El único vicio del padre C., que supiese Mike, era el tabaco; el joven sacerdote fumaba como un carretero, y cuando no fumaba parecía que lo estaba deseando, pero a Mike esto no le parecía mal. Sus padres fumaban. Y los padres de todos sus amigos también fumaban, salvo los de Kevin Grumbacher, que eran alemanes y extraños, y el hecho de que el padre C. fumase le hacía más interesante.

En este primer domingo de auténtico verano, Mike ayudó en las dos misas de la mañana, gozando con la frescura de la iglesia y el murmullo hipnótico de los feligreses al decir las respuestas. Mike pronunciaba cuidadosamente las suyas, con precisión, ni demasiado fuerte ni demasiado bajo, articulando el latín como le había enseñado el padre C. durante aquellas largas lecciones de la tarde en la rectoría.

«Agnus Dei qui tollis peccata mundi… miserere nobis… Kyne eletson, Kyrie eleison, Kyrie eleison…»

A Mike le gustaba. Mientras una parte de él estaba totalmente absorta en preparar el milagro de la Eucaristía, otra parte vagaba libremente, como si realmente pudiese abandonar su cuerpo, estar con Memo en su habitación oscura; sólo que ahora Memo podía hablar de nuevo y conversarían como cuando él era pequeño, y ella le contaría historias del Viejo País. O flotar sobre los campos y los bosques, más allá del cementerio del Calvario y de la Cueva, volando libre como un cuervo con mente humana, mirando desde arriba las copas de los árboles y los riachuelos, y los montes con minas a cielo abierto, y a los que los muchachos llamaban Montañas del Macho Cabrío, cerniéndose serenamente sobre las borrosas rodadas de Gypsy Lane, al serpentear la vieja carretera entre los bosques y los pastos.

Entonces terminó la comunión -Mike esperaba siempre a la misa mayor del domingo para comulgar-, se rezaron las últimas oraciones, se dieron las respuestas, y se encerraron las hostias en el sagrario de encima del altar. El padre Cavanaugh dio la bendición a los feligreses y precedió a los que salían del santuario. Mike se dirigió a la pequeña habitación que empleaban para cambiarse, dejando la casulla y el sobrepelliz a un lado para que los lavase el ama de llaves del padre C., y colocó cuidadosamente sus lustrosos zapatos en el fondo del armario de cedro. Entró el padre Cavanaugh. Había cambiado su casulla negra por unos pantalones caqui, una camisa azul de trabajo y una chaqueta deportiva de pana. A Mike le chocaba siempre ver al sacerdote sin su uniforme.

– Lo has hecho bien, como siempre, Michael.

A pesar de su campechanía en otras cuestiones, el cura nunca le llamaba Mike.

– Gracias, padre. -Mike trató de pensar algo más para decir, algo para alargar aquel momento a solas con el único hombre a quien admiraba-. Hoy no ha habido mucha gente en la segunda misa

El padre C. había encendido un cigarrillo y el olor del humo llenó la habitación. Se situó junto a la estrecha ventana y miró hacia la vacía zona de aparcamiento.

– Bueno, casi nunca hay mucha. -Se volvió a mirar a Mike-. ¿Asistió hoy aquella pequeña amistad tuya, Michael?

Michael conocía a pocos chicos católicos de su edad.

– Ya sabes… Michelle… ¿y que más?… Staffney.

Mike se puso rojo como un tomate. El nunca había hablado al padre C. de Michelle. Lo cierto es que nunca había hablado a nadie de ella, pero siempre miraba a ver si estaba entre los feligreses. Pocas veces acudía porque sus padres y ella solían ir a la catedral de Santa María, en Peoria; pero en las raras ocasiones en que estaba allí la pelirroja, a Mike le costaba mucho concentrarse.

– Ni siquiera voy a la misma clase que Michelle Staffnev -dijo, tratando de hablar con naturalidad.

Estaba pensando: «Si esa rata de Donnie Elson le ha dicho algo al padre C. sobre ella, le haré papilla.»

El padre Cavanaugh asintió con la cabeza y sonrió. Era una sonrisa amable, sin sombra de burla en ella, pero Mike se ruborizó de nuevo. Bajó la cabeza, como si pusiese toda su energía en atar los cordones de sus bambas.

– Un error por mi parte -dijo el padre C. Aplastó el cigarrillo en un cenicero de encima de la mesa y buscó otro en el bolsillo-. Tú y tus amigos, ¿tenéis algún plan para esta tarde?

Mike se encogió de hombros. Había pensado ir por ahí con Dale y los otros, y después empezar su vigilancia de Van Syke. Se puso de nuevo colorado, pensando en lo tonto que era su juego de pequeños espías.

– Bueno -dijo-, no hay nada decidido.

– Yo pensaba ir a visitar a la señora Clancy a eso de las cinco -dijo el padre C.-. Creo recordar que su marido pobló el estanque de su finca antes de morir en la pasada primavera. Creo que no le importaría que llevásemos nuestras cañas de pescar y viésemos cómo están los peces. ¿Quieres venir?

Mike asintió con la cabeza, sintiendo alzarse el gozo en su interior, como la imagen del Espíritu Santo en forma de paloma en la pared oeste de la iglesia.

– Bueno, te recogeré con el Papamóvil a eso de las cinco menos cuarto.

Mike asintió de nuevo. El padre C. llamaba siempre Papamóvil al coche de la parroquia, un Lincoln negro. Al principio este nombre había escandalizado a Mike, pero entonces se dio cuenta de que probablemente el padre C. no haría esta broma con nadie más. Incluso podía verse en dificultades si Mike repetía la palabra a alguien, pues Mike se imaginaba a dos cardenales del Vaticano apareciendo de pronto en un helicóptero, interrogando al padre C. en la rectoría y llevándoselo con grilletes en los pies; de manera que la broma era en realidad una prueba de confianza, una manera de decir: «Los dos somos hombres de mundo, querido Michael.»

Mike se despidió agitando la mano y salió de la iglesia a la luz de un sol de mediodía de domingo.

Duane trabajó la mayor parte del día, reparando el John Deere, rociando la maleza a lo largo de la zanja, trasladando las vacas de los pastos del oeste al campo situado entre el granero y los maizales, y por último recorriendo las hileras, aunque era demasiado pronto para desherbar.

El viejo había vuelto a casa alrededor de las tres de la madrugada. Duane había dejado abierta una de las ventanas del sótano, aunque no estaba protegida con tela metálica, para poder oír el vehículo cuando llegase.

El viejo estaba borracho, pero no hasta el punto de caerse. Entró lanzando maldiciones y se preparó un bocadillo en la cocina, sin dejar de maldecir y de gritar. Duane y Wittgenstein permanecieron en el sótano, con el viejo collie gimiendo incluso mientras golpeaba con la cola el suelo de cemento.

Cuando al viejo no le duraba la resaca los domingos por la mañana solía jugar al ajedrez con Duane hasta casi el mediodía. Pero este domingo no hubo ajedrez.

Mediada la tarde Duane volvió de recorrer los campos y encontró al viejo en la tumbona al pie del álamo, en el jardín del sur. Junto a él había un ejemplar de la edición dominical de The New York Times, tirado sobre la hierba.

– Olvidé que había recogido esto la noche pasada en Peoria -murmuró el viejo.

Se frotó las mejillas. No se había afeitado en dos días y la incipiente barba gris casi parecía de plata bajo aquella luz del atardecer. Duane se dejó caer sobre el césped y hojeó el periódico en busca de la crítica de libros.

– ¿Es el periódico del domingo pasado?

– ¿Qué diablos esperabas? -gruñó el viejo-. ¿Que fuese el periódico de hoy?

Duane se encogió de hombros y empezó a leer la crítica principal. Se refería a Auge y caída del Tercer Reich, de Shirer, y otros libros que guardaban relación con la captura de Adolf Eichmann en Buenos Aires, la semana anterior.

El viejo carraspeó.

– No pensaba…, bueno… no pensaba volver tan tarde anoche. Un imbécil profesor de Bradley empezó a discutir conmigo sobre Marx en una pequeña taberna de Adams Street, y yo…, bueno, ¿todo bien por allí…

Duane asintió con la cabeza, sin mirarle.


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