Después le imitaron todos, deslizándose entre las altas paredes de maíz.

Dale ni siquiera miró de soslayo al pasar por delante del lugar donde había sido reparada la valla después del intento de atropello de Duane McBride. Todavía se veían las roderas del camión en la cuneta, y el maíz estaba aplastado en una extensión de varios metros más allá de la valla. Pero Dale miraba hacia el oeste, en dirección al lugar donde el sol coronaba la baja línea de árboles de Elm Haven.

Dale estaba cansado, dolorido por una docena de contusiones y por la tensión de los músculos, con los brazos y las piernas arañados, con picor en la piel por los rígidos tejanos, deshidratado hasta el punto de dolerle la cabeza y tener los labios agrietados, y hambriento por no haber comido de verdad desde el desayuno, trece horas antes. Pero se sentía perfectamente.

Parecía como si se hubiese desvanecido toda la impresión de malos sueños y de agobiante oscuridad que había sentido desde el cierre del colegio.

El terror de C. J. y del rifle había dejado de existir. Dale se alegraba de que Mike, él y los demás hubiesen decidido tácitamente olvidar toda aquella cuestión de Tubby y Old Central.

El verano se dejaba sentir con toda su intensidad.

Los seis muchachos agarraron los manillares de las bicis al pasar de la carretera empedrada al más fresco pero todavía blando asfalto del principio de la Primera Avenida. Dale pudo ver los árboles de delante de la casa de Mike en la encrucijada, calle abajo, y la parte de atrás de su casa al otro lado de los amplios maizales y del campo de béisbol del Parque de la ciudad.

McKown y Daysinger saludaron con la mano y se adelantaron pedaleando, afanosos de llegar a dondequiera que fuesen. Dale, Kev, Mike y Lawrence se deslizaron cuesta abajo durante los últimos cincuenta metros, hacia la relativa oscuridad de debajo de los primeros árboles.

Dale se sintió feliz al despedirse de Mike y pedalear fácilmente por Depot Street hacia su casa. Así era como debía ser el verano. Así era.

Dale no había estado nunca tan equivocado.

14

El padre de Duane estuvo sereno durante el resto de la semana. No era exactamente un récord, pero hizo que toda la primera semana de vacaciones de verano fuese mucho más feliz para Duane.

El jueves, nueve de junio y día siguiente al de la excursión a la biblioteca de la Universidad de Bradley, el tío Art había dejado un mensaje por teléfono diciendo que estaba investigando sobre la campana de Duane, que no se preocupase porque encontraría algo sobre ella. Más tarde, por la noche, había hablado directamente por teléfono con Duane y le había dicho que ni el alcalde de Elm Haven, Ross Catton, ni ninguna de las personas con quienes se había puesto en contacto recordaban nada sobre una campana. Incluso había preguntado a la señorita Moon, la bibliotecaria, la cual había preguntado a su madre y le había telefoneado después. La señorita Moon dijo que su madre sólo había sacudido la cabeza, pero que se había mostrado muy inquieta al oír la pregunta. Desde luego, añadió, eran muchas las cosas que entonces la agitaban.

Aquella misma noche el viejo llegó a casa después de ir a la cooperativa; Duane había estado conteniendo el aliento hasta saber si la cooperativa había sido su verdadero destino, pero el viejo llegó sereno, y mientras guardaban la harina y las latas de conservas, dijo:

– Ah, he oído decir a la señora O'Rourke que una de tus compañeras de la escuela fue detenida ayer.

Duane interrumpió lo que estaba haciendo, con una pesada lata de judías en la mano derecha. Con la otra mano se subió las gafas.

– ¿Eh?

El viejo asintió con la cabeza, mordisqueándose los labios y rascándose la mejilla como solía hacer cuando estaba sereno y un poco dolido.

– Una tal Cordie. La señora O'Rourke dijo que iba un curso delante de su hijo Mike. -Miró a Duane-. Así que debe ser de tu curso.

Duane asintió con la cabeza.

– Bueno -siguió diciendo su padre-, no puede decirse que fue exactamente detenida. Barney la sorprendió andando por la población con una escopeta cargada. Se la quitó y llevó a la chica a su casa. Ella no quiso decir lo que estaba haciendo, sólo que tenía algo que ver con su hermano Tubby. -Se rascó la mejilla y pareció sorprendido al darse cuenta de que se había afeitado-. ¿No se llama Tubby el muchacho que se escapó hace un par de semanas?

– Si.

Duane siguió descargando la caja de latas en conserva.

– ¿Tienes alguna idea de por qué estaba su hermana acechando en la ciudad con una escopeta?

Duane hizo una nueva pausa.

– ¿A quién estaba acechando?

El viejo encogió los hombros.

– Nellie O'Rourke dijo que el director…, ¿cómo se llama…?, el señor Roon, llamó a Barney para hacer la denuncia. Le dijo que la niña estaba rondando con una escopeta alrededor del colegio y delante de su apartamento alquilado. ¿Por qué tenía que hacer una chiquilla una cosa así?

Duane asintió con la cabeza. Al darse cuenta de la curiosidad del viejo y de que parecía esperar algún comentario de su hijo, Duane acabó de colocar las latas en los estantes de la alacena, se volvió y dijo:

– Cordie es una buena chica, pero está un poco chiflada.

El viejo se quedó un momento plantado allí, asintió con la cabeza como si aceptase la respuesta, y se dirigió a su taller.

El viernes, a la salida del sol, Duane volvió a pie a Oak Hill para poder estar de vuelta en casa a media mañana. Quería comparar los datos de los libros y los periódicos de allí con las notas que había tomado en Bradley, pero no había nada nuevo. El artículo de The New York Times sobre la fiesta de 1876 en honor a la campana era interesante -una prueba evidente de que la cosa había existido fuera de Elm Haven-, pero no pudo encontrar más referencias. Trató de que la bibliotecaria le diese el número de teléfono de los Ashley-Montague, argumentando que no podía terminar su trabajo escolar sin consultar los libros de la Sociedad Histórica que habían sido legados a la familia; pero la señora Frazier le dijo que no tenía idea de cuál era su número -los teléfonos de las familias ricas no figuraban nunca en el listín, al menos el de los Ashley-Montague, según había podido comprobar Duane-, y después le dio una afectuosa palmada en la cabeza y dijo:

– No es saludable hacer trabajos escolares en verano. Vete por ahí, busca un lugar fresco y ponte a jugar. Sinceramente, creo que tu madre aún debería estar vistiéndote… imagínate, con esta temperatura de treinta y cinco grados que hoy tenemos.

– Sí, señora -le había respondido Duane, ajustándose las gafas y saliendo.

Llegó a casa a tiempo para ayudar al viejo a cargar cuatro cerdos y llevarlos al mercado de Oak Hill. Duane suspiró al pensar que había caminado cuatro horas y visto el mismo paisaje que observaba ahora en diez minutos de viajar en la camioneta. La próxima vez preguntaría lo que pensaba hacer su padre antes de emprender un viaje a pie.

El sábado, el cine gratuito, segundo de aquel verano, ofrecía Hércules, una vieja película que sin duda había retirado el señor Ashley-Montague de uno de los programas del cine al aire libre de Peoria. Duane iba raras veces al cine gratuito por la misma razón de que el viejo y él poseían un aparato de televisión pero nunca lo encendían, pero sobre todo porque encontraba que los libros y los programas de radio eran más agradables a la imaginación que las películas y lo que daban por la tele.

Pero a Duane le gustaban las películas italianas de hombres musculosos. Y había algo en el doblaje que le divertía: las bocas de los actores moviéndose como locas durante dos minutos, y después unas pocas sílabas brotando de la banda sonora. También había leído en alguna parte que un hombre solo, en un estudio romano, hacía todos los efectos de sonido de esas películas -pisadas, choques de espadas, cascos de caballo, erupciones de volcanes, absolutamente todo- y esta idea le encantaba.


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