– ¿Aquel soldado pasó aquí la noche, o qué?

Duane soltó el periódico.

– ¿Qué soldado?

El viejo se frotó de nuevo la mejilla y el cuello, esforzándose visiblemente en separar la fantasía del recuerdo.

– Bueno, recuerdo que transporté a un soldado. Le recogí cerca del puerto del río Spoon. -Se frotó la mejilla una vez más-. Generalmente no me detengo para recoger a los que hacen autoestop…, ya lo sabes, pero empezaba a llover… -Se interrumpió y miró atrás hacia la casa y el granero, como si el soldado pudiese estar todavía sentado en la camioneta-. si, ahora lo recuerdo más claramente. Él no dijo nada durante todo el trayecto. Sólo asintió con la cabeza cuando le pregunté si acababan de licenciarle. Lo malo es que yo sabía que había algo anormal en su manera de vestir, pero estaba demasiado… bueno… demasiado cansado para advertir lo que era.

– ¿Qué era lo anormal? -preguntó Duane.

– Su uniforme. No era un uniforme moderno. Ni siquiera una guerrera al estilo de Eisenhower. Era grueso y de lana…, de lana marrón, y llevaba un sombrero de campaña de ala ancha, Y polainas

– ¿Polainas? -dijo Duane-. ¿Como las que llevaban los soldados de Infantería en la Primera Guerra Mundial?

– Sí -dijo el viejo. Se mordió la uña del índice como solía hacer cuando consideraba un nuevo invento o una manera de hacerse rápidamente rico-. En realidad, todo lo que llevaba aquel soldado era de la Gran Guerra: polainas, botas claveteadas, el viejo sombrero de campaña, e incluso un cinturón Sam Browne. Era realmente joven, pero no podía ser un verdadero soldado… Debía de llevar un uniforme de su abuelo o venir de algún baile de disfraces. -El viejo miró fijamente a Duane-. ¿Se ha quedado a desayunar?

Duane sacudió la cabeza.

– No vino contigo anoche. Debiste dejarle en alguna parte.

El viejo se concentró un momento y después sacudió vigorosamente la cabeza.

– Estoy seguro de que estaba conmigo en la camioneta cuando la metí en el camino de entrada. Recuerdo que estaba tan silencioso que pensé que me había olvidado de él. Iba a ofrecerle un bocadillo y dejarle dormir en el sofá. -El viejo miró a Duane. Tenía los ojos enrojecidos-. Sé que estaba todavía conmigo cuando llegué por el camino, Duanie.

Duane asintió con la cabeza.

– Bueno, no le oí llegar contigo. Tal vez se marchó a la ciudad.

El viejo miró por encima del maizal hacia la carretera Seis.

– ¿En medio de una noche como aquélla? Además, creo recordar que dijo que vivía cerca de aquí.

– ¿No acabas de decir que no había hablado?

El viejo se mordió la uña.

– No lo hizo… No recuerdo que dijera nada… Bueno, en fin, dejemos eso.

Volvió a su lectura de la sección financiera.

Duane terminó con la crítica y volvió a la casa. Witt salió del granero, visiblemente descansado después de una de sus frecuentes siestas y dispuesto a ir a cualquier parte con Duane.

– Hola, muchacho -dijo Duane-. ¿Has visto a un soldado de Infantería de la Primera Guerra Mundial rondando alrededor del granero?

Witt gimoteó ligeramente y ladeó la cabeza, sin saber lo que le preguntaban. Duane le frotó la cabeza detrás de las orejas. Se acercó a la camioneta y abrió la portezuela del lado correspondiente al pasajero. La caliente cabina olía a whisky y a calcetines sucios. Había una depresión en el vinilo del asiento del pasajero, como si alguien invisible estuviese sentado allí; pero aquella depresión había estado ahí desde que poseían la camioneta. Duane hurgó debajo del asiento, comprobó las tablas del suelo y miró en la guantera. Muchos desperdicios: trapos, mapas, algunos libros en rústica del viejo, varias botellas vacías de whisky, una llave inglesa, latas de cerveza e incluso un proyectil de escopeta; pero ninguna clave. Ninguna baqueta o máuser dejados accidentalmente allí; ningún esquema de trincheras alrededor del Somme, ni ningún mapa del bosque de Belleau.

Duane sonrió y volvió al jardín para leer el periódico y jugar con Witt.

Se hizo de noche antes de que Mike y el padre Cavanaugh diesen por terminada su expedición de pesca. La señora Clancy, que se estaba muriendo de manías tanto como de vejez, no había querido que hubiese nadie más en la casa mientras el padre C. la oía en confesión; Mike estuvo esperando junto al estanque, tratando de hacer saltar piedras sobre el agua y lamentando haberse saltado la comida. Había pocas cosas capaces de hacerle prescindir de la comida del domingo, pero ayudar al padre C. resultó ser una de ellas. Cuando el cura le preguntó «Has comido ya, ¿verdad?», Mike asintió con la cabeza. Incluiría esto en su próxima confesión bajo la categoría general de «Varias veces no he dicho la verdad a los adultos, padre». Cuando Mike se hizo mayor comprendió la verdadera razón de que los curas no pudiesen casarse: ¿Quién querría vivir con alguien con quien tuviese que confesarse regularmente?

El padre C. se reunió con él junto al estanque a las siete de la tarde. Había traído los avíos de pescar del portaequipajes del Papamóvil y parecía más temprano, con el sol de junio bajo pero todavía por encima de los árboles. Pescaron durante más de una hora y sólo Mike capturo algo, un par de peces luna que volvió a arrojar al agua, pero sostuvieron una conversación tan rica que al muchacho le empezó a dar vueltas la cabeza: la naturaleza de la Trinidad; lo que era criarse en el sur de Chicago, cuando el padre C. era más joven; cómo eran las bandas callejeras; por qué todo había sido creado, pero sólo Dios podía ser; por qué los viejos volvían a integrarse en la Iglesia. El padre C. Le explico, o trató de hacerlo, la apuesta de Pascal, y otra docena de cuestiones. A Mike le encantaba hablar de estas cosas con el sacerdote, hablar con Dale, Duane y algunos otros muchachos realmente inteligentes podía ser divertido, porque tenían algunas ideas extrañas, pero el padre C. había vivido. Conocía no sólo los misterios del latín y de la Iglesia sino también el aspecto duro y cínico de la vida de Chicago que Mike jamás se había imaginado.

Las sombras de los árboles se habían extendido sobre la herbosa orilla y adentrado mucho en el estanque, cuando el padre C. miró su reloj y exclamó:

– ¡Dios mío, Michael, se ha hecho muy tarde! La señora McCafferty estará preocupada.

La señora McCafferty era el ama de llaves de la rectoría. Había cuidado del padre Harrison como una hermana que tratase de evitar conflictos a un hermano díscolo, y mimaba al padre C. como si fuese su hijo.

Guardaron los avíos y emprendieron el regreso a la ciudad. Al dirigirse hacia el sur por la Seis, levantando una nube de polvo detrás del Papamóvil sobre la carretera cubierta de gravilla, Mike atisbó la casa de Duane McBride a la derecha y la del tío de Dale, Henry, a la izquierda, antes de bajar la empinada cuesta y subir de nuevo para pasar por delante del cementerio del Calvario. Mike vio que el camposanto estaba vacío y dorado bajo la luz del atardecer; advirtió que no había ningún coche en la zona herbosa junto a la carretera, y recordó de pronto que tenía que espiar a Van Syke. Pidió al padre C. que se detuviese, y el sacerdote aparcó el Papamóvil en la zona cubierta de hierba, entre la carretera y la verja negra de hierro forjado.

– ¿Qué sucede? -preguntó el padre C.

Mike pensó deprisa.

– Yo… prometí a Memo que hoy visitaría la tumba del abuelo… para ver si han cortado la hierba, si aún están allí las flores que dejamos la semana pasada… en fin, todas esas cosas.

Otra mentira de la que tendría que confesarse.

– Te espero -dijo el cura.

Mike se puso colorado y se volvió a mirar el cementerio para que el padre C. no viese su rubor. Confió en que el sacerdote no hubiera advertido en su voz que estaba mintiendo.

– Bueno, preferiría estar solo durante un rato. Quiero rezar un poco.

«Muy bien, Mike, esto tiene sentido. Quieres rezar unas oraciones y por esto pides a un cura que se largue. ¿Es pecado mortal mentir sobre la oración?»


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