– Bueno, ya sabes que la Iglesia reconoce la existencia del mal como una fuerza independiente… -Observó la mirada perpleja de Mike-. Satanás, por ejemplo. El diablo.

– Ah, sí.

Mike recordó el olor que salía de los túneles. Satanás. De pronto, todo aquello parecía un poco tonto.

– Tomás de Aquino y otros teólogos han estudiado el problema del mal durante siglos, tratando de comprender cómo puede ser una fuerza separada, mientras que el poder de la Trinidad puede ser la fuerza omnipotente e indiscutible que dice la Escritura. Las respuestas son en su mayoría poco satisfactorias, pero el dogma de la Iglesia nos dice que hemos de creer que el mal tiene su propio reino, sus propios agentes… ¿Me sigues, Michael?

– Sí, creo que sí. -Mike no estaba del todo seguro-. Entonces, ¿puede haber poderes malignos como una especie de ángeles?

El padre Cavanaugh suspiró.

– Bueno, aquí vamos a parar a algunos conceptos medievales, ¿verdad, Michael? Pero sí; ésta es, esencialmente, la tradición que enseña la Iglesia.

– ¿Qué clase de poderes, padre?

El sacerdote tamborileó con los largos dedos sobre su mejilla.

– ¿Qué clase? Bueno, tenemos los demonios, desde luego. Y los íncubos. Y los súcubos. Y Dante distingue familias enteras y especies de demonios, criaturas extraordinarias con nombres como Draghignazzo, que significa «como un gran dragón», y Barbariccia, «el de barba rizada», y Grafficane, «el que rasca a los perros», y…

– ¿Quién es Dante? -le interrumpió Mike, entusiasmado al ver que una persona que vivía por allí podía ser experta en estas cosas.

El padre C. suspiró de nuevo y aplastó el cigarrillo.

– Había olvidado que dependemos de un sistema docente que se halla en el séptimo círculo de la desolación. Dante, Michael, es un poeta que vivió y murió hace seis siglos. Pero me da la impresión de que me he apartado de lo que estábamos hablando.

Mike terminó su café, llevó la taza al fregadero y la lavó cuidadosamente.

– Esas cosas…, esos demonios…, ¿hacen daño a la gente?

El padre Cavanaugh le miró con expresión ceñuda.

– Estamos hablando de creaciones intelectuales de personas que vivieron en unos tiempos de ignorancia, Michael. Cuando alguien se ponía enfermo, echaban la culpa a los demonios. Y el único medicamento eran las sanguijuelas…

– ¿Las sanguijuelas?

Mike estaba impresionado.

– Sí. Se culpaba a los demonios de las enfermedades, del retraso mental… -Se interrumpió, posiblemente recordando que la hermana de su monaguillo era retrasada mental-. De la apoplejía, del mal tiempo, de las enfermedades mentales, de todo lo que no podían explicar. Y lo que podían explicar era muy poco.

Mike volvió a la mesa.

– Pero ¿cree usted que esas cosas existieron…, existen? ¿Persiguen todavía a la gente?

El padre Cavanaugh cruzó los brazos.

– Creo que la Iglesia nos ha dado una teología maravillosa, Michael. Pero considera a la Iglesia como una pala mecánica que excava el lecho de un río en busca de oro. Extrae mucho oro, pero también tiene que haber algo de légamo y de desperdicios.

Mike frunció el entrecejo. No le gustaba que el padre C. Hiciese comparaciones como ésta. El cura las llamaba metáforas; Mike decía que eran una manera de eludir la cuestión.

– ¿Existen?

El padre Cavanaugh abrió las manos, con las palmas hacia arriba y dijo:

– Posiblemente no en sentido literal, pero sí en el figurado.

– Si existiesen -insistió Michael-, ¿podrían las cosas de la Iglesia hacerlos fracasar, como hacen con los vampiros en las películas?

El cura sonrió ligeramente.

– ¿Las cosas de la Iglesia?

– Ya sabe…, las cruces, la Hostia, el agua bendita…, todas esas cosas.

El padre C. arqueó las negras cejas, como si el chico quisiera tomarle el pelo. Mike no lo advirtió y siguió esperando la respuesta.

– Desde luego -dijo el sacerdote-. Si todas esas cosas de la Iglesia, como tú dices, surten efecto con los vampiros, también tienen que ser eficaces contra los demonios, ¿no?

Mike asintió con la cabeza. Consideró que por ahora ya había aprendido bastante; el padre C. creería que estaba chalado si empezaba a hablar del soldado después de toda aquella charla sobre demonios y vampiros. El padre C. le invitó el viernes a una «cena de solteros» en la rectoría, como solía hacer una vez al mes, pero Mike tuvo que rehusar. Dale le había invitado a la casa de campo de su tío Henry el viernes, para buscar la Cueva de los Contrabandistas que habían estado tratando de descubrir desde que había conocido a la familia Stewart. Mike sospechaba que la tal Cueva de Contrabandistas no existía, pero siempre le gustaba jugar en los campos del tío Henry. Además, cenar en casa del tío de Dale significaba una comida espléndida -aunque Mike no podía comer carne los viernes- con muchas verduras frescas de su huerto.

Mike se despidió, fue a buscar su bicicleta y pedaleó como un loco para volver a casa, deseando haber segado el césped y haber hecho los demás trabajos de la casa a primera hora de la tarde, para poder jugar.

Al pasar por delante de Old Central, recordó que hacía varios días que Jim Harlen estaba en casa y sintió una punzada de dolor al pensar que ni él ni los otros chicos habían ido todavía a verle. Y esto le hizo recordar que hoy era el día de las exequias del tío de Duane en Peoria.

Y la idea de la muerte hizo que pensara en Memo, posiblemente sola en casa, a esta hora, a excepción de Kathleen, desde luego.

Pedaleó más deprisa hacia casa, dejando el colegio atrás.

Dale llamó a Duane McBride el miércoles por la noche, pero la conversación fue breve y dolorosa. Duane parecía terriblemente cansado y las expresiones de pésame de Dale inquietaban a los dos. Dale informó al otro chico de la reunión del viernes por la noche en casa de tío Henry, y le apremió hasta que Duane dijo que procuraría asistir. Dale se fue a la cama deprimido.

– ¿Crees que aquella cosa está todavía debajo de la cama? -murmuró Lawrence una hora más tarde. Habían dejado la luz encendida.

– Lo comprobamos -respondió Dale, también en voz baja-. Tú no viste nada allí.

Lawrence había insistido en que se diesen la mano, pero Dale sólo había transigido en que su hermano le cogiese la manga.

– Pero nosotros la vimos…

– Mamá dice que vimos una sombra o algo parecido.

Lawrence soltó un bufido.

– ¿Era una sombra lo que empujaba la puerta del armario?

Dale sintió un escalofrío. Recordó la continua y fuerte presión de la puerta del armario contra él. Fuese lo que fuere lo que estaba allí, se había negado a quedarse encerrado.

– No sé lo que era -murmuró, sintiendo el nerviosismo de su propia voz-, pero se marchó.

– No, no es verdad.

La voz de Lawrence a duras penas era audible.

– ¿Cómo lo sabes?

– Sólo sé que lo sé.

– Bueno, entonces, ¿dónde está?

– Esperando.

– ¿Dónde?

Dale miró sobre el hueco entre las camas y vio que su hermano le miraba fijamente. Sin las gafas, los ojos de Lawrence parecían muy grandes y muy negros.

– Todavía está debajo de la cama -murmuró su hermano, soñoliento. Cerró los ojos. Dale le permitió que le cogiese la mano en vez de la manga-. Está esperando -farfulló, sumiéndose en el sueño.

Dale miró el hueco de veinticinco centímetros que habían dejado al acercar las camas. Habían querido juntarlas, pero su madre decía que si las ponían juntas no podría pasar la aspiradora. Veinticinco centímetros permitían pasar la mano de una cama a otra y eran pocos para que algo pudiese encaramarse hasta ellos.

«Pero un brazo podría hacerlo. Y una mano con garras, tal vez una cabeza sobre un largo cuello.»

Dale se estremeció de nuevo. Esto era una tontería. Mamá tenía razón: se habían imaginado aquella cosa, como se habían imaginado los pasos de la momia hacía un par de años, o el ovni que venía para apoderarse de ellos.


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