Mike calló cuando se dio cuenta de lo que estaba diciendo. Su abuelo, el marido de Memo, había muerto hacía treinta y dos años en el elevador de grano, al ceder una puerta metálica y caer encima de él once toneladas de trigo mientras estaba limpiando el contenedor principal. Mike había oído contar a su padre y a otros hombres que el viejo Devin Houlihan había nadado en el torbellino ascendente de grano como un perro en una inundación, hasta que se había asfixiado. La autopsia había mostrado que sus pulmones estaban llenos de polvo como dos sacos repletos de granzas.

Mike miró la mano de Memo. Le acarició los dedos, pensando en una tarde de otoño, cuando tenía seis o siete años y Memo había estado meciéndose en este mismo salón y hablándole mientras cosía. «Michael, tu abuelo murió cuando la Muerte vino a buscarle. El hombre de la capa negra entró en aquel elevador de grano y se llevó a mi Devin de la mano. Pero él luchó, oh, sí, ¡vaya si luchó! Y esto es precisamente lo que yo haré, Michael, cuando el hombre de la capa negra trate de entrar aquí. No le dejaré. No sin luchar con él. No, Michael, no sin luchar con él.»

Después de aquello, Mike se había imaginado la Muerte como un hombre envuelto en una capa negra, y a Memo golpeándole como había hecho con el perro rabioso. Ahora bajó la cara y la miró a los ojos, como si la mera proximidad pudiese establecer un contacto. Podía ver su propia cara reflejada allí, deformada por las lentes de las pupilas de ella y por el parpadeo de la lámpara de petróleo.

– No le dejaré entrar, Memo -susurró Mike, y vio que su aliento agitaba la pelusa pálida de la mejilla de ella-. No le dejaré entrar, a menos que tú me digas que lo haga.

Entre la cortina y la pared podía ver la oscuridad que oprimía el cristal de la ventana. Arriba crujió una tabla al asentarse la casa. Fuera, algo arañó la ventana.

Terminó el disco y la aguja rascó los surcos vacíos, como una uña rascando una pizarra; pero Mike continuó sentado allí, con la cara cerca de la de Memo y una mano apretando firmemente la de ella.

Los murciélagos parecían algo ridículo, lejano y ya medio olvidado, mientras Dale Stewart, sentado al lado de su hermano en el Bandstand Park, observaba La máquina del tiempo. Había oído decir que la película podía ser ésta -el señor Ashley-Montague traía con frecuencia películas terminadas de proyectar pocos días antes en el cine que poseía en Peoria- y se había muerto de ganas por verla desde que el año anterior había leído el Classic Comic.

La brisa agitó los árboles del parque mientras Rod Taylor salvaba a Yvette Mimieux de ahogarse en el río y el apático Eloi observaba con rostro inexpresivo. Lawrence se sentó sobre las rodillas, como hacía siempre que estaba entusiasmado, y masticó las últimas palomitas de maíz, echando un trago de tanto en tanto de la botella de Dr. Peper que habían comprado en el Parkside Café. Lawrence abrió los ojos como platos al ver cómo descendía Rod Taylor al mundo subterráneo de los Morlocks, y se arrimó más a su hermano mayor

– No temas -murmuró Dale-. Tienen miedo a la luz y el hombre lleva cerillas.

En la pantalla, los ojos de los Morlocks brillaban amarillos, como las luciérnagas en los arbustos del extremo sur del parque. Rod Taylor encendió una cerilla y los monstruos se echaron atrás, cubriéndose los ojos con los antebrazos azules. Las hojas continuaban susurrando y Dale miró hacia arriba, advirtiendo que las estrellas habían sido tapadas por las nubes. Confió en que la película no tuviese que dejar de proyectarse por culpa de la lluvia.

El señor Ashley-Montague había traído dos altavoces adicionales además del que iba con el proyector portátil, pero el sonido era todavía más metálico de lo que habría sido en un verdadero cine. Los gritos de Rod Taylor y los alaridos de los enfurecidos Morlocks se mezclaban con el susurro de las hojas agitadas por el viento Y el aleteo correoso de las oscuras sombras que volaban entre los árboles del parque.

Lawrence se acercó más a su hermano, manchándose los Levi's con la hierba y olvidándose de masticar las palomitas de maíz. Se había quitado la gorra de béisbol y estaba mordiendo la visera, como hacía a menudo cuando estaba nervioso.

– Todo va bien -murmuró Dale, golpeando suavemente el hombro de su hermano con el puño-. Sacará a Weena de las cuevas.

Las imágenes en colores continuaron bailando mientras arreciaba el viento.

Duane estaba en la cocina comiendo un tardío bocadillo, cuando oyó que llegaba la camioneta al camino de entrada.

Normalmente no la habría oído desde el sótano y con la radio encendida, pero la puerta de tela metálica se hallaba abierta y las ventanas levantadas, y todo estaba en silencio, salvo por los incesantes sonidos veraniegos de los grillos y las ranas de zarzal cerca del estanque, y el ocasional chasquido de la puerta metálica automática de la artesa del cerdo.

«El viejo vuelve temprano a casa», pensó, e inmediatamente se dio cuenta de que el ruido del motor era diferente. Era una camioneta más grande, o al menos un motor más potente.

Duane se agachó y miró a través de la tela metálica. Dentro de pocas semanas, el maíz taparía toda la vista del camino desde la casa pero ahora aún podía ver a una treintena de metros. No apareció ninguna camioneta. No oyó el crujido previsto de la grava.

Duane frunció el entrecejo, dio un bocado a la morcilla y salió por la puerta de tela metálica al pasadizo entre la casa y el granero para ver mejor el camino de entrada. A veces entraba gente por allí, pero no con frecuencia. Y el ruido había sido sin duda alguna del motor de una camioneta; el tío Art no quería conducir camionetas, decía que ya era bastante mala la vida en el campo para encima tener que aceptar la forma de locomoción más fea inventada por Detroit, y el motor que había oído Duane no era el del Cadillac de tío Art.

Se quedó plantado en la cálida oscuridad, comiendo su bocadillo y mirando hacia el camino. El cielo estaba oscuro, era un techo amorfo de nubes, y los campos de maíz estaban envueltos en el silencio sedoso que precede a la tormenta. Las luciérnagas centelleaban a lo largo de las zanjas y contra la negrura de los manzanos silvestres junto al camino que llevaba a la carretera Seis.

Había un camión grande, con las luces apagadas y estacionado inmóvil cerca de la entrada del camino, a cien metros de distancia. Duane no podía ver los detalles, pero el tamaño de aquel vehículo era como una cuña oscura en una abertura que hubiese debido ser mayor.

Duane esperó unos momentos, terminando su bocadillo y tratando de decidir si conocía a alguien con un camión de aquellas dimensiones dispuesto a visitarles un sábado por la noche. No conocía a nadie.

«¿Será alguien que trae borracho al viejo?» Había ocurrido otras veces. Pero no tan temprano.

Muy hacia el sur brilló un relámpago, demasiado lejos para que pudiese oírse el trueno. La breve iluminación no había mostrado a Duane ningún detalle del camión, sino sólo que la oscura forma estaba todavía allí. Algo rozó el muslo de Duane.

– Quieto, Wittgenstein -murmuró, hincando una rodilla y rodeando con un brazo el cuello del viejo collie. El perro estaba temblando y emitía un sonido gutural que no llegaba a ser un gruñido-. Silencio -murmuró, acariciando y sujetando la delgada cabeza del perro, que no dejó de temblar.

«Si han bajado del camión, ahora ya casi podrían estar aquí», pensó Duane, y luego se preguntó quiénes podían ser.

– Vamos, Witt -dijo en voz baja.

Sujetando al collie por el collar, volvió a entrar en la casa, apagó todas las luces y se metió en el cuarto lleno de trastos que el viejo llamaba su estudio. Encontró la llave en un cajón de la mesa, se dirigió al comedor y abrió el armario de las armas. Vaciló sólo un momento antes de dejar en su sitio la escopeta del calibre 30-06 y la del 12, y cogió la del 16.


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