La puerta de atrás se cerró de golpe. Harlen se estaba poniendo el pijama y aquel ruido le sobresaltó. Oyó sus voces.

Sonaron pisadas y la voz de Barney resonó mucho más fuerte en la escalera.

– ¿Quieres un poco de chocolate caliente antes de acostarte, hijo?

El estómago de Harlen borboteaba a causa de la cantidad de líquido que le había obligado a ingerir la señora Staffney.

– ¡Sí! -gritó-. Enseguida bajo.

Levantó la almohada para sacar la chaqueta del pijama de donde la guardaba siempre.

Tenía una especie de porquería gris y viscosa. Harlen frunció el ceño al mirarse las manos, las enjugó en el pantalón del pijama y retiró la colcha.

Parecía como si la sábana hubiese sido manchada con varios litros de algo que parecía una mezcla de moco y semen. Aquello brillaba a la luz de la lámpara de la mesita de noche y de la bombilla del techo. Era como si la cama hubiese sido una rebanada de pan y alguien hubiese vertido en ella montañas de jalea gris, una mucosidad espesa y resbaladiza que captaba la luz, empapaba las sábanas y se estaba ya secando en pequeños grumos y aristas. Olía como si alguien hubiese dejado una toalla mojada en un agujero sucio, para que se pudriese durante tres años, y entonces se hubiese meado en ella una manada de perros.

Harlen se tambaleó hacia atrás, dejó caer la chaqueta del pijama y se apoyó en la jamba de la puerta. Tenía la impresión de que iba a vomitar. El suelo de madera parecía oscilar como la cubierta de una pequeña embarcación en un mar alborotado. Harlen salió y se agarró a la bamboleante baranda.

– ¡Señor agente!

– ¿Qué, hijo mío? -gritó Barney desde la cocina.

Harlen pudo oler el café instantáneo y la leche que se estaba calentando. Miró atrás, hacia la habitación, casi esperando ver las sábanas limpias, o al menos relativamente limpias como habían estado esta mañana, algo parecido a las alucinaciones o espejismos que se ven en las películas.

La mucosidad gris resplandecía casi blanca bajo la luz.

– ¿Qué? -dijo Barney, acercándose al pie de la escalera.

El hombre tenía la frente arrugada, como si estuviese alarmado. Sus ojos negros parecían… ¿preocupados? ¿Tal vez inquietos?

– Nada -dijo Harlen-. Enseguida bajo a tomar el chocolate.

Entró en la habitación, retiró las sábanas de la cama, procurando no tocar aquella porquería, y las arrojó con el pijama a un rincón del armario. En el cajón de abajo de su tocador encontró otro pijama, limpio pero que le había quedado pequeño; se puso la vieja y raída bata, fue a lavarse las manos y bajó a reunirse con los dos hombres.

Ni siquiera más tarde supo Jim Harlen porqué había preferido no mostrarles esta prueba concluyente de que alguien o algo había estado en su casa. Tal vez comprendió, en aquel momento, que era algo que tenía que resolver él solo. O tal vez vio que algunas cosas eran demasiado embarazosas para compartirlas con otros, que el mero hecho de mostrarles la cama sería casi como sacar las revistas de su escondite y jactarse de ellas.

«Ella estaba aquí. Aquello estaba aquí.»

El chocolate caliente estaba muy bueno. El doctor Staffney había limpiado la mesa de la cocina y los tres estuvieron sentados allí, charlando, hasta las doce y media, en que entró la madre de Harlen por la puerta de atrás.

Harlen subió entonces al piso de arriba, encontró una manta de repuesto en el armario y se cubrió con ella, sin preocuparse de las sábanas. Se durmió rápidamente, sonriendo un poco al oír voces irritadas en la planta baja.

Esto se parecía mucho a cuando papá vivía en casa.

23

Durante el peor período de su fiebre, Mike soñó que estaba hablando con Duane McBride.

Duane no parecía muerto. No estaba hecho trizas como decían todos los de la ciudad. No andaba dando bandazos como un zombie o un ser de otro mundo; era el Duane que Mike conocía desde hacía años, pesado, lento, con pantalón de pana y camisa de franela a cuadros. Incluso en el sueño, Duane se tomaba tiempo para ajustarse de vez en cuando las gafas de negra montura.

Estaban en un lugar desconocido para Mike, pero que le era absolutamente familiar: un ondulado pastizal de alta y rica hierba. Mike no sabía exactamente lo que estaba haciendo allí, pero vio a Duane y se reunió con él sobre una roca próxima al borde de un acantilado. El acantilado era más alto que todos los que había visto Mike en la vida real, incluso más alto que el Starved Rock State Park, donde había ido su familia cuando él tenía seis años. La vista se prolongaba hasta el infinito. Había ciudades allá abajo, y un ancho río en el que navegaban lentas barcazas. Duane no miraba siquiera aquel panorama; estaba escribiendo en su libreta. Levantó la mirada cuando Mike se sentó junto a él.

– Siento que estés enfermo -dijo Duane, y se ajustó las gafas.

Dejó la libreta a un lado.

Mike asintió con la cabeza. No estaba seguro de si diría lo que quería decir, pero lo dijo de todos modos:

– Y yo siento que te mataran.

Duane se encogió de hombros.

Mike se mordió el labio. Tenía que preguntarlo.

– ¿Te dolió? Quiero decir cuando te mataron.

Duane estaba comiendo una manzana. Hizo una pausa para engullir.

– Claro que me dolió.

– Lo siento.

Fue lo único que se le ocurrió decir a Mike. Había un perrito jugando con un muñeco chupete en el otro lado de la roca de Duane; pero Mike observó, con la tranquila aceptación característica de los sueños, que no era un perro sino una especie de pequeño dinosaurio, y que el muñeco era un gorila verde.

– Tienes un verdadero problema con aquel soldado -dijo Duane, y ofreció un trozo de manzana a Mike.

Este sacudió la cabeza.

– Sí.

– Los otros también tienen problemas, ¿sabes?

– ¿Sí? -dijo Mike. Había un avión que era en parte pájaro y que tapaba la luz del sol. Se cernió sobre el valle-. ¿Qué otros?

– Ya sabes, los otros chicos.

Esto fue bastante para Mike. Se refería a Dale y a Harlen.

– Si os empeñáis en luchar vosotros solos contra esa cosa -dijo Duane, ajustándose las gafas y mirando al fin el panorama-, terminareis muertos.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Mike

Se daba vagamente cuenta de que un perro estaba ladrando en alguna parte, un perro real, y había sonidos de fondo que le recordaban su casa por la tarde, más que este lugar.

Duane no le miraba.

– Descubre quiénes son esas criaturas. Empieza por el Soldado

Mike se levantó y caminó hasta el borde del acantilado. Ahora no podía ver nada allá abajo; todo era niebla, nubes o algo parecido

– ¿Como puedo hacerlo?

Duane suspiró.

– Bueno, ¿a quién persigue eso?

A Mike ni siquiera le pareció extraño que Duane hubiese dicho «eso» en vez de «él». El Soldado era un eso.

– Persigue a Memo.

Duane asintió con la cabeza y se ajustó las gafas con un movimiento impaciente del dedo.

– Entonces, pregunta a Memo.

– Está bien -convino Mike-. Pero, ¿cómo podremos saber todo lo demás? Quiero decir que nosotros no somos tan inteligentes como lo eras tú.

Duane no se había movido, pero por alguna razón ahora estaba sentado mucho más lejos que antes. En la misma roca, pero más lejos Y ya no estaban en lo alto de un monte, sino en una calle de una ciudad. Estaba oscuro y hacía frío; tal vez era un día de invierno. La roca de Duane en realidad era un banco. Parecía que él estuviese esperando un autobús. Miraba con ceño a Mike, casi con irritación.

– Siempre puedes preguntarme a mí -dijo. Y cuando vio que Mike no le comprendía, añadió-: Además, eres inteligente.

Mike quiso protestar, decirle a Duane que no comprendía la mitad de lo que éste decía y que leía aproximadamente un libro al año, pero advirtió que Duane estaba subiendo al autobús. Sólo que no era un autobús sino una especie de máquina agrícola gigantesca, con ventanillas en los lados y una caseta del timón en lo alto, como las que había visto en ilustraciones de barcos fluviales, y una rueda de paletas que parecía hecha de hojas de afeitar giratorias.


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