En la cocina, Wittgenstein se puso a gemir y rascó el linóleo con las uñas.

– Silencio, Witt -dijo Duane en voz baja-. No pasa nada, no pasa nada, muchacho.

Miró la recámara para asegurarse de que estaba vacía, la cerró y abrió de nuevo, levantándola y sosteniendo el cargador vacío contra la pálida luz que se filtraba a través de las cortinas, y abrió el cajón de abajo. Los proyectiles estaban allí, en la caja amarilla, y Duane se agachó junto a la mesa del comedor para cargar cinco cartuchos y guardar otros tres en el bolsillo de la camisa de franela.

Wittgenstein se puso a ladrar. Duane le encerró en la cocina, abrió la ventana de tela metálica del comedor, salió al oscuro patio lateral y dio lentamente la vuelta alrededor de la casa.

El resplandor de la luz de la entrada iluminó el espacio de delante de ésta y los primeros cien metros del camino. Duane se agachó y esperó. El corazón le latía más deprisa que de costumbre, y respiró hondo y despacio hasta que los latidos volvieron a ser normales.

Había cesado el ruido de los grillos y de otros insectos. El aire estaba absolutamente inmóvil y las miles de cañas de maíz no se movían. Volvió a brillar un relámpago hacia el sur. Esta vez el trueno fue audible quince segundos más tarde.

Duane esperó, respirando suavemente por la boca y con el dedo pulgar en el seguro del arma. La escopeta olía a aceite. Wittgenstein había dejado de ladrar, pero Duane podía oír las uñas del collie sobre el linóleo al Ir de una a otra puerta cerrada en la cocina.

Duane esperó.

Unos cinco minutos más tarde zumbó el motor del camión, que arrancó haciendo crujir la grava.

Duane pasó rápidamente al borde del campo de maíz, se agachó y fue hasta la primera fila, desde donde podía ver el camino de entrada.

Todavía sin luces, el camión retrocedió hasta la Seis, se detuvo un momento y después se dirigió hacia el sur, hacia el cementerio, la Taberna del Arbol Negro y Elm Haven.

Duane sacó la cabeza del maizal, pero no vio luces traseras al alejarse el ruido por la carretera Seis. Volvió a encogerse entre el maíz y permaneció agazapado allí, respirando suavemente, sosteniendo la escopeta de calibre 16 sobre las rodillas y escuchando.

Veinte minutos más tarde empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Duane esperó tres o cuatro minutos más y entonces salió de entre el maíz, caminó cerca de los campos para que no se recortase su silueta contra el cielo, dio una vuelta completa a la casa y al granero -los gorriones del granero estaban callados y los cerdos gruñían y hozaban normalmente en la pocilga- y entró por la puerta de la cocina. Wittgenstein agitó la cola como un cachorro, mirando con ojos miopes a Duane y a la escopeta, y yendo del muchacho a la puerta y de la puerta al muchacho.

– Bueno -dijo Duane, sacando los proyectiles uno a uno y alineándolos sobre el mantel a cuadros de la mesa de la cocina-, esta noche no vamos a ir de caza, tonto. Pero vas a tener una comida especial, y después pasarás la noche abajo conmigo.

Se dirigió a la alacena y la cola de Witt marcó un ritmo más rápido contra el linóleo.

Fuera llovía menos después del chaparrón inicial, pero el viento sacudía el maíz y azotaba los manzanos silvestres.

Jim Harlen descubrió que la escalada no era tan fácil como había pensado, sobre todo con el viento arreciando y levantando polvo del enarenado patio de recreo y el aparcamiento del colegio. Se detuvo a mitad de su ascensión para enjugarse los ojos.

Bueno, al menos el ruido que hacía el viento, sacudiéndolo todo, amortiguaría los sonidos que podía hacer él al trepar por la maldita cañería.

Estaba entre el primer piso y el segundo, casi seis metros por encima del contenedor de basura, cuando se dio cuenta de lo estúpida que era su maniobra. ¿Qué iba a hacer si se presentaban Van Syke, Roon u otra persona? Probablemente Barney. Trató de imaginarse lo que diría su madre cuando volviese de su cita y se encontrase con que su único hijo estaba en el calabozo de J. P. Congden, esperando ser llevado a la cárcel de Oak Hill.

Harlen sonrió ligeramente. Esto haría que su madre se fijase en él. Acabó de trepar por los últimos palmos de la tubería de desagüe, encontró la cornisa del segundo piso con la rodilla derecha y descansó allí, con la mejilla apretada contra los ladrillos. El viento tiraba de su camiseta de manga corta. Delante de él veía brillar entre las hojas de los olmos la luz del farol de la esquina de School Street y la Tercera Avenida. Había subido mucho.

A Harlen no le asustaba la altura. Había ganado a O'Rourke y a Stewart y a todos los demás al trepar por el gran roble de detrás del jardín de Congden el pasado otoño. En realidad, había llegado tan arriba que los otros le habían gritado que bajase; pero él había insistido en subir hasta la última rama, una rama tan delgada que no parecía que pudiese sostener a una paloma sin romperse, y mirar desde lo alto del roble el mar de copas de árboles que era Elm Haven. Esto era un juego de niños comparado con aquello.

Pero Harlen miró hacia abajo y lamentó haberlo hecho. Salvo por la tubería de desagüe y la moldura de la esquina, no había nada entre él y el metálico contenedor de basura y la acera de hormigón a seis metros debajo de él.

Cerró los ojos, concentrándose en encontrar el equilibrio sobre la estrecha cornisa, y los abrió para mirar hacia la ventana.

Esta no estaba a tres palmos de distancia… sino que más bien eran seis. Tendría que soltar la maldita tubería para llegar hasta allí.

Y el resplandor se había extinguido. Estaba casi seguro de ello. Harlen se imaginó súbitamente a la vieja Double-Butt saliendo de detrás de la esquina del colegio, mirando hacia arriba en la oscuridad y gritando: «¡Jim Harlen! ¡Baja de ahí inmediatamente!»

Y entonces, ¿qué? ¿Anularía su aprobado del sexto curso? ¿Le privaría de las vacaciones de verano?

Harlen sonrió, respiró hondo, cargó todo su peso sobre las rodillas y se deslizó a lo largo de la cornisa, con los brazos extendidos sobre la pared de ladrillos, sostenido solamente por la fricción y por diez centímetros de cornisa.

La mano derecha encontró el antepecho de la ventana y los dedos agarraron la extraña moldura de debajo del alféizar. Estaba seguro. Estaba bien.

Permaneció un momento en aquella posición, con la cabeza agachada y la mejilla pegada a los ladrillos. Lo único que tenía que hacer era levantar la cabeza y mirar dentro de la estancia

En aquel instante, una parte de su mente le dijo que no lo hiciese.

«Deja esto. Vete al cine y vuelve a casa antes de que regrese mamá.»

El viento agitó las hojas debajo de él y le arrojó más polvo a los ojos. Harlen miró hacia la tubería de desagüe. Volver atrás no era problema; descender sería mucho más fácil que subir. Harlen pensó en Gerry Daysinger o en uno de los otros muchachos llamándole gallina.

«No tienen que saber que he estado aquí arriba.»

«Entonces, ¿por qué has trepado aquí, imbécil?»

Harlen pensó en contarlo a O'Rourke y a los otros, adornando un poco el relato, si la vieja Double-Butt sólo había ido a recoger su tiza predilecta o algo parecido. Se imaginó la cara de asombro de aquellos maricas cuando les contase su ascensión y que había visto a la vieja Double-Butt y a Roon haciendo aquello sobre la mesa del aula…

Harlen levantó la cabeza y miró por la ventana.

La señora Doubbet no estaba en su mesa del fondo de la sala sino en la mesita de trabajo de este extremo del aula, a menos de un metro de él. No había luces encendidas, pero una pálida fosforescencia llenaba la estancia con la luz enfermiza de madera pudriéndose en un bosque oscuro.

La señora Doubbet no estaba sola. La fosforescencia procedía de una forma junto a ella, que también estaba sentada junto a la pequeña mesa, a poca distancia de donde Harlen apretaba la cara contra el cristal.


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