Pero no era ésta la razón de que entrase a pie en la ciudad el sábado por la noche. Duane quería hablar con el señor Ashley-Montague, y éste era el único lugar donde sabía que podría encontrarlo.

Habría pedido a su padre que le llevase, pero el viejo había empezado a manipular una de sus máquinas de aprender después de la cena, y Duane no quería tentar al Destino sugiriendo un viaje que les obligaría a pasar por delante de la taberna de Carl.

El viejo no levantó la mirada de lo que estaba soldando cuando Duane le dijo adónde iba.

– Está bien -respondió, con el semblante oscurecido por las volutas de humo que brotaban del circuito-, pero no vuelvas a pie de noche.

– De acuerdo -dijo Duane, pero preguntándose cómo pensaba el viejo que iba a volver a casa.

Resultó que no tuvo que andar durante todo el camino. Acababa de pasar por delante de la casa del tío de Dale Stewart, cuando salió una camioneta del camino de entrada, llevando al tío Henry y a la tía Lena.

– ¿Adónde vas, muchacho?

El tío Henry sabía el nombre de Duane, pero llamaba «muchacho» a todos los varones de menos de cuarenta años.

– A la ciudad, señor.

– ¿Al cine gratuito?

– Sí, señor.

– Sube, muchacho.

La tía Lena mantuvo abierta la portezuela de la vieja International mientras subía Duane. Allí se estaba muy estrecho.

– Puedo ir en la parte de atrás -ofreció Duane, dándose cuenta de que ocupaba la mitad del tapizado asiento.

– Tonterías -dijo el tío Henry-. Así el ambiente es más acogedor. ¡Sujétate bien!

La camioneta empezó a rodar por las montañas rusas de la primera colina, traqueteando en la oscuridad y trepando hacia la cima de la colina del cementerio del Calvario.

– Circula por la derecha, Henry -dijo tía Lena.

Duane se imaginó que la anciana decía esto cada vez que pasaban por aquí, o sea cada vez que iban a la ciudad o a casi cualquier otra parte, ¿y cuántas veces habría sido en más de sesenta años? ¿Quizás un millón?

El tío Henry asintió cortésmente con la cabeza y se mantuvo exactamente donde estaba, en el centro de la carretera. No iba a ceder las rodadas a nadie. Aquí arriba había más luz, aunque hacía veinte minutos que se había puesto el sol. La camioneta traqueteó más fuerte en las roderas, parecidas a los surcos de una tabla de lavar, cerca de la cima, y entonces se adentró en la oscuridad de debajo de los árboles próximos al Arroyo de los Cadáveres. Las luciérnagas brillaban en la negrura del bosque a ambos lados. Las hierbas que crecían a lo largo de la orilla se habían cubierto de polvo durante el día y tenían el aspecto de haber sufrido alguna mutación albina. Duane se alegró de que alguien se hubiese ofrecido a llevarle.

Mientras circulaban en dirección a la torre del agua, Duane miró de reojo a Henry y a Lena Nyquist. Tenían unos setenta y cinco años. Duane sabía que en realidad eran tíos abuelos de Dale por parte de la madre de éste, pero en Creve Coeur County todos les llamaban tío Henry y tía Lena. Resultaban una pareja atractiva, al librarse como buenos escandinavos de los peores efectos devastadores de la vejez. Tía Lena tenía los cabellos blancos, pero espesos y largos, y su cara de mejillas sonrosadas conservaban cierta firmeza a pesar de las arrugas. Sus ojos eran muy brillantes. Tío Henry había perdido parte del pelo pero todavía le colgaba un mechón sobre la frente que le daba un aire de muchacho travieso a punto de ser detenido por la policía. Duane sabía por su padre que el tío Henry era un caballero a la antigua usanza, que sin embargo le gustaba contar chistes verdes mientras tomaba una cerveza.

– ¿No es ahí donde estuvieron a punto de atropellarte? -preguntó tío Henry, señalando hacia un lugar del campo donde aún eran visibles las señales.

– Sí, señor -dijo Duane.

– Mantén las dos manos sobre el volante, Henry -dijo con firmeza tía Lena.

– ¿Pillaron al tipo que lo hizo?

Duane respiró hondo.

– No, señor.

El tío Henry resopló.

– Apostaría cinco contra uno a que fue aquel maldito Karl van Syke. El hijo de… -El viejo captó la mirada admonitoria de su esposa-. El hijo de mala madre nunca valió para nada, y mucho menos para guardián de colegio y cuidador del cementerio. Bueno, nosotros podemos verlo durante todo el invierno y gran parte de la primavera, y ese… ese Van Syke nunca está allí. El lugar se llenaría de hierbajos y sería una porquería si no fuera por los que vienen de San Malaquías a ayudar todos los meses.

Duane asintió con la cabeza, pero prefirió no decir nada.

– Cállate, Henry -dijo suavemente tía Lena-. Al joven Duane no le gusta que hables mal del señor Van Syke. -Se volvió a Duane y le tocó la mejilla con una mano tosca y arrugada-. Sentimos mucho lo de tu perro, Duane. Recuerdo que ayudé a tu padre a elegirlo entre la camada del perro de Vira Whittakér antes de que tú nacieses. El cachorro fue un regalo para tu madre.

Duane asintió nuevamente y desvió la mirada hacia el campo municipal de béisbol a su derecha, observándolo fijamente, como si nunca lo hubiese visto con anterioridad.

Main Street estaba llena de gente. Los coches se situaban ya en diagonal en la zona de aparcamiento, y las familias se dirigían al Bandstand Park con sus cestas y mantas. Había algunos hombres sentados en el alto bordillo de delante de la taberna de Carl, sosteniendo botellas de Pabst en sus manos enrojecidas y hablando a gritos. Tío Henry tuvo que aparcar cerca de la cooperativa debido a la muchedumbre. El viejo gruñó, diciendo que aborrecía sentarse en las sillas plegables que habían traído; prefería quedarse en la camioneta e imaginarse que era uno de esos cines donde se veían las películas desde el coche.

Duane les dio las gracias y se dirigió apresuradamente al parque. Ya era demasiado tarde para poder estar mucho tiempo a solas con el señor Ashley-Montague antes de que empezase la película; pero quería hablar con el aunque sólo fuera un minuto.

Dale y Lawrence no habían proyectado ir al cine gratuito, pero su padre estaba en casa -se había tomado el sábado libre, lo cual era una rareza-, Gunsmoke y todos los programas de la noche eran reposiciones, y el matrimonio quería ir al cine. Cogieron una manta y una bolsa grande de palomitas de maíz y caminaron hacia el centro de la ciudad bajo la suave luz del crepúsculo. Dale observó que unos cuantos murciélagos volaban sobre los árboles; pero no eran más que murciélagos. El miedo de la semana anterior parecía un sueño malo y lejano.

Había más gente que de costumbre en el espectáculo. Las zonas herbosas, al este del quiosco de música y delante de la pantalla, estaban casi llenas de mantas, por lo que Lawrence se adelantó corriendo para buscar un sitio cerca de un viejo roble. Dale buscó con la mirada a Mike pero recordó que esta noche cuidaba de su abuela, como hacía la mayoría de los sábados. Kevin y su familia nunca venían al cine gratuito: tenían un televisor en color, uno de los dos únicos que había en la población. La familia de Chuck Sperling tenía el otro.

Al hacerse el silencio, después de anochecer del todo y antes de empezar la primera película de dibujos animados, Dale vio a Duane McBride que subía la escalera del quiosco de música. Murmuró algo a sus padres y corrió a través del parque, saltando sobre piernas extendidas y una pareja de adolescentes tendidos sobre su manta. Subió al escalón superior del quiosco de música, que estaba generalmente reservado al señor Ashley-Montague y al operador que trajese consigo, para saludar a Duane; pero vio que el grandullón estaba hablando con el millonario Junto al proyector. Dale se apoyó en la barandilla, no dijo nada y escuchó.

– … y de qué te serviría este libro, si existiese? -decía el señor Ashley-Montague.

Junto a él, un joven con corbata de lazo había acabado de conectar los altavoces y estaba colocando la bobina de la corta película de dibujos animados. Duane abultaba mucho al lado del benefactor de la población.


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