La Estela Reveladora, fundida ahora en su disfraz de campana, había sido parcialmente activada por el sacrificio de la nieta del primer papa Borgia. Pero según el Libro de Ottaviano, los Borgia temían el poder de la Estela y no estaban preparados para el Apocalipsis que según la leyenda y la tradición acompañaría al pleno despertar de la Estela. En El Libro de la Ley se decía que la Estela Reveladora ofrecía un gran poder a aquellos que la servían. Pero al mismo tiempo, cuando se terminaban los debidos sacrificios, el talismán se convertía en el Tañido Fúnebre de los Últimos Días: un presagio del Apocalipsis final que seguiría a la Aceleración de la Estela por sesenta años, seis meses y seis días.

Rodrigo, el siguiente papa de la dinastía Borgia, hizo llevar la Campana a la torre que había añadido al complejo del Vaticano. Allí, en la Torre Borgia, Alejandro, que era el nombre de Rodrigo Borgia como papa, se dijo que había impedido la Aceleración de la Estela gracias a los murales místicos de un artista enano y medio loco llamado Pinturicchio. Estos «grotescos» dibujos, tomados de las grutas de debajo de Roma, servían para reprimir el mal de la Estela y permitir que la familia se beneficiase del poder del talismán.

O así lo creía el papa Alejandro.

Tanto en El Libro de la Ley como en los libros secretos de ottaviano, hay indicios de que la Estela empezó a dominar las vidas de los Borgia. Años más tarde, Alejandro hizo trasladar la Campana al macizo e inexpugnable Castel Sant'Angelo, pero incluso enterrando el artefacto en aquel sepulcro de piedra y huesos, no perdió el poder sobre los seres humanos que habían intentado controlarlo.

El relato abreviado de Ottaviano refiere la locura que se apoderó de los Borgia y de Roma durante aquellas décadas: asesinatos e intrigas terribles en el brutal ambiente de aquellos días; relatos de demonios rondando por las catacumbas de Roma, de seres infrahumanos moviéndose en el Castel Sant'Angelo y por las calles de la ciudad, e historias sobre el dominio de la Estela Reveladora al dirigirse a su propia aceleración.

A partir de este punto, después de la terrible muerte de Ottaviano, la leyenda de la Estela se sume en la oscuridad. La destrucción de la Casa Borgia es cosa sabida. Se dice que una generación más tarde, cuando el primer papa Medici ascendió al Trono de San Pedro, su primera orden papal fue quitar la Campana de Roma, fundirla y enterrar el maldito metal en tierra bendita, pero lejos del Vaticano.

Actualmente no se conserva ninguna clave del paradero o el destino de la Estela Reveladora. La leyenda del poder de la Estela, como «lo que lo devoraba Todo y lo engendraba Todo», se ha continuado en la necromancia hasta la actualidad.

Duane dejó a un lado el libro del tío Art. Podía oír al viejo que trajinaba arriba, en la cocina. Entonces sonó un murmullo, la puerta de tela metálica se cerró de golpe y Duane oyó que la camioneta arrancaba chirriando y se alejaba por el camino de entrada. La abstinencia del viejo se había acabado. Duane no sabía si se dirigía a la taberna de Carl o a la del Arbol Negro, pero estaba seguro de que pasarían horas antes de que su padre volviese.

Duane permaneció sentado unos pocos minutos en el círculo de luz de la lámpara, mirando el libro y las notas que había tomado. Después se levantó para ir a cerrar la puerta.

La puerta del armario se estaba abriendo lentamente.

Dale se apoyó en ella, detuvo la lenta apertura de diez centímetros en la oscuridad y se volvió para mirar a Lawrence. Su hermano lo estaba contemplando con los ojos muy abiertos.

– Ayúdame -murmuró Dale.

Se produjo un renovado esfuerzo en el otro lado de la puerta y ésta se abrió un par de centímetros más al resbalar los calcetines de Dale sobre el desnudo suelo de madera.

– ¡Mamá! -gritó Lawrence, saltando de la cama y corriendo al lado de Dale. Apoyaron los hombros contra la puerta, cerrándola unos cinco centímetros.

– ¡Mamá! -gritaron al unísono.

La puerta se detuvo, creció la presión sobre las tablas pintadas de amarillo, y empezó a abrirse de nuevo.

Dale y Lawrence se miraron, apretando fuertemente las mejillas sobre las toscas tablas, sintiendo la terrible fuerza transmitida a través de la madera.

La puerta se abrió otros siete centímetros. No había ningún ruido dentro del armario; en cambio, fuera de él, los dos muchachos resoplaban y jadeaban, con los calcetines de Dale y los pies descalzos de Lawrence escarbando en el suelo.

La puerta se abrió otros pocos centímetros. Ahora había una abertura de un palmo y medio, y un viento fresco parecía soplar a través de ella.

– ¡Dios mío! No puedo… aguantarla -jadeó Dale.

Tenía apoyado el muslo izquierdo en el viejo tocador, pero no podía hacer palanca suficiente para cerrar la puerta. Lo que estaba allí, fuese lo que fuere, tenía al menos la fuerza de una persona adulta.

La puerta se abrió otros cinco centímetros.

– ¡Mamá! -chilló Lawrence-. ¡Socorro, mamá! ¡Mamá!

Recibió alguna respuesta desde el porche de la entrada, pero Dale comprendió que no podrían sostener la puerta el tiempo suficiente para que llegase su madre.

– ¡Corre! -exclamó.

Lawrence le miró, con su cara aterrorizada a sólo unos centímetros de distancia, y soltó la puerta. Corrió, pero no fuera de la habitación. En dos zancadas y un salto, subió encima de su cama.

Sin la ayuda de Lawrence, Dale no podía sujetar la puerta. La presión era invencible. Cedió a ella, saltando sobre el tocador de un metro veinte de altura y encogiendo las piernas. La lámpara y algunos libros cayeron contra el suelo.

La puerta se abrió de golpe, contra las rodillas de Dale. Lawrence se puso a chillar.

Dale oyó las pisadas de su madre en la escalera, y su voz, que preguntaba algo; pero antes de que pudiese abrir la boca para responderle, sopló una ráfaga de aire frío, como si hubiesen abierto una nevera, y entonces salió algo del armario.

Era algo bajo y largo, de al menos un metro veinte de longitud, y tan insustancial como una sombra, pero mucho más oscuro. Una cosa negra que se deslizaba por el suelo como un frenético insecto que acabase de salir de una tinaja. Dale pudo ver unos filamentos parecidos a patas que se agitaban furiosamente. Levantó los pies sobre el tocador. Una fotografía enmarcada se estrelló contra el suelo.

– ¡Mamá!

Lawrence y él se habían puesto a chillar de nuevo al unísono.

La cosa negra se arrastró vagamente sobre el suelo. Dale pensó que era como una cucaracha, en el caso de que las cucarachas pudieran tener más de un metro de largo y unos centímetros de altura y estar hechas de humo negro. Unos apéndices oscuros golpearon y rascaron las tablas del suelo.

– ¡Mamá!

La cosa se metió debajo de la cama de Lawrence.

Lawrence no hizo ruido al saltar sobre la cama de Dale como un acróbata del trampolín.

Su madre se detuvo en la puerta, mirando a los chicos que seguían gritando.

– Es una cosa… que ha salido del armario… y se ha metido ahí debajo…

– Debajo de la cama… Una cosa negra… ¡grande!

Su madre corrió hacia el armario del pasillo y volvió rápidamente con una escoba.

– ¡Fuera! -dijo, y encendió la luz del techo.

Dale vaciló sólo un segundo antes de saltar al suelo, ponerse detrás de su madre y correr hacia la puerta. Lawrence saltó de la cama de Dale a la suya y a la puerta. Ambos salieron al pasillo y chocaron con la barandilla. Dale miró dentro de la habitación.

Su madre estaba a cuatro patas, levantando polvo de debajo de la cama de Lawrence.

– ¡Mamá! ¡No! -gritó Dale, y entró corriendo para intentar que su madre se echase atrás.

Ella dejó caer la escoba y cogió de los brazos a su hijo mayor.

– Dale… Dale…, basta. Basta. Ahí no hay nada. Mira.

Dale miró, entre jadeos que rápidamente se convirtieron en sollozos. No había nada debajo de la cama.


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