Se arrastró sobre los codos y las rodillas, dándose de cabeza contra los listones, sintiendo las telarañas en la cara pero sin que le importase. La linterna estaba casi debajo de su cuerpo y no iluminaba nada. A Mike le pareció ver más aberturas del túnel a pocos metros a su izquierda, debajo de la cocina; pero no se arrastró hasta allí para averiguarlo.

Una sombra se movió en la abertura del hueco, cerrando el paso a la luz. Pudo ver dos brazos y unas piernas con algo que podían ser unas polainas.

Rodó sobre un costado, levantando la barra de hierro. La forma se medio deslizó en la abertura, bloqueando la luz.

– ¿Mikey? -Era la voz de su hermana Kathleen, suave, pura, inocente y lenta-. Mikey, mamá dice que tienes que irte si quieres llegar a tiempo a la iglesia.

Mike casi se derrumbó sobre el húmedo suelo. Le temblaba el brazo derecho.

– Está bien, Kathy; apártate para que pueda salir.

La sombra se apartó de la entrada.

A Mike le dolía realmente el corazón por el esfuerzo. Se puso a gatear y consiguió salir. Cerró la plancha, golpeando los clavos a través del metálico rectángulo.

– Oh, estás hecho un asco, Mikey -dijo Kathleen, sonriendo.

Mike se rió. Estaba cubierto de polvo gris y de telarañas. Le sangraban los codos. Percibía el sabor del barro en su cara. Impulsivamente, abrazó a su hermana. Esta le abrazó a su vez, sin caer en la cuenta de que también iba a ensuciarse.

Más de cuarenta personas acudieron a las exequias «privadas» en la Funeraria Howell de Peoria. Duane observó que el viejo casi parecía contrariado por aquella concurrencia, como si hubiese querido sólo para él aquel acto de despedida de su hermano. Pero la noticia publicada en el diario de Peoria y las pocas llamadas telefónicas que había hecho el viejo atrajeron a gente, incluso de lugares tan lejanos como Chicago y Boston. Se presentaron varios compañeros de trabajo de la fábrica de orugas, y uno de ellos lloró abiertamente durante la breve ceremonia.

No había ningún clérigo presente -el tío Art se había mantenido fiel a la tradición de agnosticismo militante de la familia-, pero varias personas pronunciaron breves panegíricos: el compañero que había llorado y que lloró de nuevo durante su discurso; su prima Carol, que había venido de Chicago en avión y tenía que regresar aquella tarde, y una mujer atractiva y de edad mediana, de Peoria, llamada Dolores Stephens, y que el viejo había presentado como «amiga del tío Art». Duane se preguntó cuánto tiempo habrían sido amantes ella y el tío Art.

Por último había hablado el viejo. Duane lo consideró una apología sumamente conmovedora, sin alusiones a otra vida o a merecidas recompensas, manifestando sólo el dolor por la pérdida de un hermano, acentuado con la descripción de una personalidad que no se inclinaba ante falsos iconos, sino que se dedicaba a tratar honradamente y bien al prójimo. El viejo terminó leyendo a Shakespeare, el escritor predilecto del tío Art, y aunque Duane esperaba aquello de «Y coros de ángeles te conduzcan al descanso…», sabiendo que al tío Art le habría gustado la ironía, lo que oyó fue una canción. La voz del viejo amenazó con quebrarse varias veces, pero siguió adelante, fortalecida por el extraño final:

No temas ya el calor del sol
ni la cólera furiosa del invierno;
has hecho tu tarea en este mundo,
se ha ido tu hogar, llevándose tu paga:
chicos y chicas de oro, todos deben,
como el deshollinador, volver al polvo.
No temas ya el ceno de los grandes;
ya no te alcanza el golpe del tirano;
no te importan la ropa y la comida;
la cana para ti es como el roble;
el rey, el sabio, el físico, todos deben
seguir este camino y volver al polvo.
No temas ya el fulgor del rayo
ni los truenos por todos tan temidos;
no temas la calumnia y la censura;
se acabaron el gozo y los gemidos;
los jóvenes amantes todos deben,
entiéndelo bien, volver al polvo.
¡Que ningún exorcista te haga daño!
¡Ni te encante ninguna brujería!
¡Ni te agobie un fantasma no enterrado!
¡Que tu consumación sea tranquila,
y que sea tu tumba renombrada!

Sonaron sollozos en la capilla. El viejo había recitado los versos sin leer del libro ni consultar notas, y ahora bajó la cabeza y volvió a su asiento.

Alguien empezó a tocar el órgano en un hueco tapado con cortinas. Poco a poco, a solas o en grupitos, se dispersó la reducida concurrencia. La prima Carol y unos pocos esperaron, charlando con el viejo y acariciando la cabeza de Duane. El cuello abrochado y la corbata le resultaban extraños; se imaginó al tío Art entrando en la capilla y diciéndole: «Por el amor de Dios, chiquillo, quítate esa tontería. Las corbatas son para los contables y los políticos.»

Por fin sólo quedaron Duane y el viejo. Juntos bajaron al sótano de la funeraria, donde se hallaba el poderoso horno crematorio, para observar cómo era entregado el tío Art a las llamas.

Mike esperó a que el padre C. le invitase a pasar a la rectoría para tomar su acostumbrado desayuno de después de la comunión, consistente en café y rosquillas, antes de hablarle de aquella cosa del espacio hueco de debajo de su casa.

Mike nunca había visto rosquillas duras como aquéllas, antes de que el padre Cavanaugh empezase a ofrecerlas a sus monaguillos de confianza, hacía tres años. Ahora era experto en extender salmón ahumado o queso tierno en abundancia sobre ellas. Le había costado un poco convencer al cura de que un chico de once años podía tomar café; era un secreto entre los dos, como llamar Papamóvil al coche de la diócesis.

Mike masticó la rosquilla y se preguntó cómo formularía su pregunta: «Padre C., tengo un pequeño problema con una especie de soldado muerto que perfora debajo de mi casa y trata de apoderarse de mi abuela. ¿Puede la Iglesia prestarnos alguna ayuda?»

Por fin dijo:

– Padre, ¿cree usted en el Mal?

– ¿El mal? -dijo el moreno sacerdote, levantando la vista del periódico-. ¿Quieres decir el mal en sentido abstracto?

– Yo no sé lo que eso quiere decir -dijo Mike.

Con frecuencia Mike se sentía estúpido cuando hablaba con el padre C.

– ¿El mal como una entidad o fuerza separada de las acciones del hombre? -preguntó el cura-. ¿O quieres decir el mal como esto?

Le mostró una foto del periódico.

Mike la miró. Era el retrato de un hombre llamado Eichmann, que estaba prisionero en un lugar llamado Israel. Mike no sabía nada de esto.

– Supongo que quiero decir de la clase separada -respondió.

El padre Cavanaugh dobló el periódico.

– Ah, la antigua cuestión del mal encarnado… Bueno, ya sabes lo que enseña la Iglesia.

Mike se puso colorado y sacudió la cabeza.

– Vaya, vaya -dijo el cura, con una visible expresión de chanza-. Tendrás que repasar tus lecciones de catecismo, Michael.

Mike asintió con la cabeza.

– Sí, pero ¿qué dice la Iglesia sobre el Mal?

El padre Cavanaugh sacó una cajetilla de Marlboro del bolsillo de la camisa, cogió un cigarrillo y lo encendió. Se quitó una brizna de tabaco de la lengua. El tono de su voz se volvió grave.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: