Duane se preparó la cena, friendo costillas de cerdo en la gran sartén y cortando patatas y cebollas con dedos ágiles, mientras conectaba la radio y escuchaba durante un rato el WHO de Des Moines. Las noticias de la hora eran las mismas de siempre: la China Nacionalista seguía quejándose ante la ONU de que la China Roja hubiese bombardeado Quemoy la semana anterior, pero ningún país de la ONU parecía desear otra Corea; los teatros de Broadway seguían cerrados por la huelga de actores; los partidarios del senador John Kennedy decían que el futuro candidato pronunciaría la semana próxima un importante discurso sobre política exterior en Washington; pero Ike parecía estar en primer plano, en perjuicio de todos los posibles candidatos, al proyectar un importante viaje a Extremo Oriente; Estados Unidos exigían que Garv Powers fuese devuelto por los rusos, mientras Argentina pedía a Israel que devolviese al secuestrado Adolf Eichmann. Los deportes incluían el anuncio de una prohibición de las tribunas improvisadas en la carrera de 500 de Indianápolis, como la que se había hundido este año el Día de los Caídos, matando a un par de personas y lesionando a un centenar. Se hablaba del inminente combate de desquite entre Floyd Patterson e Ingemar Johansson

Duane subió el volumen y escuchó, mientras comía solo en la larga mesa. Le gustaba el boxeo. Le gustaría escribir un día un relato sobre esto. Tal vez algo referente a los negros… Los negros alcanzando la Igualdad gracias a sus combates en el ring. Duane había oído hablar al viejo y a tío Art sobre Jackie Johnson, hacía años, y el recuerdo se había fijado en su memoria como el argumento de una novela interesante. «Podría ser una buena novela -pensó Duane-, si supiese escribirla.» Y sabía bastante sobre boxeo, los negros, Jackie Johnson, la vida y todo lo demás para escribirla.

«La Campana Borgia.» Duane acabó de cenar, lavó los platos y la taza de café, Junto con los del desayuno del viejo, los guardó en la alacena y dio una vuelta por la casa.

Todo estaba a oscuras, a excepción de la cocina, y la vieja casa parecía mas arruinada y misteriosa que de costumbre. El piso de arriba, con el dormitorio vacío del viejo y la habitación de Duane sin utilizar, parecía un pesado peso sobre él. «¿ La Campana Borgia, colgada en Old Central todos estos años, encima de nosotros?» Duane sacudió la cabeza y encendió una luz del comedor.

La máquina de aprender estaba allí, en toda su gloria polvorienta.

Otros inventos llenaban las mesas de trabajo y el suelo. El único que estaba conectado o funcionaba era el aparato contestador del teléfono que había construido el viejo hacía un par de inviernos, por resentimiento al no recibir llamadas: una sencilla combinación de piezas de teléfono y una pequeña grabadora, conectada al aparato, contestaba e invitaba a la persona que llamaba a dejar un mensaje.

Casi todos los que llamaban, a excepción del tío Art, colgaban, irritados o confusos, al ser contestados por una máquina; pero a veces el viejo podía saber quién había llamado por las maldiciones o las palabrotas grabadas en la cinta. Además, al padre de Duane le gustaba la irritación que causaba. Incluso a la compañía telefónica. Ésta había visitado dos veces la vivienda, amenazando con cancelar el servicio si el señor McBride no dejaba de quebrantar la ley alterando aparatos y conexiones de la compañía, amén de violar los reglamentos federales al grabar conversaciones de personas sin su autorización.

El viejo había replicado que las conversaciones eran suyas, que la gente le telefoneaba a él, que la legislación federal exigía que la persona supiese que sus palabras serían grabadas, cosa que él advertía en su cinta, y que además la compañía telefónica era un maldito monopolio capitalista que podía meterse sus amenazas y aparatos en el culo.

Pero las amenazas habían impedido que el viejo tratase de comercializar sus mecanismos de contestación, lo que él llamaba sus «ayudantes telefónicos». Duane se alegraba de seguir teniendo teléfono.

Duane había perfeccionado el invento del viejo en los últimos meses, de manera que se encendía una luz cuando se registraba algún mensaje. Ahora quería conseguir que se encendiesen luces de diferentes colores cuando la cinta reconociera las diferentes voces: verde para el tío Art, azul para Dale o alguno de sus amigos, rojo vivo para el hombre de la compañía telefónica, etcétera; pero aunque el problema de reconocimiento de la voz no había sido demasiado difícil de resolver (Duane había conectado un generador de tono reconstruido a un circuito de identificación fundado en viejas grabaciones de los que llamaban, y había hecho después un sencillo esquema para un feedback a la batería de luces de los que llamaban), las piezas habían sido demasiado caras y se había limitado a tener una luz que se encendiese a cada llamada.

Ahora la luz estaba apagada. No había ningún mensaje. Raras veces los había.

Duane se dirigió a la puerta de tela metálica y miró al exterior, hacia el farol próximo al granero. El arco voltaico iluminaba el extremo del camino de entrada y las dependencias exteriores, pero hacía que los campos de más allá pareciesen todavía más oscuros. Esta noche los grillos y las ranas se mostraban muy ruidosos.

Duane estuvo un minuto plantado en la puerta, pensando en cómo podría conseguir que el tío Art le llevase en coche a la Universidad de Bradley el día siguiente. Pero antes de volver al comedor para telefonearle, hizo algo que nunca había hecho: echó la pequeña aldaba en la puerta de tela metálica y se aseguró de que la de la entrada principal, que raras veces se utilizaba, estuviese cerrada

Esto significaba que tendría que permanecer levantado hasta que volviese el viejo, para abrirle; pero no le importaba. Nunca cerraban las puertas, ni siquiera en las raras ocasiones en que Duane y el viejo iban con el tío Art a pasar un fin de semana a Peoria o a Chicago. Sencillamente, no se les ocurría hacerlo.

Pero Duane no quería que las puertas estuviesen abiertas durante esta noche.

Dio un golpecito en el pequeño gancho para introducirlo en la delgada madera, se dio cuenta de que podría abrirse desde fuera con un fuerte tirón o una patada en la puerta, se burló de su propia tontería y fue a telefonear a tío Art.

El pequeño dormitorio de Mike estaba encima de lo que había sido salón, pero que ahora se había convertido en habitación de Memo. El piso alto no tenía calefacción directa sino sólo unas rejas de metal que permitían que el aire caliente subiese a las habitaciones superiores. Una de estas rejas se hallaba junto a la cama de Mike, que podía ver en el techo el débil resplandor de la lamparita de petróleo que ardía durante toda la noche en la habitación de Memo. La madre de Mike iba varias veces cada noche a ver cómo estaba Memo, y la pálida luz se lo hacía más fácil. Mike sabía que si se ponía de rodillas y miraba a través de la reja, podría ver en la cama el oscuro bulto que era Memo. Pero era incapaz de hacerlo; sería como espiarla.

Pero a veces estaba seguro de que percibía los pensamientos y los sueños de Memo a través de la reja. No eran palabras ni imágenes, pero llegaban hasta él como suspiros oídos a medias, ráfagas alternativas de cálido amor o el soplo frío de la angustia. Mike permanecía a menudo despierto en la cama de su habitación de techo bajo, y se preguntaba si, en el caso de que muriera Memo por la noche y él estuviera allí, sentiría pasar su alma a través de la reja y detenerse para envolverle en su calor, como solía hacer su cuerpo cuando él era pequeño y ella se detenía para observarle y arroparle, con la llama de su pequeña lámpara de petróleo parpadeando y silbando ligeramente en su tubo de cristal.

Mike seguía tumbado en su cama, observando las sombras de las hojas que se agitaban en el techo inclinado. No tenía ganas de dormir. Había estado bostezando toda la tarde y le habían escocido los ojos por la falta de sueño de la noche pasada, pero ahora que reinaban la oscuridad y la noche cerrada tenía miedo de cerrar los ojos. Trataba de permanecer despierto, imaginando conversaciones con el padre C., soñando en los días en que su madre todavía le sonreía y le estrechaba contra su pecho, cuando la voz de ella era menos afilada para todos y su lengua vertía ironía irlandesa pero menos amargura, y por último, soñando sólo en Michele Staffney, imaginándose sus cabellos rojos, tan suaves y hermosos como los de su hermana Kathleen, pero orlando unos ojos inteligentes y una boca expresiva en vez de la mirada lenta y las facciones flojas de su hermana.


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