en varios sitios. Trozos de túnel caían sobre ella. Un fluido gris verdoso goteaba del cuerpo gigantesco de gusano.


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