– Estoy segura de que han venido, querido, pero yo he estado bueno, muy ocupada, teniendo que pasar tanto tiempo en el hospital y cuidar de… otras cosas.

Harlen trató de volverse sobre el costado derecho; la escayola era una engorrosa protuberancia en el lado izquierdo, doblada en el codo pero pesada y rígida. El chico sintió que la codeína empezaba a surtir efecto. Tal vez podría engatusar a su madre para que le dejase todo el frasco y él mismo pudiese cuidar de su dolor. A los médicos no les importaba que uno sufriese; no les afectaba que uno se despertase por la noche asustado y sintiéndose tan mal que le entraran deseos de orinarse encima. Incluso a las buenas enfermeras que olían tan bien les importaba un bledo; venían cuando uno las llamaba, pero se alejaban haciendo chirriar los zapatos por el pasillo embaldosado cuando salían de servicio y se iban a casa a acostarse con algún fulano.

Su madre le besó. Olía a la misma colonia del papanatas. volvió la cara hacia el otro lado antes de que aquel olor y el del humo de sus cigarrillos le mareasen.

– Ahora duerme bien, querido.

Le arrebujó como cuando era pequeño, pero la escayola no se adaptaba bien a las sábanas y tuvo que envolverla con éstas, como si se tratara de un árbol de Navidad. Harlen flotaba en el súbito alivio del dolor, en esa insensibilidad que hacía que se sintiese más vivo que en toda la semana.

Todavía no era de noche. A Harlen le gustaba quedarse dormido cuando era de día…, era la maldita oscuridad lo que aborrecía. Podría dormir un rato antes de que se despertase para su mudo servicio de centinela. Tratando de estar alerta, para el caso de que viniese aquello.

Para el caso de que viniese, ¿eh?

El medicamento parecía liberar su mente, como si las barreras de lo que había ocurrido, de lo que había visto, estuviesen a punto de derrumbarse; como si las cortinas estuviesen a punto de descorrerse.

Harlen trató de darse la vuelta, tropezó con la escayola y gimió nerviosamente, sintiendo el dolor como algo separado de él, como un perro pequeño pero insistente que le tirase de la manga. No dejaría que se derrumbasen las barreras, que se abrieran las cortinas. No quería que volviese aquello que le despertaba cada noche, sudoroso y con el corazón palpitándole.

Que se fueran a la porra O'Rourke, Stewart, Daysinger y los demás. Que se fueran todos a la porra. No eran verdaderos amigos. ¿Quién los necesitaba? Harlen odiaba todo el maldito pueblo, con sus gordos y malditos vecinos y sus malditos y estúpidos muchachos. y el colegio.

Jim Harlen se sumió en un sopor agitado. La sulfurosa luz amarilla se volvió roja sobre el papel de la pared, antes de desvanecerse en la oscuridad y mientras se oía acercarse la tormenta.

Una hora antes del anochecer, a varias manzanas al este de Depot Street, Dale y Lawrence estaban sentados en la baranda del porche observando los relámpagos de calor que iluminaban el oscuro cielo. Sus padres descansaban en los sillones de mimbre del porche. Cada vez que brillaba un relámpago silencioso, Old Central se dejaba ver a través de la cortina de olmos al otro lado de la calle, con sus paredes de piedra y de ladrillos pintadas de un azul eléctrico por el resplandor. El aire estaba inmóvil porque no había llegado aún el viento que precedía a la tormenta.

– No parece que se esté preparando un tornado -dijo el padre de Dale.

Su madre bebió un poco de limonada y permaneció en silencio. El aire se iba haciendo cada vez más pesado a medida que se acercaba la tormenta. La mujer se estremecía ligeramente cada vez que los silenciosos relámpagos iluminaban el colegio, el patio de recreo y la Segunda Avenida, que se extendía hacia el sur en dirección a la Hard Road. Dale estaba fascinado por las súbitas explosiones de luz y por el extraño color que impartía a la hierba, las casas, los árboles y el asfalto de las calles. Era como si estuviesen viendo una película en blanco y negro en la tele, y de pronto apareciese en color, al menos con intermitencias.

Los relámpagos recorrían los horizontes oriental y meridional, centelleando sobre las copas de los árboles como una intensa aurora boreal. Dale recordó relatos de su tío Henry sobre los bombardeos de artillería en la Primera Guerra Mundial. El padre de Dale había servido en Europa durante la guerra más reciente, pero nunca hablaba de ello.

– Mira -dijo Lawrence en voz baja, señalando hacia el patio de recreo del colegio.

Dale se inclinó hacia delante para seguir la dirección que indicaba su hermano con el brazo. Cuando resplandeció otro relámpago, vio el surco a través del patio de recreo. Se habían visto algunos de estos surcos después de terminado el curso, como si alguien estuviese instalando tuberías. Pero ni Dale ni nadie de su familia habían visto trabajar a hombres allí durante el día. ¿Y por qué instalaban tuberías en un colegio que cualquier día sería derribado?

– Vamos -murmuró Dale, y él y su hermano saltaron de la baranda a los escalones de tierra, y de los escalones al jardín de delante

– ¡No vayáis lejos! -gritó su madre-. Va a llover.

– No nos alejaremos -dijo Dale por encima del hombro.

Cruzaron trotando Depot Street, saltando sobre las bajas y herbosas cunetas que sustituían a los desagües en caso de tormenta, y corrieron debajo de las ramas extendidas del gigantesco olmo centinela del otro lado de la calle

Dale miró a su alrededor y se dio cuenta por primera vez de la sólida barrera que constituían los olmos gigantescos. Caminar entre ellos para pasar al patio de recreo era como cruzar la muralla de una fortaleza para entrar en el patio de un castillo.

Y Old Central parecía un castillo encantado aquella noche. La luz de los relámpagos era reflejada por las ventanas no entabladas de las buhardillas. La piedra y los ladrillos parecían extrañamente verdosos bajo aquella luz. El arco de la entrada cubría solamente oscuridad.

– Mira -dijo Lawrence.

Se había detenido a menos de dos metros del surco parecido a una topera que cruzaba el campo de juego. Era como si alguien hubiese tendido una tubería desde el colegio -Dale pudo ver que el abultado surco llegaba hasta los ladrillos próximos a una ventana del sótano- hacia la segunda base y en dirección al montículo del pitcher. Pero se había detenido a mitad de camino en el campo de béisbol.

Dale se volvió y miró en la dirección que tomaría aquel surco si seguía extendiéndose. Era la del porche principal de su casa, a treinta metros de distancia.

Lawrence lanzó un grito y saltó atrás. Dale giró sobre sus talones.

Al iluminarse brevemente el cielo, Dale observó que el suelo se abultaba, que se elevaban terrones con hierba y que la larga línea de aquel abultamiento se extendía otros seis palmos y se detenía a menos de un metro de sus zapatos.

Mike O'Rourke estaba dando de comer a Memo, mientras brillaban los relámpagos detrás de la cortina. Dar de comer a la anciana no era agradable: su garganta y su aparato digestivo funcionaban hasta cierto punto; en otro caso no habrían podido cuidar de ella en casa y habrían tenido que llevarla a una clínica de Oak Hill. Pero sólo podía comer alimentos para niños, y tenían que abrirle Y cerrarle la boca antes y después de cada bocado. Parecía engullir a la fuerza para no ahogarse. Invariablemente, buena parte de la comida terminaba en la barbilla de la abuela y en la ancha servilleta que le ataban al cuello.

Pero Mike seguía con paciencia la operación, hablándole de pequeñas cosas, como las noticias del periódico del domingo, la lluvia inminente y las hazañas de sus hermanas, durante los largos intervalos entre las cucharadas.

De pronto, entre dos bocados, Memo abrió mucho los ojos y empezó a pestañear rápidamente, tratando de comunicar algo. Mike lamentaba a menudo que ella y la familia no hubiesen aprendido el alfabeto Morse antes del ataque; pero ¿cómo habían de pensar entonces que lo necesitaría? Ahora que pestañeaba la anciana, habría sido muy oportuno detenerse, pestañear y detenerse de nuevo a intervalos.


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