Duane abrió el volumen y lo miró más de cerca, debajo de la lámpara, ajustándose las gafas. No estaba escrito en inglés sino más bien en algún híbrido lenguaje hindi o arábigo, una sólida muralla de garabatos, lazos, arabescos y florituras. No había palabras separadas; las líneas eran una maraña inseparable e indescifrable de símbolos desconocidos. Pero encima de cada columna había números, y éstos no estaban escritos en clave. Duane miró la cabecera de la página que tenía delante y leyó: 19, 3, 57.

Duane recordó que el tío Art había dicho a menudo que en Europa y en la mayor parte del mundo solían escribir la fecha poniendo primero el día, después el mes y después el año, lo cual era más lógico que el sistema americano. «De lo menos a lo más», había dicho a su sobrino cuando éste tenía seis años. «Es mucho más lógico de esta manera.» Duane se había mostrado siempre de acuerdo. Ahora estaba mirando la hoja del diario de su tío correspondiente al 19 de marzo de 1957.

Volvió a colocar el libro en su sitio y cogió el que estaba más a la izquierda. El más fácil de alcanzar. La primera página escrita llevaba la fecha del 1, 1, 60. La última, sin terminar, la de 11, 6, 60. El tío Art no había escrito en su diario el domingo por la mañana, pero sí el sábado por la noche.

– ¿Estás ya? -El viejo estaba plantado en el umbral, sosteniendo un traje todavía en la bolsa de celofán de la lavandería, y la vieja bolsa de gimnasia del tío Art en la otra mano. Entró en el círculo de luz junto a la mesa y señaló con la cabeza el libro que Duane había cerrado instintivamente-. ¿Es eso lo que Art iba a traerte?

Duane sólo vaciló un segundo.

– Creo que sí.

– Entonces, cógelo.

El viejo pasó a través de la cocina. Duane apagó la luz, pensó en los otros dieciocho años de pensamientos personales que contenían aquellos volúmenes y se preguntó si no estaría obrando mal. Evidentemente, los diarios estaban escritos en una especie de clave personal. Pero Duane era experto en descifrar claves; si descifraba ésta, leería cosas que el tío Art no había querido que él, ni nadie, las viese.

«Pero quería que yo supiese lo que había descubierto. Parecía excitado por ello. Serio, pero excitado. Y tal vez un poco asustado.»

Duane respiró hondo y cogió el pesado libro, sintiendo ahora la presencia de su tío a su alrededor, en el olor del tabaco, de la familiar humedad de los cientos y cientos de libros, del cuero de las encuadernaciones, e incluso en el ligero y agradable olor del sudor de su tío: el olor limpio del sudor de un trabajador.

Ahora la habitación estaba muy oscura. La impresión de la presencia del tío Art era un poco inquietante, como si su fantasma estuviese plantado allí, detrás de Duane, incitándole a sentarse aquí y ahora, a encender la luz y leer aquello, con su espíritu inclinado sobre él. Duane casi esperó sentir el contacto de una mano helada en su cogote.

Caminando, sin apresurarse, cruzó la cocina para ir a reunirse con su padre en la camioneta.

Dale y Lawrence habían estado jugando al béisbol todo el día, a pesar de las nubes amenazadoras y de la agobiante humedad, y a la hora de cenar estaban cubiertos de polvo que en algunos lugares donde había corrido el sudor se había transformado en barro. Su madre los vio llegar desde la ventana de la cocina, e hizo que se quedasen en la escalera de atrás y en calzoncillos antes de dejarles entrar. Dale se encargó de llevar la ropa a la habitación de atrás del sótano, donde estaba la lavadora.

Dale aborrecía el sótano. Era la única parte de aquella casa grande y vieja que le ponía nervioso. En verano esto no tenía importancia ya que casi nunca tenía que bajar allí, pero en invierno tenía que hacerlo cada noche, después de cenar, para echar carbón en el horno.

Los escalones para bajar al sótano tenían al menos tres palmos de altura, como si hubieran sido hechos para alguien de zancadas sobrehumanas. La gran escalera de hormigón torcía hacia la izquierda, para descender entre la pared exterior y la de la cocina, dando la impresión de que el sótano estaba mucho más abajo de lo que debía estar. «Escalera de mazmorra», decía Lawrence.

La bombilla desnuda en lo alto de la escalera casi no proyectaba luz allá abajo, donde el pasillo se dirigía hacia el horno. Había luz más allá del horno, pero había que encenderla tirando de un cordón colgante, lo mismo que la de la carbonera. Dale miró a la derecha, hacia la puerta de la carbonera, al pasar por delante de ella. En realidad no era una puerta, sino una abertura de seis palmos en la pared, hasta el nivel superior de la carbonera. Esta tenía una altura de sólo un metro y medio, y Dale sabía que a su padre le costaba mucho agacharse allí para sacar a paladas el carbón. El tragante del horno, que ahora estaba cerrado, formaba un ángulo desde el pasillo a la carbonera, de modo que había que arrojar el carbón hacia abajo para introducirlo en aquella boca ávida. Más allá del tragante estaba el viejo horno propiamente dicho, una enorme y tosca estructura de metal, con tentáculos de tuberías saliendo en todas direcciones, que parecía llenar el pasillo.

Lo que Dale aborrecía más de la carbonera, en las noches de invierno en que tenía que sacar de ella paladas de carbón, no era el trabajo, aunque tenía callos en las manos durante todo el invierno, ni el sabor del polvo de carbón que permanecía en su boca incluso después de lavarse los dientes; lo que realmente aborrecía era el hueco en el fondo de la carbonera.

Allí la pared se alzaba a unos noventa centímetros del suelo y terminaba justo a tres palmos debajo del techo, revelando un suelo de madera y de piedra, tuberías de agua y algunas telarañas. Dale sabía que aquel espacio pasaba por debajo de buena parte de la habitación que empleaba su padre como despacho, cuando estaba en casa, y también debajo del porche grande de la entrada. Cuando sacaba el carbón con la pala, oía correr ratones y ratas más grandes por allí, y una noche se había vuelto rápidamente y había visto unos ojillos rojos que lo estaban mirando.

A menudo sus padres le encomiaban por lo bien que llenaba el horno y lo deprisa que trabajaba. Para Dale, aquellos veinte minutos de cada noche de invierno eran la parte peor del día, y estaba dispuesto a trabajar desaforadamente con tal de llenar el maldito horno y salir de allí. Le gustaba más cuando acababa de ser llenada la carbonera y podía permanecer cerca del horno para echar las paladas. A finales de mes, cuando el carbón quedaba reducido a un pequeño montón en el rincón más lejano, tenía que cruzar la carbonera, levantar la carga, llevarla tres metros a través de la habitación y arrojarla, dando la espalda al hueco.

No tener que arrojar el carbón era una de las razones de que a Dale le gustase el verano. Ahora le bastó una mirada para saber que no había más que un pequeño montón de negra antracita en el último rincón. La luz de lo alto de la escalera iluminaba débilmente la carbonera; el hueco en el fondo estaba envuelto en una oscuridad total.

Dale encontró el primer cordón de la luz, pestañeó ante el súbito resplandor, pasó alrededor del horno para entrar en la segunda habitación, utilizada sólo para contener aquél; cruzó la tercera habitación, donde su padre tenía un banco de trabajo con algunos utensilios, y torció de nuevo hacia la derecha para entrar en la última habitación, donde su madre tenía la lavadora y la secadora.

Su padre había dicho que había costado un horror bajar allí aquellas máquinas y que si un día se trasladaban, la lavadora y la secadora se quedarían donde estaban. Dale lo creía: recordaba a su padre, a los mozos de Sears, al señor Somerset y a otros dos vecinos luchando con aquellas máquinas durante más de una hora. Esta habitación de atrás no tenía ventanas -ninguna de las del sótano las tenía- y el cordón de la luz pendía en el centro. Cerca de la pared del sur, un pozo circular de noventa centímetros de diámetro parecía hundirse en la oscuridad. Era el sumidero que absorbía el agua de un sótano demasiado bajo para el nivel hidrostático local. Pero el sótano se había inundado cuatro veces en los cuatro años y medio que llevaban viviendo aquí, y en una ocasión Dale había tenido que pasar por aquí, con tres palmos de agua, para arreglar la bomba.


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