– ¿Asustarme la oscuridad? -dijo Dale-. Aquí no hay oscuridad. La lamparilla de noche está encendida.

– Ya sabes lo que quiero decir.

Dale sabía lo que su hermano quería decir. Y sabía lo duro que era para Lawrence confesar su miedo. Durante el día, el niño de ocho años no tenía miedo a nada. De noche solía pedir a Dale que le cogiese la mano para poder dormir.

– No lo sé -dijo Dale-. Soy mayor. Cuando se es mayor no se tiene miedo a la oscuridad.

Lawrence guardó silencio durante un minuto. Abajo, las pisadas de su madre apenas eran audibles al ir de la cocina al comedor. Dejaron de oírse al llegar a la alfombra del cuarto de estar. El padre no había vuelto aún de su viaje de ventas.

– Pero tú tenías miedo -dijo Lawrence, sólo preguntando a media voz.

«No era tan gallina como tú», fue la primera respuesta que se le ocurrió, pero no quiso molestar a su hermano.

– Sí -murmuró-. Un poco. A veces.

– ¿De la oscuridad?

– Sí.

– ¿De entrar y tener que buscar el cordón de la lámpara?

– Cuando yo era pequeño y estaba en el piso de Chicago, mi habitación, bueno, nuestra habitación, no tenía un cordón para la lámpara. Había un interruptor en la pared.

Lawrence acercó la mejilla a Teddy.

– Ojalá aún viviésemos allí.

– No -murmuró Dale, cruzando las manos detrás de la cabeza y observando cómo se movían las sombras de las hojas en el techo-. Esta casa es un millón de veces mejor. Y Elm Haven es mucho más divertido que Chicago. Teníamos que ir al Garfield Park cuando queríamos jugar, y nos tenía que acompañar alguna persona mayor.

– Me parece recordarlo -murmuró Lawrence, que sólo tenía cuatro años cuando se trasladaron. El tono de su voz volvió a ser insistente-. Pero ¿tenías miedo a la oscuridad?

– SI.

En realidad, Dale no recordaba haber tenido miedo a la oscuridad en el piso, pero no quería que Lawrence se sintiese como un cobarde.

– 'Y del armario?

– Entonces teníamos un armario muy grande -dijo Dale, mirando hacia el rincón donde había uno de madera de pino pintado de amarillo.

– Pero ¿te daba miedo?

– No lo sé. No me acuerdo. ¿Por qué tienes miedo a éste?

Lawrence tardó en responder. Pareció encogerse más bajo la ropa de la cama.

– A veces se oyen ruidos en él -murmuró después de un rato.

– En esta vieja casa hay ratones, tonto. Ya sabes que mamá y papá siempre están poniendo ratoneras.

Dale aborrecía tener que inspeccionar las ratoneras. Por la noche oía con frecuencia carreras en las paredes, incluso aquí, en la segunda planta.

– No son ratones.

No había vacilación en la voz de Lawrence, aunque parecía soñoliento.

– ¿Cómo lo sabes? -A su pesar, Dale sintió un escalofrío por lo que acababa de decir su hermano-. ¿Cómo sabes que no son los ratones? ¿Qué te imaginas que es? ¿Algún monstruo?

– No son ratones -murmuró Lawrence, a punto de dormirse-. Es lo mismo que está a veces debajo de la cama.

– No hay nada debajo de la cama -gruñó Dale, cansado de la conversación-. Excepto pelusa.

En vez de seguir hablando, Lawrence extendió la mano en el corto espacio entre las camas.

– ¡Por favor!

Su voz era confusa por el sueño. La manga sólo le cubría la mitad del antebrazo porque se le había quedado demasiado pequeño su pijama predilecto, pero se negaba a llevar otro.

A veces Dale se negaba a sostener la mano de su hermano; después de todo, los dos eran demasiado mayores para esto. Pero esta noche era diferente. Dale se dio cuenta de que también él necesitaba tranquilizarse.

– Buenas noches -murmuró, sin esperar respuesta-. Que tengas bellos sueños.

– Me alegro de que esto no te asuste -le respondió Lawrence.

Su voz parecía venir de otro mundo, filtrada por el velo del sueño.

Dale sostuvo con la mano izquierda la de Lawrence, sintiendo lo pequeños que parecían todavía los dedos de su hermano. Cuando cerró los ojos, vio el cañón del 22 de C. J. Congden apuntándole a la cara y se despertó enseguida, con el corazón palpitante.

Dale sabía que aún había cosas oscuras que le asustaban. Pero éstos eran miedos reales, amenazas reales. Durante las próximas semanas tendría que tener más cuidado en mantenerse alejado de C. J. y de Archie.

En aquel momento se dio cuenta de que el juego a que habían estado jugando al buscar a Tubby Cooke y seguir a Roon y a los otros por ahí había terminado. Era una tontería y alguien podría salir malparado.

No había misterios en Elm Haven, nada de aventuras de Nancy Drew o Joe Hardy, con pasadizos secretos y pruebas ingeniosas, sino sólo un puñado de cretinos como C. J. y su padre, que podían causar auténtico daño si uno se interponía en su camino. Jim Harlen probablemente se había roto el brazo y el coco por andar espiando estúpidamente por aquellos andurriales. Además aquella tarde había tenido la impresión de que Mike y Kevin también se estaban cansando de todo aquel juego.

Mucho más tarde, Lawrence suspiró y se dio la vuelta en sueños, sujetando todavía a Teddy pero soltando la mano de Dale. Éste se volvió sobre el costado derecho, empezando a adormilarse. Más allá de los postigos de las dos ventanas, susurraban las hojas del alto roble y los grillos cantaban sus tontas tonadas entre la hierba. El último resplandor de la tarde se había extinguido hacía tiempo en la ventana, pero unas cuantas luciérnagas enviaban señales entre la negrura de las sombras.

Al adormecerse, le pareció oír a su madre planchando abajo, en la cocina. Durante un rato no se oyó nada en la habitación, salvo la respiración regular de los dos muchachos. Fuera, una lechuza o una paloma emitió sonidos guturales. Después, más cerca, en el armario del rincón, algo escarbó y arañó, se detuvo, y después rascó por última vez antes de guardar silencio.

13

Duane McBride había convencido a su tío Art de que el miércoles sería un buen día para ir a la biblioteca de la Universidad -Art había gastado en libros la mayor parte de su dinero durante años, pero de vez en cuando todavía le gustaba visitar una «biblioteca decente»- y salieron poco después de las ocho de la mañana.

Lo que tío Art no había gastado en libros lo había invertido en su coche, un Cadillac de un año, y Duane no hacía más que maravillarse de aquel vehículo, que por su tamaño parecía un acorazado. Tenía todos los adelantos tecnológicos conocidos en Detroit, incluido un amortiguador automático de los faros, con un sensor en forma de disparador de rayos que surgía de los guardabarros; parecía un invento del padre de Duane. El tío Art conducía con tres dedos sobre el volante, reclinado su voluminoso cuerpo en los cojines de su asiento.

Duane apreciaba a su tío. Art tenía una de esas caras coloradas y redondas que combinaba a la perfección con una boca que siempre parecía estar a punto de sonreír, dando la impresión de que le divertía algo que se había dicho o que iba a decirse. Generalmente, esto era verdad en el tío Art.

Art McBride era un ironista. Si el padre de Duane había caído en la amargura y el desengaño al no conseguir salir adelante, el tío Art había cultivado una resignación irónica que había impregnado de humor. El padre de Duane tendía a ver conspiraciones e intrigas en el Gobierno, en la Compañía Telefónica, en la Administración de Veteranos, en las familias más eminentes de Elm Haven, mientras el tío Art creía que la mayoría de los individuos y todas las burocracias eran demasiado estúpidos para urdir una conspiración.

Cada hermano había fracasado a su manera. El padre de Duane había visto fracasar su negocio por defectos de planificación, de tiempo y de técnicas de dirección que nunca comprendían la eficacia en toda la energía de maníaco que invertía en ellas. Además, el viejo insultaba invariablemente a todos los individuos u organizaciones indispensables para el éxito de su empresa. En cambio el tío Art sólo se había metido unas pocas veces en negocios, había gastado sus ganancias en tres esposas, todas ellas fallecidas, y tenía el convencimiento de que los negocios no se habían hecho para él. Art trabajaba en la fábrica de tractores oruga próxima a Peoria cuando necesitaba dinero. Aunque se había graduado en ingeniería y en ciencias empresariales, prefería la producción en cadena.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: