Duane se asomó a una de las ventanillas.

– Eres inteligente -gritó a Mike-. Más de lo que te imaginas. Y además, tienes una gran ventaja.

– ¿Cuál es? -gritó Mike, corriendo para mantenerse a la altura de la máquina-autobús.

No sabía cuál de las cabezas ni cuál de los brazos que se agitaban pertenecían a Duane McBride.

– Que estás vivo -dijo la voz de Duane.

La calle estaba vacía.

Mike se despertó. Todavía estaba febril y le dolía todo el cuerpo, pero el pijama y las sábanas estaban empapados de sudor. Debía ser por la tarde, temprano. La luz del sol reflejada y una lenta corriente de aire entraban a través de las persianas. La temperatura debía ser de casi cuarenta grados, incluso con el ventilador del pasillo funcionando. Mike pudo oír que su madre o una de sus hermanas pasaba la aspiradora en la planta baja.

Mike se estaba muriendo por un vaso de agua, pero se sentía demasiado débil para levantarse y sabía que no podían oírle desde abajo con el ruido de la Hoover. Se contentó con acercarse más a la ventana para que le alcanzase un poco de brisa. Podía ver el césped del jardín de delante, cerca de la pila para pájaros que les había regalado su padre hacía años.

«Pregunta a Memo.»

Muy bien, lo haría en cuanto se sintiese lo bastante restablecido para ponerse los tejanos y bajar.

Todo el día siguiente, domingo diez, la madre de Harlen estuvo furiosa contra él, como si hubiese sido él y no Barney y el doctor Staffney quien le hubiese echado un rapapolvo. La casa estaba llena de esa tensión silenciosa que seguía a las peleas entre sus padres: una hora o dos de gritos, y después tres semanas de frío silencio. Pero a Harlen no le importaba. Si esto servía para que ella se quedara en casa y se interpusiera entre él y la cara de la ventana, llamaría al policía cada dos días para que le echase una buena bronca.

– ¡Yo no te dejo abandonado! -le gritó su madre mientras él estaba calentando un poco de sopa para la comida. Era la primera vez que le hablaba en todo el día-. Sabe Dios que me paso muchas horas despellejándome los dedos para cuidar de ti, para cuidar de la casa…

Harlen miró hacia el cuarto de estar. Las únicas superficies vacías eran las que él y los dos hombres habían limpiado la noche anterior. Barney había lavado también los platos, y el limpio tablero le parecía diferente.

– Y no te atrevas a hablarme en ese tono, jovencito -le gritó su madre.

Harlen la miró fijamente. Él no había dicho una palabra.

– Ya sabes lo que quiero decir. Esos dos… entrometidos… vienen aquí y pretenden darme lecciones, a mí, de cómo he de cuidar a mi hijo. Y lo llaman abandono peligroso.

Le temblaba la voz. Se interrumpió para encender un cigarrillo y también le temblaban las manos. Apagó la cerilla, exhaló humo y tamborileó con las uñas pintadas sobre el tablero. Harlen miró la mancha de lápiz de labios en el cigarrillo. No soportaba las colillas manchadas de lápiz de labios por toda la casa. Le enfurecía, y no sabía por qué.

– Después de todo -prosiguió ella, controlando ahora su voz-, tienes once años. Eres casi un hombrecito. Mira, cuando yo tenía once años cuidaba de mis tres hermanos más pequeños y trabajaba a horas en un restaurante barato de Princeville.

Harlen asintió con la cabeza. Conocía la historia.

Su madre aspiró humo y se volvió, tamborileando todavía con los dedos de la mano izquierda sobre el tablero y sosteniendo agresivamente el cigarrillo con la derecha, como suelen hacer las mujeres.

– ¡Qué cara más dura la de esos idiotas!

Harlen vertió la sopa de tomate en un tazón y esperó a que se enfriase.

– Mamá, sólo vinieron porque aquella mujer loca estuvo en la casa. Pensaban que podía volver.

Ella no se volvió hacia él. Su espalda estaba rígida, como tantas veces la había visto vuelta contra su padre.

Probó la sopa. Todavía estaba demasiado caliente.

– De veras, mamá -dijo-. No pretendían nada. Sólo…

– No me digas lo que pretendían, James Richard -saltó ella, volviéndose al fin de cara a él, con un brazo cruzado sobre el pecho y el otro vertical, sosteniendo aún el cigarrillo-. Comprendo un insulto cuando lo oigo. Lo que ellos no comprenden es que seguramente te imaginaste ver a alguien en la ventana. No se acordaron de que el doctor Armitage, del hospital, dijo que habías sufrido un fuerte golpe en la cabeza…, un hemi… hemo…

– Hematoma subdural -dijo Harlen.

La sopa ya se había enfriado.

– Una conmoción muy grave -terminó ella, y dio una chupada al cigarrillo-. El doctor Armitage me advirtió que podías experimentar algunas…, ¿cómo se dice…?, algunas alucinaciones. Quiero decir que no fue como si vieses a alguien a quien conocías, ¿sabes? A alguien real.

«Hay personas reales en el mundo a las que no conozco», estuvo tentado de replicar. Pero no lo hizo. Un día de frialdad era bastante.

– No -dijo.

Su madre asintió con la cabeza, como si hubiese quedado resuelta la cuestión. Terminó el cigarrillo y volvió a mirar por la ventana de la cocina.

– Me gustaría saber dónde estaban esos altos y poderosos caballeros cuando yo me pasaba las veinticuatro horas del día junto a tu cama en el hospital -murmuró.

Harlen se concentró en terminar la sopa. Fue al frigorífico, pero el único cartón de leche llevaba allí tantísimo tiempo que no se le ocurrió abrirlo. Llenó un vaso de jalea con agua del grifo.

– Tienes razón, mamá. Pero me alegré de verte cuando volviste a casa.

La súbita rigidez de la espalda de su madre le advirtió que no debía continuar con el tema.

– ¿No ibas a ir hoy al Salón de Adelle para que te arreglase el pelo?

– Si lo hiciese, supongo que volvería a visitarte ese polizonte para acusarme de ser una mala madre -dijo ella, en un tono sarcástico que él no le había oído emplear desde que se marchó su padre.

El humo se elevó sobre la mata de cabellos negros y formó una pálida aureola al recibir la luz de sol.

– Ahora es de día, mamá -dijo él-. Con luz de día, no tengo miedo a nada. Ella no volverá siendo de día.

En realidad, Harlen sabía que sólo la primera de estas tres declaraciones era absolutamente cierta. La segunda era falsa. Y la tercera… no lo sabía.

Su madre se llevó la mano al pelo, y aplastó el cigarrillo en el fregadero.

– Está bien; volveré dentro de una hora, o tal vez un poco más. Tienes el número de Adelle, ¿verdad?

– Sí.

Harlen enjuagó el tazón de la sopa y lo colocó junto a los platos del desayuno. El Nash hizo el fuerte ruido acostumbrado al alejarse por Depot Street. Harlen esperó un par de minutos más porque su madre olvidaba con frecuencia algo y volvía a toda prisa para recogerlo, y cuando estuvo seguro de que se había ido definitivamente, subió despacio la escalera y entró en la habitación de ella. Le palpitaba locamente el corazón.

Aquella mañana, mientras su madre dormía, había aclarado las sábanas y las fundas de almohada en la bañera y las había metido después en la lavadora. El pijama lo había arrojado en el cubo de la basura del lado del garaje. Por nada del mundo volvería a dormir con él.

Ahora registró los cajones del tocador de su madre, hurgando debajo de la ropa interior de seda y sintiendo una excitación parecida a la de la primera vez que había traído a casa una de aquellas revistas de C. J. Hacía calor en la habitación. La espesa luz del sol se extendía sobre las revueltas sábanas y la colcha de la cama de su madre; pudo percibir su perfume denso y fuerte. Los periódicos del domingo estaban desparramados sobre la cama, tal como ella los había dejado.

El revólver no estaba en el tocador. Harlen miró en la mesita de noche, apartando a un lado las cajetillas vacías de cigarrillos y un paquete medio vacío de Trojans. Anillos, bolígrafos que no funcionaban, cerillas de diferentes restaurantes y clubs nocturnos, trozos de papel y servilletas con nombres de hombres garrapateados en ellos, una especie de relajador muscular mecánico, un libro en rústica. Ningún arma.


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