– Sólo sobre… los viejos tiempos -dijo-. Estoy escribiendo un trabajo para el colegio sobre cómo era la vida en Elm Haven a principios de siglo. Pensé que tal vez sería usted tan amable de explicarme algo de…, bueno, del ambiente.

– Algo, ¿de qué?

– Algunos detalles -dijo Duane-. Por favor.

La anciana vaciló, se volvió, con un rígido movimiento de los dos bastones, y se retiró con su séquito gatuno, dejándole plantado. Ahora fue él quien se mostró vacilante.

– Bueno -dijo la voz de ella desde la oscuridad-, no te quedes ahí plantado. Pasa. Prepararé té para los dos.

Duane se sentó, bebió té, comió galletas, hizo preguntas y escuchó historias de la infancia de la señora Moon, de su padre y de los buenos viejos tiempos. La señora Moon mordisqueaba galletas mientras hablaba, y poco a poco aunque infaliblemente se fue formando una pequeña capa de migajas sobre su falda. Los gatos se turnaban en saltar sobre el sofá para comer las migajas mientras ella los acariciaba distraídamente.

– ¿Y qué me dice de la campana? -preguntó al fin, después de convencerse de que la memoria de la anciana era de fiar.

– ¿La campana?

La señora Moon dejó de masticar. Un gato se estiró hacia arriba, como si fuese a arrancarle la galleta de los dedos.

– Ha mencionado algunas cosas especiales del pueblo – la incitó Duane -. ¿Qué me dice de la gran campana de la torre del colegio? ¿Recuerda si se habló de ella?

La señora Moon pareció nerviosa durante un momento.

– ¿Una campana? ¿Cuándo hubo una campana allí?

Duane suspiró. Andarse con misterios era una tontería.

– En mil ochocientos setenta y seis -dijo suavemente-. El señor Ashley la trajo de Europa…

La señora Moon rió entre dientes. Se le aflojó un poco la dentadura y utilizó la lengua para colocarla en su sitio.

– ¡Tonto! Yo nací en mil ochocientos setenta y seis. ¿Cómo voy a poder recordar algo del año de mi nacimiento?

Duane pestañeó. Se imaginó a esta dama arrugada y ligeramente senil como un bebé, sonrosado y fresco, saludando al mundo en el año en que fueron masacrados los hombres de Custer. Pensó en los cambios que había vivido: aparición de vehículos sin caballos, el teléfono, la Primera Guerra Mundial, el auge de América como potencia mundial, el Sputnik, todo ello visto desde debajo de los olmos de Depot Street.

– Entonces -dijo-, ¿no recuerda nada en absoluto sobre una campana?

Estaba guardando el lápiz y la libreta.

– Claro que recuerdo la campana -dijo ella, cogiendo otra de las galletas de su hija-. Era muy hermosa. El padre del señor Ashley la trajo de uno de sus viajes a Europa. Cuando yo iba a la escuela en Old Central, la campana solía sonar todos los días, a las ocho y cuarto y a las tres.

Duane abrió mucho los ojos. Se dio cuenta de que su mano temblaba un poco cuando sacó de nuevo la libreta y empezó a escribir. Era la primera confirmación, aparte de los libros, de que la Campana Borgia existía.

– ¿Recuerda algo especial sobre la campana?

– Oh, querido, todo lo referente a la escuela y a la campana era especial en aquellos días. Uno de nosotros, uno de los niños más pequeños, el viernes, al empezar la clase, era elegido para tirar de la cuerda de la campana. Recuerdo que a mí me eligieron una vez. Oh, sí, era una campana muy hermosa…

– ¿Recuerda qué fue de ella?

– Pues sí. Quiero decir, no estoy segura… -Una extraña expresión se pintó en el semblante de la señora Moon, que dejó distraídamente la galleta sobre la falda. Dos gatos la devoraron, al llevarse ella los dedos temblorosos a los labios-. El señor Moon, mi Orville quiero decir, no su padre…, el señor Moon no tuvo nada que ver con lo ocurrido. De ninguna manera. -Alargó una mano y golpeó la libreta de Duane con un dedo huesudo-. Escribe esto. Ni Oliver ni el padre estaban allí cuando… cuando ocurrió aquella cosa tan terrible.

– Sí, señora -dijo Duane, con el lápiz en alto-. ¿Qué pasó?

La señora Moon agitó ambas manos, y los gatos saltaron de su falda.

– Oh, aquella cosa terrible. Ya sabes, aquella cosa espantosa de la que no queremos hablar. ¿Por qué quieres escribir sobre aquello? Pareces un buen chico.

– Sí, señora -dijo Duane, casi conteniendo el aliento-. Pero me dijeron que escribiese sobre todo. Y le agradecería mucho que me ayudara. ¿A qué cosa terrible se refiere? ¿Es algo sobre la campana?

La señora Moon pareció olvidarse de que él estaba con ella en la habitación. Veía las sombras, donde se movían los gatos sin ruido.

– Pues no… -empezó a decir, en una voz que era poco más que un murmullo entrecortado. Duane oyó que pasaba un camión por la calle, pero la señora Moon no pestañeó-. No la campana -dijo-. Aunque le ahorcaron por ello, ¿no?

– ¿A quién ahorcaron? -preguntó Duane con un hilo de voz.

La señora Moon se volvió de cara hacia él, pero sus ojos seguían pareciendo ciegos.

– Oh, aquel hombre terrible, desde luego. El que mató y… -Se puso a gemir, y Duane advirtió que tenía lágrimas en las mejillas. Una de ellas rodó por las arrugas de la comisura de los labios-. El que mató y se comió a aquella niña pequeña -concluyó, con voz más fuerte.

Duane dejó de escribir y la miró fijamente.

– Escribe esto, vamos -ordenó la anciana, apuntándole de nuevo con un dedo. Su mirada ausente había vuelto a la realidad y ahora se clavaba fijamente en Duane-. Ya es hora de que se escriba esto. Anótalo todo. Pero no te olvides de mencionar en tu trabajo que ni Orville ni el señor Moon estuvieron…, bueno, ni siquiera estaban en el condado cuando sucedió aquella cosa terrible. Escríbelo ahora todo, ¡vamos!

Y mientras ella hablaba, con una voz que a Duane le sonaba como el crujido de viejos pergaminos en un libro largo tiempo cerrado, él lo fue escribiendo todo.

19

Dale fue a invitar personalmente a Harlen para la excursión del viernes a casa del tío Henry, y se dio cuenta de lo solo que había estado su amigo. La madre de Harlen, la señorita Jensen, no estaba segura de que Jim se encontrara lo suficientemente restablecido para una excursión tan larga, pero Dale había traído una nota invitándola también a ella, y cedió a las súplicas de su hijo.

El padre de Dale llegó a casa hacia las dos y todos salieron para la finca a las tres y media, con el escayolado Harlen sentado en el asiento trasero del vehículo con su madre y Kev, mientras Mike, Dale y Lawrence se apretujaban atrás. Estaban muy alegres y cantaron mientras subían y bajaban por las colinas de más allá del cementerio.

El tío Henry y la tía Lena habían colocado sillones en la parte más umbría del jardín, donde dieron la bienvenida y charlaron con los recién llegados, mientras Biff, el gran pastor alemán del tío Henry, bailaba entusiasmado a su alrededor. Los mayores se acomodaron en los anchos sillones Adirondack, y los muchachos cogieron palas del granero y se encaminaron a los pastos de atrás. Andaban más despacio que de costumbre, abriendo las puertas de las vallas para Harlen en vez de saltar por encima de ellas; pero el joven lesionado se mantenía bastante bien.

Por fin, en el último pasto antes del bosque, junto al riachuelo que venía del sur, encontraron marcas de sus excavaciones de veranos anteriores y empezaron a cavar en busca de la Cueva de los Contrabandistas.

La Cueva de los Contrabandistas había empezado como una leyenda. Años antes, tío Henry la había mejorado convirtiéndola en historia, ahora tan cierta para los muchachos como el Evangelio. Al parecer, en los años veinte, durante la Prohibición, y antes de que el tío Henry comprase la finca, el anterior propietario había permitido a los contrabandistas de licores del vecino condado utilizar una vieja cueva en el fondo de la cual ocultaban la mercancía. La cueva se convirtió en un almacén central. Se construyó un camino de tierra. Se amplió la cueva, se apuntaló la entrada y se creó una verdadera taberna ilegal subterránea.


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