En cambio conocía bien a la señorita Moon. Duane tenía cuatro años cuando el tío Art le había llevado al pueblo para que le diesen una tarjeta de la biblioteca.

La señorita Moon había fruncido ligeramente el ceño, sacudiendo la cabeza y contemplando al rollizo chiquillo delante de su mesa.

– Tenemos muy pocos libros ilustrados, señor McBride. Y preferimos que los padres de…, bueno…, de los futuros lectores utilicen sus tarjetas cuando elijan libros para los pequeños.

El tío Art no había replicado. Cogió el volumen más próximo del estante y se lo tendió a Duane.

– Lee -le dijo.

– Capítulo Primero… Mi nacimiento -leyó Duane-. Estas páginas mostrarán si llegaré a ser el héroe de mi propia vida o si este papel será representado por otra persona. Para empezar mi biografía con el principio de mi vida, diré que nací (según me han informado y creo) un viernes a las doce de la noche. Se observó que el reloj empezaba a…

– Está bien -le había dicho el tío Art, devolviendo el libro a su estante.

La señorita Moon había fruncido el ceño, jugueteando con la cadena de sus gafas, pero había extendido una tarjeta para el préstamo de libros a nombre de Duane McBride. Durante años, aquella tarjeta había sido el bien más preciado de Duane, a pesar de que la señorita Moon le trataba siempre con una frialdad rayana en el resentimiento. Por último había definido su papel al limitar el número de libros que podía llevarse el gordinflón, reprendiéndole severamente cuando los devolvía con algún retraso. Pero el retraso no se debía a que se hubiera entretenido en la lectura, porque casi siempre había devorado el montón de libros durante los primeros días de volver a la casa de campo y después tenía que esperar semanas a que el viejo encontrase tiempo para llevarle de nuevo al pueblo.

Cuando estaba en el segundo curso, a Duane le había dado por las novelas de misterio de Nancy Drew, alternando las aventuras de la mujer detective con C.S. Forester y todo lo de Robert Louis Stevenson, y la señorita Moon le había comentado que los de Nancy Drew eran «libros de niñas», palabras textuales, y le había preguntado con mordacidad si tenía una hermana.

Duane había sonreído, se había ajustado las gafas, y había recogido su máximo de cinco libros, todos ellos de Nancy Drew. Cuando hubo terminado aquella serie, descubrió a Edgar Rice Burroughs y pasó un verano delirante cruzando las estepas de Barsoom, las junglas de Venus, y sobre todo lanzándose desde la terraza media de la jungla de lord Greystoke. Duane no estaba muy seguro de lo que era la terraza media, pero había tratado de simularla en los robles bajos de la orilla del riachuelo, con Witt ladeando la cabeza y observándole perplejo, mientras él saltaba de rama en rama y comía en las copas de los árboles.

El verano siguiente, Duane leyó a Jane Austen, pero esta vez la señorita Moon no aludió a los «libros de niñas».

Duane fue andando hasta el pueblo inmediatamente después de terminar sus tareas de la mañana. El viejo cultivaba cada año menos terreno. La mayor parte de sus ciento treinta y cinco hectáreas se las había alquilado al señor Johnson, de manera que no había mucho que hacer. Duane cuidaba todavía del ganado, asegurándose de que hubiese agua en el pasto, pero no era un problema ahora que los animales estaban fuera del establo. El temido traslado del estiércol había terminado en mayo, por lo que Duane no debía preocuparse de esto.

Esta mañana había terminado el trabajo de mantenimiento de la aradora de seis rejas; el ascensor hidráulico de las instalaciones de atrás bajaba con demasiada rapidez, por lo que Duane había ajustado el cilindro portátil de aquél y había engrasado y apretado el armazón. Mientras había estado trabajando en la aradora mecánica, la gran cosechadora para cortar y descascarar el maíz había funcionado en el granero, encima de él. El viejo había llevado aquella cosa a la zona central de mantenimiento para juguetear con ella; siempre estaba tratando de mejorar las cosas, modificando, adaptando y transformando algo de la maquinaria agrícola hasta que apenas se parecía a lo que había salido de la fábrica. Duane advirtió que, con la cosechadora de maíz, el viejo estaba haciendo algo con los sujetadores de la espiga. Había quitado las chapas protectoras de las unidades de ocho piezas y Duane podía mirar en su interior y ver el brillante acero de los rodillos rompedores las cintas transportadoras y las cadenas de recogida.

La mayoría de los agricultores de la región remolcaban con los tractores las unidades de recogida del maíz o las empleaban de autopropulsión; pero el viejo había comprado una antigua máquina de gran tamaño y había sujetado a ella los desmochadores de las mazorcas. Esto significaba un trabajo más rápido en los años de cosechas copiosas, pero sobre todo una gran labor de mantenimiento para hacer que la vieja máquina siguiese funcionando, y de «modificación» de las partes destinadas a la recogida, el desmoche, el desgranamiento y la limpieza.

A veces pensaba Duane que el viejo sólo permanecía en la finca para manipular la maquinaria.

Aquella mañana, Duane había terminado con la cultivadora y se había vuelto para mirar la cosechadora que se alzaba imponente detrás de él, alargando unos rodillos como hojas de espada en el círculo de luz proyectado desde el techo, y había considerado la posibilidad de hacer alguna modificación evidente, para sorprender a su padre. Pero entonces había decidido no estropearle la diversión al viejo. Además tenía que dar de comer a más animales y segar más surcos en el huerto antes del desayuno, y quería estar en el pueblo antes de las diez.

A Duane le habría gustado esperar para ir en la camioneta -todavía le venía cuesta arriba tener que andar los últimos dos kilómetros y medio por Jubilee College Road-, pero sabía que el viejo se había aguantado toda la semana para empezar el jolgorio la noche del viernes, en la taberna de Carl o en la del Arbol Negro, y no quería viajar con él en tales condiciones.

Prefirió ir andando. El día era claro y brillante, aunque bochornoso. Duane se desabrochó los tres botones de arriba de la camisa a cuadros, observando dónde terminaba la piel tostada en una V aguda y empezaba la carne pálida.

Se detuvo en la casa de Mike O'Rourke, en las afueras del pueblo. Mike no estaba en casa, pero una de sus hermanas mayores invitó a Duane a beber agua en la bomba del patio de atrás. Bebió copiosamente el agua con gusto a hierro, y después se remojó la cabeza y los brazos.

Cuando llamó a la puerta de tela metálica de la señora Moon, la anciana caminó renqueando hacia la luz, con sus dos bastones y su séquito de gatos.

– ¿Te conozco, jovencito?

Duane pensó que la voz de la señora Moon sonaba como una parodia de la de una anciana, aguda, temblona, recorriendo la escala de las inflexiones.

– Sí, señora. Soy Duane McBride. He estado aquí algunas veces, con Dale Stewart y Michael O'Rourke, cuando vienen a buscarla para dar un paseo.

– ¿Quién has dicho?

Duane suspiró y lo repitió todo en voz más fuerte.

– Ahora no puedo dar mi paseo. Aún no he cenado.

La señora Moon parecía quejumbrosa y un poco desconfiada. Los gatos dieron vueltas alrededor de los bastones y se frotaron contra las hinchadas piernas envueltas en esparadrapo de color de carne. Duane pensó en el soldado con polainas.

– Señora, sólo quería hacerle algunas preguntas sobre algo.

– ¿Preguntas?

Dio un paso atrás en la oscuridad del cuarto de estar. La vieja casa era pequeña, de madera pintada de blanco, y olía como si hubiesen vivido en ella innumerables generaciones de gatos que nunca salían a la calle.

– Sí, señora. Pero sólo un par.

– ¿Sobre qué?

Le miró con ojos miopes y Duane se dio cuenta de que él debía de ser sólo una figura redonda que ocupaba todo el vano de la puerta. Se echó también atrás, a la manera de los hábiles vendedores, mostrándose respetuoso y absolutamente inofensivo.


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