– Sí, estoy bien -dijo Harlen-. Me despierto con un terrible dolor de cabeza y tengo el brazo hecho papilla. Por lo demás, estoy perfectamente.

Duane asintió con la cabeza.

– Creíamos que estabas… -Y se interrumpió, no queriendo decir «en coma».

– ¿Muerto? -dijo Harlen.

Duane sacudió la cabeza.

– Inconsciente.

Harlen cerró los ojos como si volviese a caer en estado comatoso. Entonces los abrió de par en par y frunció el ceño, como tratando de enfocar la mirada.

– Supongo que lo estuve. Quiero decir inconsciente. Me desperté hace unas horas, con este horrible dolor de cabeza, y vi a mi madre sentada en el borde de la cama. De momento pensé que era un domingo por la mañana. Durante unos minutos ni siquiera supe dónde me encontraba.

Miró a su alrededor, como si todavía no estuviese seguro.

– ¿Dónde está ahora tu madre, Jim?

– Ha ido al otro lado de la plaza a comer y a telefonear a su jefe.

Harlen hablaba despacio, como si cada palabra le doliese.

– Entonces, ¿estás bien? -preguntó de nuevo Duane.

– Sí, creo que sí. Esta mañana vinieron un montón de médicos, alumbrándome los ojos con linternas y haciéndome contar hasta cincuenta y cosas así. Incluso me preguntaron si podía decirles quién era.

– ¿Y pudiste?

– Claro. Les dije que era Dwight Eisenhower de la Mierda.

Harlen sonrió, a pesar del dolor.

Duane asintió con la cabeza. No tenía mucho tiempo.

– ¿Te acuerdas de cómo te hiciste daño, Jim? ¿Qué pasó?

Harlen le miró fijamente, y Duane advirtió lo grandes que eran sus pupilas. Ahora le temblaban los labios, como si se esforzase en conservar su sonrisa.

– No -dijo al fin.

– ¿No recuerdas que estuviste en Old Central?

Harlen cerró los ojos y su voz casi fue como un gemido.

– No recuerdo absolutamente nada -dijo-. Al menos de después de nuestra estúpida reunión en la Cueva.

– La Cueva -repitió Duane-. Quieres decir el sábado, en la alcantarilla.

– Sí.

– ¿Te acuerdas del sábado por la tarde? ¿Después de la reunión en la alcantarilla?

Harlen abrió los ojos, y había irritación en ellos.

– Ya te he dicho que no, gordinflón.

Duane asintió con la cabeza.

– Cuando te encontraron, el domingo por la mañana, estabas en el contenedor de basura de Old Central…

– Sí, mi madre me lo dijo. Y se echó a llorar al decírmelo, como si hubiese sido por su culpa.

– ¿Pero no sabes cómo fuiste a parar allí?

Duane oyó que llamaban a un médico por el intercomunicador del pasillo.

– No. No recuerdo nada del sábado por la noche. Por lo que yo sé, igual pudisteis tú y O'Rourke y unos cuantos de los otros cabrones sacarme a rastras de la cama, golpearme con una tabla y arrojarme allí.

Duane miró la maciza escayola del brazo de Harlen.

– La madre de Kevin dice que la tuya dice que tu bici estaba en Broad Avenue, cerca de la casa de la vieja Double-Butt.

– ¿Sí? Ella no me dijo nada de eso.

La voz de Harlen sonaba monótona, indiferente, desprovista de curiosidad.

Duane pasó los dedos por el suave borde de la manta.

– ¿No crees que pudiste dejarla allí porque estabas siguiendo a la señora Doubbet a alguna parte? ¿Quizás al colegio?

Harlen levantó la mano izquierda para taparse de nuevo los ojos. Las uñas aparecían roídas hasta la carne.

– Mira, McBride, ya te he dicho que no sé absolutamente nada. Así que déjame en paz, ¿de acuerdo? Ni siquiera tendrías que estar aquí, ¿verdad?

Duane dio unas palmadas en el hombro de Harlen, a través de la arrugada camisa de hospital.

– Todos queríamos saber cómo estabas -dijo-. Mike, Dale, y los otros quieren venir a verte cuando te encuentres mejor.

– Sí, Si.

La voz de Harlen estaba amortiguada por la palma de la mano sobre la parte inferior de su cara. Tocó las vendas con los dedos.

– Se alegrarán de saber que estás bien. -Duane miró hacia el pasillo, donde sonaban pisadas de nuevo: tal vez personal del hospital que volvía al trabajo después de la comida-. ¿Quieres que te traigamos algo?

– A Michelle Staffney desnuda -dijo Harlen, sin apartar la mano de la cara.

– Muy bien -dijo Duane, dirigiéndose a la puerta. En este momento, el pasillo estaba desierto-. Hasta pronto, gilipollas.

Esta frase había estado de moda entre los chicos cuando iban a cuarto.

Harlen suspiró.

– ¿McBride?

– Sí.

– Podrías hacer una cosa. -El intercomunicador sonó en el pasillo. Al otro lado de la ventana, alguien puso en marcha un cortacéspedes. Duane esperó-. Enciende la luz -dijo Harlen-. ¿Quieres?

Duane bizqueó bajo la brillante luz de sol que llenaba ya la habitación, pero accionó el interruptor. El resplandor adicional no se notó en la iluminada estancia.

– Gracias -dijo Harlen.

– ¿Puedes ver bien, Jim? -preguntó Duane, a media voz.

– Sí. -Harlen bajó la mano y miró a Duane con una expresión indescifrable-. Sólo es que…, bueno…, si vuelvo a dormirme, no quiero despertarme a oscuras, ¿sabes?

Duane asintió con la cabeza, esperó un momento, no se le ocurrió decir nada más, agitó la mano en dirección a Harlen y se deslizó por el pasillo, dirigiéndose a la salida.

Dale Stewart miró del cañón del rifle a la cara granujienta de C. J. Congden y pensó: «¡Voy a morir!» Era una idea nueva, que pareció congelar toda la escena a su alrededor en un solo bloque de impresiones: Congden, Archie Kreck, el calor del sol en la cara de Dale, las hojas sombreadas y el cielo azul encima y detrás de C. J., el calor reflejado por la carbonilla y los raíles, el acero azul del cañón del rifle y el ligero pero en cierto modo mareante olor a aceite que exhalaba el arma; todo esto combinado para sellar el momento en el tiempo con la misma seguridad con que el bloque de ámbar de Mike había capturado una araña un millón de años atrás.

– Te he hecho una maldita pregunta, estúpido -rugió C. J.

Dale creyó oír la voz de Congden desde muy, muy lejos. El pulso latía aún con fuerza en sus oídos. Aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo para no rendirse al vértigo que le estaba asaltando, consiguió decir:

– ¿Eh?

Congden dijo, despectivamente:

– Te he preguntado de qué coño te ríes.

Se llevó la culata del rifle al hombro, sin dejar que el cañón perdiese contacto con la base del cuello de Dale.

– Yo no me río.

Dale oyó el temblor de su propia voz y se dio cuenta de que hubiese debido avergonzarse de ello, pero esto era secundario. El corazón parecía querer saltar de su pecho. Parecía como si la tierra temblase ligeramente, y Dale tenía que concentrarse en mantener el equilibrio.

– ¿Ah, no? -gritó Archie Kreck.

La cara del segundo matón estaba ligeramente vuelta de perfil, y Dale pudo ver que el ojo de cristal era ligeramente más grande que el verdadero.

– Tú calla -dijo C. J. Levantó el cañón, de manera que dejó de apretar el cuello de Dale (éste sintió dolor en el lugar donde le había apretado, e imaginó que le habría quedado allí un círculo rojo), y lo apuntó directamente a la cara del chico-. Todavía te ríes, cara de culo. ¿Te gustaría que hiciese un agujero en tu estúpida sonrisa?

Dale sacudió la cabeza, pero no pudo dejar de sonreír. Sentía aquella sonrisa, que era un rictus que no podía dominar. La pierna derecha temblaba ahora visiblemente, y sentía llena la vejiga de la orina. Se esforzó en conservar el equilibrio y en no mojarse los pantalones.

La boca del rifle estaba a poco más de un palmo de su cara. Era increíble lo grande que era. El negro agujero parecía llenar todo el cielo y apagar la luz del sol; Dale observó que el rifle era del calibre 22, de ésos que se abrían por la recámara para cargar un cartucho cada vez, bueno para disparar contra las ratas en el vertedero, que probablemente era donde se dirigían estas otras dos ratas, y se imaginó el proyectil del 22 en la base del cañón, esperando que cayese el percutor para enviar la bala de plomo a través de sus dientes, su lengua, su paladar y su cerebro. Trató de recordar el daño que causaba una bala del 22 en el cerebro de un animal, pero lo único que le vino a la memoria, de las lecciones de su padre cuando le preparaba para ir de caza juntos, fue que la bala del 22 largo tenía un alcance de un kilómetro y medio.


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