Lawrence miró con irritación al muchacho mayor por haber empleado el nombre prohibido, pero se quitó la camiseta de talla siete y salió a batear. La flaca y pequeña espina dorsal sobresalía de la pálida piel de la espalda, como escamas de un estegosaurio en miniatura.

– ¡Sí que hace calor! -gritó uno de los gemelos Fussner, y ambos se quitaron las camisetas.

Los dos tenían barriguitas abultadas.

McKown se golpeó el pecho desnudo y se volvió a Kevin, que estaba sentado a su lado.

– ¿Te quitas la camiseta o te pasas al otro bando?

Kevin se encogió de hombros y se quitó la camiseta, doblándola junto a él en el banco. Tenía unas pecas pálidas en el pecho hundido

Daysinger fue el siguiente, y dio la nota al arrojar su camisa sobre la valla de atrás. Se quedó enganchada en lo alto, a cuatro metros de altura, y los muchachos del campo se mondaron de risa. Un chico de diez años llamado Michael Shoop, que era un alborotador en el colegio y un desastre en el campo de béisbol, estaba sentado junto a él; se despojó de la camiseta gris y consiguió colgarla junto a la de Daysinger en lo alto de la valla. Fue el primer buen lanzamiento que le había visto hacer Dale en todo el día.

Mike O’Rourke fue el siguiente. Pareció ligeramente disgustado, pero se quitó la camiseta. Tenía la piel tostada y los músculos bien marcados.

Dale Stewart fue el siguiente. Se había quitado ya la gorra de lana y agarrado el borde inferior de su camiseta antes de darse cuenta de quién venía después. Se detuvo un momento. Donna Lou era la última del banco. No le miraba; no parecía mirar a nadie. Llevaba unas bambas sucias, tejanos descoloridos y camiseta blanca de manga corta. Aunque la camiseta era más holgada que la mayoría de las de ellos, Dale percibió las curvas a través de ella. El cuerpo de Donna Lou se había desarrollado durante el invierno -el verano anterior la camiseta estaba tirante y lisa como las otras del equipo- y aunque no eran precisamente voluminosos, los pechos se notaban de pronto.

Dale vaciló un segundo. No sabía exactamente por qué, ya que la camiseta de Donna Lou no era su problema, pero tenía la impresión de que algo no andaba del todo bien. Había jugado a béisbol con Mike, Kevin, Harlen, Lawrence y ella en todos estos años, no con aquellos pelmazos que ahora estaban en el banco Y en el campo

– ¿De qué tienes miedo? -le gritó Chuck Sperling desde la primera base, donde había sido degradado-. ¿Tienes algo que ocultar, Stewart?

– ¡Sí, vamos! -gritó Digger Taylor, desde el otro extremo del banco-. Somos los pieles, Stewart.

– Cállate -dijo Dale.

Pero sintió el calor del rubor en las mejillas y detrás de las orejas. En parte para disimularlo, se quitó la camiseta. El aire era cálido, pero sentía la piel fría y pegajosa. Se volvió a mirar a Donna Lou Perry.

Ésta miró al fin a los demás. Lawrence había bateado y ahora se detuvo junto al extremo del banco. Era todo costillas y polvo, con las muñecas y el cuello cómicamente más oscuros que el torso, cuando se detuvo con el bate sobre el hombro y el ceño fruncido ante el súbito silencio. Nadie se levantó para entrar en el círculo. Ninguno de los del campo hizo el menor ruido. El banco estaba en silencio, con todas las cabezas vueltas hacia Donna Lou. Estaban sentados allí Taylor, Kevin, Bill, Barry, McKown, Daysinger, Michael Shoop, Mike y Dale, nueve juegos de tejanos, bambas y torsos desnudos.

– Vamos -dijo Digger Taylor a media voz. Había algo extraño en su tono-. Somos pieles, Perry. Quítate eso.

Donna Lou le miró fijamente.

– Sí -dijo Daysinger. Dio un codazo a Bob McKown-. Vamos, Donna Lou. ¿Estás o no con el equipo?

Llegó una ráfaga de viento desde el centro del campo y levantó una nubecilla de polvo más allá de Castanatti, en el montículo del lanzador. El no se movió. Nadie dijo nada en el campo.

– Vamos -dijo Michael Shoop, con aquella voz que parecía el zumbido de un insecto-, date prisa, antes de que te sancionen por pérdida de tiempo.

Nadie le corrigió observando que confundía el reglamento del fútbol con el del béisbol. Nadie dijo nada. Dale estaba tan cerca de Donna Lou que su codo casi tocaba el de ella -lo había tocado sin advertirlo un momento antes-, y de pronto la miró a los ojos y se dio cuenta de que eran azules y se estaban llenando de lágrimas. Tampoco ella decía nada; sólo estaba sentada allí, con su viejo guante de primera base todavía en la mano derecha, y con la izquierda -la que usaba para lanzar- contraída en un puño débil en el centro de aquél.

– Vamos, Perry, date prisa -dijo Digger. Ahora su voz tenía otro tono, más duro, más malicioso-. Quítatela. No nos importa lo que haya debajo. Ahora somos pieles. O estás con nosotros o te vas del equipo.

Donna Lou siguió sentada allí durante unos instantes de un silencio tan profundo que Dale podía oír el susurro de los maizales al norte de ellos. En alguna parte, muy arriba, un halcón lanzó un grito suave. Dale pudo ver las pecas en el puente de la naricita de Donna Lou, el sudor de su frente, a la sombra de la gorra de lana azul, y los ojos… muy azules y muy brillantes que le miraban, al igual que a Mike y a Kevin. Dale percibió una pregunta o una súplica en aquella mirada, pero no supo exactamente qué era.

Digger Taylor iba a decir algo más, pero cerró la boca al levantarse la muchacha.

Donna Lou permaneció allí de pie un segundo; después fue a buscar su pelota y su bate donde los había dejado, junto a la valla. Y se marchó. Sin mirar atrás.

– ¡Mierda! -dijo Chuck Sperling desde la primera base, y dirigió una sonrisa afectada a su amigo Taylor.

– Sí -dijo Digger con una sonrisa-. Pensé que hoy íbamos a ver unas lindas tetitas.

Michael Shoop y los gemelos Fussner se echaron a reír.

Lawrence miró a su alrededor, frunciendo el ceño y sin acabar de comprender.

– ¿Ha terminado el partido?

Junto a Dale, Mike se levantó y se puso la camiseta.

– Sí -dijo, con un tono de voz cansado y de disgusto-. Ha terminado.

Cogió el guante, el bate y la pelota y se dirigió hacia la valla de detrás de la casa de Dale.

Dale se quedó allí sentado, con una sensación extraña, de excitación y de tristeza al mismo tiempo, como si se hubiese quedado sin aliento. Sentía también como si hubiese ocurrido algo importante que le había pasado inadvertido, algo que había pasado de largo junto a él y junto a Lawrence, pero que le había producido una impresión otoñal, de terminación, como cuando acababa la feria de los Viejos Colonos en agosto y seguía adelante, dejando tan sólo la temida reanudación del curso escolar. Sintió un poco de ganas de reír y un poco de ganas de llorar, sin saber cuál era la causa de ambas emociones.

– ¡Marica! -gritó Digger Taylor a Mike.

Mike no se volvió. Arrojó sus trastos por encima de la valla, se agarró al poste, saltó con facilidad por encima del vallado, recogió sus cosas y cruzó el patio para desaparecer en la sombra de los olmos cerca del camino de entrada de la casa de Dale.

Dale permaneció sentado, esperando una pausa entre los innings para decirle a Lawrence que tenían que irse a casa, aunque todavía no era la hora de comer. El cielo se había puesto de un gris más oscuro y monótono, ocultando el horizonte en una neblina y absorbiendo la luz de la tarde. El juego prosiguió.

Anochecía cuando vino Duane.

Dale había comido ya y estaba tumbado en su cama, en el piso de arriba, leyendo una vieja historieta de Scrooge McDuck bajo la luz menguante, dándose apenas cuenta de la llegada del crepúsculo y del rico aroma de césped recién segado en la brisa, cuando Mike le llamó desde el jardín de delante.

– ¡Oooeee!

Dale saltó de la cama e hizo bocina con las manos.

– ¡Eeeooo!

Bajó corriendo la escalera, cruzó la puerta de la entrada y saltó sobre los cuatro escalones del porche.


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