Mike estaba a punto de dormirse cuando sintió el soplo de un aire frío que le hizo mantenerse completamente despierto.

Hacía calor en la habitación, aunque la pequeña ventana estaba abierta. El calor de todo el día se había acumulado en el piso alto y no había una ventilación que lo dispersase. Pero el aire que había soplado junto a Mike había sido tan frío como las corrientes que pasaban por la pequeña habitación en las noches de enero, y había traído consigo un olor a carne fría y sangre congelada que Mike asociaba con los frigoríficos donde guardaban la carne de ternera en la cooperativa.

Mike saltó de la cama y se arrodilló junto a la reja. La luz de la lámpara oscilaba locamente, como si hubiese estallado una tormenta en la pequeña habitación. El frío le envolvió como si unas manos heladas le atenazasen las muñecas, los tobillos y el cuello. Esperó ver entrar corriendo a su madre en la estancia, sujetándose la bata y con los cabellos desgreñados, para ver qué pasaba; pero la casa estaba tranquila y en Silencio, salvo por los fuertes ronquidos de su padre en la habitación de atrás.

El frío fue retirándose a través de la reja, pero de pronto surgió con la fuerza de un vendaval de enero a través de unas ventanas abiertas. La lámpara de petróleo parpadeó por última vez y se apagó. A Mike le pareció oír un gemido en el rincón oscuro donde yacía Memo.

Se puso en pie de un salto, cogió un bate del rincón y bajó corriendo la escalera, con sus pies descalzos sin hacer apenas ruido en los peldaños de madera.

La puerta de Memo se dejaba siempre entreabierta, pero ahora estaba herméticamente cerrada.

Casi esperaba que la puerta estaría cerrada por dentro, cosa imposible si Memo estaba sola. Mike permaneció agazapado unos momentos fuera de la habitación, con los dedos contra la puerta, como un bombero que comprobase el calor de las llamas detrás de la madera, aunque era algo de frío lo que sentía en las puntas de los dedos, y entonces abrió la puerta de par en par y entró rápidamente, con el bate de béisbol sobre el hombro y dispuesto a golpear con él. Había bastante luz en la habitación para ver que parecía vacía, salvo por el bulto oscuro que era Memo y por el acostumbrado montón de fotografías enmarcadas sobre todas las superficies, los frascos de medicamentos, el carrito de hospital que habían comprado, la mecedora ahora inútil, el sillón predilecto del abuelo en un rincón, el viejo aparato de radio Philco que todavía funcionaba…, todos los trastos de costumbre.

Pero, allí de pie sobre las puntas de los pies y con el bate a punto Mike tenía la seguridad de que Memo y él no estaban solos. El aire frío soplaba y ondulaba a su alrededor, como un torbellino helado y maloliente.

Mike había limpiado una vez una nevera llena de trozos de pollo y de carne picada en casa de la señora Moon, después de diez días sin corriente eléctrica. Esto olía de un modo parecido, pero era más frío y repugnante.

Mike levantó el bate cuando el aire sopló sobre su cara y se arremolinó a su alrededor. Unas uñas frías rascaron su estómago y su espalda donde no estaban cubiertos por el pijama; una sensación como de labios fríos resiguió su cogote, y sintió un aliento hediondo en la mejilla, como si una cara invisible estuviese a pocos centímetros de la suya, exhalando el olor a podredumbre de la tumba

Mike lanzó una maldición y golpeó la oscuridad con el bate. El viento se agitó a su alrededor; casi podía oír un tenebroso zumbido, como si alguien le murmurase algo al oído. Los papeles sueltos que había en la habitación no se habían movido. Fuera no se escuchaba el menor ruido, salvo el débil susurro del maíz en los campos del otro lado de la calle.

Mike reprimió una segunda maldición pero golpeó de nuevo con el bate, sujetándolo con ambas manos, plantado en medio de la habitación con una pose que era de bateador y de pugilista al mismo tiempo.

El viento oscuro pareció retirarse al rincón más lejano; Mike dio un paso hacia él, miró por encima del hombro y vio la cara de Memo, pálida entre el montón de ropa oscura, y se echó atrás para que aquello, fuera lo que fuese, no pudiese pasar a su alrededor para acercarse a ella.

Se agachó delante de Memo sintiendo ahora su aliento seco en la espalda, sabiendo que al menos aún estaba viva, tratando de resguardarla del frío con el calor de su propio cuerpo.

Hubo un susurro final y un remolino de aire, casi como una risa suave, y el frío salió por la ventana abierta como agua negra que se vertiera de un tubo de desagüe.

De pronto se encendió la lámpara, y la llama sibilante y las sombras danzarinas proyectadas por la luz dorada sobresaltaron a Mike, que se incorporó de un salto, con el corazón en la garganta. Se quedó plantado allí, con el bate levantado, esperando todavía.

El frío se había ido. Por la ventana abierta penetraba solo la cálida brisa de junio y los sonidos, repetidos de repente, de los grillos y las hojas.

Mike se volvió y se acurrucó Junto a Memo, que tenía los ojos abiertos de par en par; los iris parecían completamente negros y húmedos bajo la luz. Mike se inclinó hacia delante; le tranquilizaron las rápidas exhalaciones y tocó la mejilla de su abuela con la mano que tenía libre.

– ¿Estás bien, Memo?

A veces ella parecía comprender y pestañeaba para contestar: un pestañeo significaba «sí», y dos pestañeos «no». Pero estos días lo más frecuente era que no hubiese respuesta.

Un pestañeo. Sí.

– ¿Había algo aquí?

Un pestañeo.

– ¿Era… real?

Un pestañeo.

Mike respiró hondo. Era como hablar con una momia, salvo por los pestañeos, e incluso éstos parecían irreales bajo la media luna. Habría dado todo lo que tenía o lo que podía ganar en su vida para que Memo pudiese hablarle en aquel momento. Aunque sólo fuese por un minuto.

Carraspeó de pronto, embargado por la emoción.

– ¿Era algo malo?

Un pestañeo.

– ¿Era como… como un fantasma?

Dos pestañeos. No.

Mike la miró a los ojos. Entre las respuestas, no pestañeaba en absoluto. Era como interrogar a un cadáver.

Mike sacudió la cabeza, para librarse de la traidora idea.

– ¿Era… era la Muerte?

Un pestañeo. Sí.

Cuando ella hubo respondido y cerrado los ojos, Mike se inclinó hacia delante para asegurarse de que todavía respiraba, y entonces le tocó de nuevo la mejilla con la palma de la mano.

– Está bien, Memo -le murmuró al oído-. Estoy aquí. Esta noche no volverá. Duerme.

Estuvo acurrucado cerca de ella hasta que la agitada y entrecortada respiración pareció normalizarse. Después fue en busca del sillón del abuelo y lo arrastró hasta cerca de la cama -aunque la mecedora habría sido más fácil de transportar, él prefería el sillón del abuelo- y se sentó en él, con el bate de béisbol todavía sobre el hombro, y el sillón y él entre Memo y la ventana.

Aquella noche, más temprano y a una manzana y media al oeste de la casa de Mike, Lawrence y Dale se preparaban para irse a la cama.

Habían estado viendo Sea Hunt con Lloyd Bridges a las nueve y media -su única excepción a la norma de acostarse a las nueve-, y habían subido a la planta superior. Dale fue el primero en entrar en la oscura habitación y en buscar a tientas el cordón de la luz. Aunque eran las diez, un débil resplandor del crepúsculo de cerca del solsticio penetraba aún por las ventanas.

Tumbados en sus camas gemelas, con una separación de sólo un par de palmos, Dale y su hermano pequeño se pusieron a hablar en voz baja durante unos momentos.

– ¿Cómo es que no te asusta la oscuridad? -preguntó Lawrence.

Estaba abrazado a su oso panda. El oso, al que Lawrence insistía en llamar Teddy a pesar de que Dale no paraba de decirle que era un panda y no un oso teddy o de felpa, había sido ganado hacía años en la atracción de la carrera de monos del Riverview Park de Chicago, y tenía un aspecto fatal: era tuerto, casi no le quedaba nada de la oreja izquierda, la piel de la panza se había desgastado en seis años de apretones, y la raya negra de la boca se había torcido para dar a Teddy un aire burlón y afectado.


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