Contuvo su impulso de preguntar a C. J. si el rifle estaba cargado con un cartucho del 22 largo.

– ¿Te gustaría, cabezota? -preguntó de nuevo C. J., apuntando el cañón como eligiendo exactamente el diente contra el que quería disparar.

Dale sacudió de nuevo la cabeza. Tenía los brazos colgando junto a los costados y pensó que tal vez sería buena idea levantarlos; pero parecían no querer moverse.

– ¡Dispara! ¡Dispara, C. J.! -La voz de Archie temblaba de excitación o de infantilismo o de ambas cosas a la vez-. ¡Mata a este pequeño mamón!

– Cállate -dijo Congden. Miró a Dale con los ojos entrecerrados-. Tú eres ese jodido Stewart, ¿no?

Dale asintió con la cabeza. Su miedo a C. J. a lo largo de los años y su rabia y frustración después de las palizas, le habían puesto en una relación tan íntima con el bruto que pensó que era increíble que Congden no supiese su nombre.

C. J. le miró de nuevo de soslayo.

– ¿Vas a decirme por qué coño nos espiabas y te reías de nosotros, o quieres que apriete el gatillo?

La pregunta era demasiado complicada para Dale en este momento, y sacudió nuevamente la cabeza. Parecía que lo más importante era responder a la pregunta de si quería que apretase el gatillo.

– Está bien, cabezota, tú lo has querido -dijo C. J., tomando evidentemente el gesto de Dale como una negativa a hablar.

Levantó el percutor del rifle con un chasquido audible y apoyó la mejilla en la culata.

Dale dejó de respirar. Tenía el pecho paralizado. Quería taparse la cara con las manos, pero se imaginó la bala atravesando las palmas antes de destrozarle la boca. Dale comprendió por primera vez lo que era la muerte: era no andar más lejos por la vía del ferrocarril, no cenar esta noche, no ver a su madre ni Sea Hunt en la tele. Era no poder siquiera cortar el césped el domingo próximo ni ayudar a su padre a rastrillar las hojas cuando llegase el otoño.

Era no tener ninguna alternativa a yacer muerto sobre la carbonilla junto a la vía férrea, dejando que los pájaros picoteasen sus ojos como bayas y que las hormigas correteasen por su lengua. No había elección, ni toma de decisiones, ni futuro. Era como estar atascado por toda la eternidad.

– Adiós -dijo Congden.

– Tira del gatillo y haré añicos tu maldita calabaza -dijo una voz desde detrás de Dale.

Congden y Archie saltaron como si alguien les hubiese asustado en una habitación a oscuras. C. J. miró a su izquierda, pero no bajó el rifle.

Todavía sin respirar, Dale descubrió que podía mover un poco la cabeza hacia la derecha para ver quién estaba allí.

Cordie Cooke había salido del bosque y estaba plantada con un pie todavía entre los matorrales y el otro sobre la carbonilla de la vía férrea. Tenía levantada y firmemente apoyada la escopeta de dos cañones en el pequeño hombro, apuntando a C. J. Cogden.

– Cooke putilla… -empezó a decir Archie Kreck, con su voz estridente y entrecortada.

– Cállate -dijo C. J. La voz del muchacho mayor era bastante tranquila-. ¿Qué crees que estás haciendo, Cordie?

– Estoy apuntando la escopeta del doce de papá contra tu cara llena de granos, imbécil.

La voz de Cordie era estridente y áspera como siempre, como la rascadura de una tiza seca sobre una vieja pizarra, pero absolutamente firme.

– Baja la escopeta, estúpida -dijo C. J.-. Esto no tiene nada que ver contigo.

– Baja tú la tuya -dijo Cordie-. Déjala en el suelo y lárgate de aquí.

C. J. la miró de nuevo, como calculando lo que tardarían en volver su arma en dirección a ella. En aquel instante, por mucho que agradeciese la intervención de Cordie, Dale deseó fervientemente que C. J. la apuntase a ella. Cualquier cosa era mejor que tener aquel cañón delante de su propia cara.

– ¿Qué te importa a ti si mato a este pequeño mamón? -preguntó C. J., en tono dialogante.

La boca del cañón estaba todavía a un palmo de la cara de Dale

– Baja el rifle, Congden. -La voz de Cordie sonaba como en clase; pensó Dale, en las raras ocasiones en que hablaba: suave, indiferente, vagamente aburrida-. Déjala en el suelo y lárgate. Podrás volver a recogerla cuando yo me haya ido. No la tocaré.

– Voy a matarle a él y después te mataré a ti, putilla -gritó C. J.

Ahora estaba furioso.

Las pústulas y los granos de su cara flaca se pusieron lívidos, y después rojos de nuevo.

– Es un Remington de un solo disparo, Congden -dijo Cordie

Dale la miró de nuevo. Ella tenía el dedo índice doblado sobre los dos gatillos de la vieja escopeta. Parecía un arma grande y pesada, con los cañones coloreados por algo que podía ser herrumbre y con la culata astillada por los años. Pero Dale no tuvo duda de que estaba cargada. Se preguntó tontamente si las postas le alcanzarían cuando volasen la cabeza de C. J.

– Entonces te mataré primero a ti -gruñó C. J.

Pero no desvió el cañón en dirección a ella.

Dale vio que se contraían los músculos de los brazos del matón y se dio cuenta de que Congden tenía tanto miedo como él.

– Vé a por ella, Archie -ordenó C. J.

Kreck vaciló, volviendo la cabeza al emplear su único ojo para captar la situación, y entonces asintió, metió una mano en el bolsillo de los tejanos caídos, sacó una navaja, abrió la hoja de trece centímetros y empezó a deslizarse por la vía en dirección a Cordie.

– Si pasa del segundo raíl, date por muerto -le dijo ella a Congden.

– ¡Alto! -gritó C. J.

Era una orden dada en general, casi un grito; pero fue Archie el que se detuvo. Miró a su jefe, esperando instrucciones.

– Échate atrás, imbécil -dijo C. J. a su mejor amigo.

Archie retrocedió hasta el otro lado del primer raíl.

Dale se dio cuenta de que estaba respirando de nuevo. Volvía a transcurrir el tiempo, más despacio que de costumbre, pero transcurría indefectiblemente, y se preguntó qué tenía que hacer. Había visto un número infinito de películas de cowboys donde Sugarfoot o Bronco Lane u otro protagonista eran apuntados con un rifle, de esta manera, y luchaban y se lo quitaban al malo del filme. Sería bastante fácil: el cañón estaba todavía a un palmo de la cara de Dale y, ahora, Congden prestaba toda su atención a Cordie. Lo único que tenía que hacer era agarrar el arma y retorcerla. Pero se dio cuenta de que en este momento le sería más fácil andar por el aire que hacer un movimiento.

– Vamos -dijo Cordie, con su voz monótona y cansada-. Haz funcionar tu estúpida mente, Congden. Mi dedo se está cansando.

Los músculos de la mejilla de CJ. se pusieron tensos. Dale pudo ver que el sudor goteaba en la nariz y la barbilla del matón.

– Me las pagarás, Cordie. Te esperaré y te haré verdadero daño. De ésta no te librarás.

Cordie pareció encogerse de hombros, aunque los cañones de su escopeta no se movieron.

– Si me haces algo que no me mate, C. J., debes saber que iré tras de ti con la escopeta del doce de papá. El año pasado solté los perros contra el señor Aleo. No me importaría matarte.

Dale conocía el episodio del profesor de música y los perros. Todos los de la ciudad lo conocían. Cordie había sido expulsada del colegio durante diez semanas. Cuando volvió, el señor Aleo había salido para Chicago.

– ¡Maldita seas! -dijo C. J. Y bajó despacio el rifle, dejándolo cuidadosamente sobre las traviesas. Caminó hacia atrás-. Y tú, Stewart, estúpido, no creas que me olvidaré de ti.

C. J. se apartó del rifle e hizo una seña con la cabeza a Archie. Todavía empuñando la navaja, Archie se reunió con él y los dos retrocedieron por la vía férrea, se volvieron al llegar a la espesura y se metieron rápidamente entre los árboles.

Dale se quedó unos instantes allí, contemplando el rifle a sus pies, como Si éste pudiese levantarse de pronto en el aire y amenazarle de nuevo. Al ver que no lo hacía, sintió que la tierra recobraba su fuerza de gravedad acostumbrada. Estuvo a punto de caerse, recobró el equilibrio, se tambaleó unos pasos y se sentó sobre el raíl recalentado. Le temblaban las rodillas.


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