– ¿Qué pasa, Memo? -murmuró Mike, acercándose más a ella y limpiándole el mentón con la servilleta.

Miró por encima del hombro, casi esperando ver una sombra oscura en la ventana. Pero sólo había oscuridad entre las cortinas, y después el súbito resplandor de un relámpago que iluminó las hojas del tilo y los campos del otro lado de la calle.

– Todo está bien -dijo Mike a media voz, ofreciendo otra cucharada de puré de zanahoria a su abuela.

Evidentemente, no todo estaba bien. El pestañeo de Memo se hizo más agitado y los músculos de su garganta trabajaron tan rápidamente que Mike temió que iba a regurgitar la comida de la tarde. Se acercó más a ella, para asegurarse de que no se ahogaba; pero pareció que respiraba bien. El pestañeo se hizo frenético. Mike se preguntó Si iba a tener otro ataque, si esta vez se moriría. Pero no llamó a sus padres. La quietud exterior que precedía a la tormenta había dominado de algún modo sus movimientos y emociones, sujetándole a su silla al inclinarse hacia Memo con la cuchara extendida.

El pestañeo cesó y Memo abrió mucho los ojos. En el mismo instante, algo rascó las tablas del suelo de la vieja casa -Mike sabía que allí no había nada salvo un pequeño hueco- y el ruido sonó debajo del suelo de la cocina, en la esquina sudoeste de la casa; después cambió de sitio, pasando, más rápidamente de lo que podían correr un perro o un gato, de la cocina a un rincón del cuarto de estar y un trozo del pasillo, y debajo del suelo del salón -la habitación de Memo-, de los pies de Mike y de la maciza cama de cobre amarillo donde yacía la anciana.

Mike miró debajo de su brazo todavía extendido, entre sus zapatos sobre la raída alfombra. El ruido era tan fuerte como si alguien se hubiese deslizado debajo de la casa en una carretilla, con un cuchillo largo o una barra de metal, y arañase todos los clavos y abrazaderas de debajo de las viejas tablas. El ruido se convirtió en un repiqueteo, como si la hoja del cuchillo se utilizase para romper las tablas entre las bambas de Mike.

Miró hacia abajo, boquiabierto, esperando que aquello se abriese paso entre las tablas del suelo. Se imaginó que aparecían unos dedos como cuchillos y que le agarraban una pierna. Le bastó una mirada para ver que Memo había cerrado los ojos tan fuerte como podía. De pronto, inmediatamente, cesó el ruido y Mike recobró la voz.

– ¡Mamá! ¡Papá! ¡Peg!

Estaba gritando, pero no chillando del todo. La mano que sostenía la cuchara continuaba extendida, pero ahora temblaba.

Su padre vino del cuarto de baño, que estaba al otro lado del pasillo, con los tirantes colgando y la abultada panza y los calzoncillos sobresaliendo de la pretina del pantalón. Su madre acudió desde su habitación, ciñéndose la vieja bata. Unas pisadas en la escalera anunciaron no a Peg sino a Mary, que se apoyó en la jamba de la puerta para mirar dentro del salón.

Todos le acribillaron a preguntas.

– ¿A qué vienen esos gritos? -repitió su padre, cuando se hizo una pausa.

Mike les miró sucesivamente.

– ¿No lo habéis oído?

– Oído, ¿qué? -preguntó su madre, con una voz que era siempre más áspera de lo que ella pretendía.

Mike miró la alfombra entre sus zapatos. Sentía que había algo allá abajo. Esperando. Miró de nuevo a Memo, que continuaba con el cuerpo rígido y los ojos cerrados con fuerza.

– Un ruido -dijo Mike, dándose cuenta de lo débil que sonaba su voz-. Un ruido terrible debajo de la casa

Su padre sacudió la cabeza y se enjugó las mejillas con una toalla.

– Yo no he oído nada en el cuarto de baño. Seguramente habrá sido uno de esos mal… -Miró a su mujer, que había fruncido el ceño-. Uno de esos dichosos gatos. O tal vez otra mofeta. Voy a coger una linterna y una escoba y lo voy a echar de aquí, sea lo que sea.

– ¡No! -gritó Mike, mucho más fuerte de lo que pretendía. Mary hizo una mueca y sus padres le miraron, intrigados-. Quiero decir que va a llover -dijo-. Esperemos hasta mañana, cuando haya luz. Me meteré ahí y echaré a esa bestia.

– Ten cuidado con las arañas viudas negras -dijo Mary, estremeciéndose y subiendo de nuevo la escalera.

Mike pudo oír una música de rock and roll en su radio.

Su padre volvió al cuarto de baño. La madre entró, acarició la cabeza de Memo, le tocó la mejilla y dijo:

– Parece que mamá se ha dormido. Esperaré aquí y le daré la comida cuando se despierte, si quieres subir a acostarte.

Mike tragó saliva y bajó el brazo tembloroso, apoyándolo sobre una rodilla que tampoco se mantenía demasiado firme. Podía sentir que había algo allá abajo, separado sólo por dos centímetros de madera y una alfombra de cuarenta años. Podía sentirlo ahí, en la oscuridad, esperando a que él se marchase.

– No -dijo a su madre-. Me quedaré hasta que acabemos.

Le dirigió una sonrisa. Ella le tocó la cabeza y volvió a su habitación.

Mike esperó. Al cabo de un momento, Memo abrió los ojos. Fuera, los relámpagos de calor centellearon sin ruido.

16

No llovió el domingo por la noche, ni el lunes; pero el día era húmedo y gris. El padre de Duane había partido el miércoles para la incineración de tío Art en Peoria, y tenía que cuidar de algunos detalles, notificarlo a varias personas. Al menos tres (un viejo compañero del Ejército, un primo con quien el tío Art había estado en buena relación y una ex esposa) se habían empeñado en asistir, por lo que a fin de cuentas se celebrarían unas breves exequias. El viejo hizo que fuese a las tres de la tarde, en la única empresa de pompas fúnebres de Peoria donde se realizaban incineraciones.

El viejo había intentado hablar por teléfono con J. P. Congden el lunes, pero el hombre nunca estaba en casa. Duane se hallaba en la puerta de la suya y oyó aquella tarde la conversación, cuando vino el policía Barney con una denuncia.

– Bueno, Darren -había dicho Barney al viejo-. J. P. va diciendo a todo el mundo que mataste a su perro.

El viejo había enseñado los dientes.

– El maldito perro atacó a mi hijo. Era un doberman grande y estúpido, con cerebro microscópico, aproximadamente como el del gilipollas de Congden.

Barney revolvió el sombrero entre las manos y pasó los dedos por la suave cinta.

– J. P. dice que el perro estaba dentro de su casa. Que encontró su cuerpo en la casa Que alguien entró en ésta y lo mató.

El viejo escupió al suelo.

– ¡Eso es tan falso como la mayoría de las multas que pone Congden! El perro estaba dentro cuando llamamos. Mi chico y yo fuimos al cobertizo de atrás después de mirar el Cadillac de Art, que por cierto no debería estar allí, como sabes muy bien. Es ilegal que un tercero compre un vehículo que ha sufrido un accidente, antes de que éste haya sido completamente investigado. En todo caso, el perro saltó contra Duane después de que entrásemos en el patio de atrás, lo cual quiere decir que el cabrón de Congden lo soltó, sabiendo que nos atacaría.

Barney miró al viejo a los ojos.

– No tienes ninguna prueba de ello, ¿verdad?

El viejo se echó a reír.

– ¿Por qué te ha enviado él? ¿Tiene Congden alguna prueba de que fui yo quien mató a aquel doberman?

– Dijo que te vieron los vecinos.

– ¡Tonterías! La señora Dumont es su vecina más próxima y está ciega. La única persona de aquella manzana que me conoce es Miz Jensen, y está en Oak Hill con su hijo Jimmy. Además, yo tenía derecho a entrar en su propiedad. Congden confiscó ilegalmente el coche de mi hermano y arrancó las portezuelas, para que no se pudiese investigar la verdadera naturaleza del accidente.

Barney se caló el sombrero y tiró del ala.

– ¿De qué estás hablando, Darren?

– Estoy hablando de dos portezuelas que faltan en el lado del conductor del Cadillac y que contienen pruebas de cómo ocurrió el accidente. Pintura roja. Pintura roja, como la del camión que trató de atropellar a mi hijo hace ya una semana.


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