Se despertó sobresaltada y supo enseguida que había estado durmiendo demasiado tiempo. El truco del llavero no había funcionado. Se le había escapado de las manos, pero no se había percatado de ello. Birgitta Roslin se incorporó y miró el reloj. Ya eran más de las seis de la mañana. Llevaba durmiendo más de cinco horas. «Estoy agotada», constató. «No duermo lo suficiente, como la mayoría de la gente. Hay demasiadas cosas que me preocupan. Aunque en estos momentos se trata ante todo de esta sentencia injusta, que me tiene insatisfecha y abatida.»
Birgitta Roslin llamó a su marido, que estaría preguntándose qué había sido de ella. Cierto que no pocas veces, si habían discutido, se quedaba a dormir en el sofá del despacho, pero no había sido el caso.
Su marido respondió enseguida.
– ¿Dónde estás?
– Me dormí en el sofá del despacho.
– ¿Por qué has de quedarte trabajando hasta tan tarde?
– El juicio que ahora tengo entre manos es bastante complicado.
– ¿No dijiste que debías declarar inocente al acusado?
– Precisamente por eso es tan complicado.
– Anda, vuelve a casa y acuéstate. Yo me voy ahora mismo, tengo prisa.
– ¿Cuándo regresas?
– Si no hay retrasos, hacia las nueve. Han dicho que iba a nevar en Halland.
Birgitta colgó el teléfono y, de pronto, sintió un profundo cariño hacia su marido. Se habían conocido cuando ambos eran muy jóvenes y estudiaban derecho en Lund. Staffan Roslin era un año mayor que ella. La primera vez que se vieron fue en una fiesta, como invitados de amigos comunes. A partir de ahí, Birgitta no podía imaginarse la vida con otro hombre. La subyugaron sus ojos, su estatura, sus grandes manos y su modo de sonrojarse, tan indefenso…
Staffan estudió derecho para ejercer como abogado, pero un día llegó a casa y le dijo a Birgitta que no lo soportaba, que quería llevar otro tipo de vida. Ella no se lo esperaba y se quedó perpleja, pues su marido ni siquiera había insinuado que le costase cada día más acudir a su bufete de Malmö, ciudad en la que residían entonces. Al día siguiente y para sorpresa de Birgitta, Staffan empezó a estudiar para ser maquinista de tren, y una mañana se presentó en la sala de estar enfundado en un uniforme de color azul y rojo para comunicarle que aquel mismo día, a las 12:29, asumiría la responsabilidad del tren 212 que cubría el trayecto de Malmö a Alvesta, desde donde continuaba hacia Växjö y Kalmar.
Birgitta no tardó en comprobar que su marido se había convertido en una persona mucho más alegre. Para cuando Staffan decidió abandonar su existencia como letrado ya tenían cuatro hijos, el primero fue un niño, después una niña y, finalmente, un par de gemelas. Los niños se llevaban poco tiempo y Birgitta se admiraba al recordar la época en que los cuatro eran pequeños. ¿Cómo tuvieron fuerzas? Cuatro hijos en un plazo de seis años… Dejaron Malmö y se mudaron a Helsingborg cuando a ella la nombraron juez.
Ahora sus hijos eran adultos. El año anterior las gemelas se habían emancipado del hogar familiar y trasladado a Lund, donde compartían apartamento, aunque a Birgitta la tranquilizaba el hecho de que ninguna de las dos estudiase lo mismo que ella ni hubiese mostrado el menor interés por dedicarse a la abogacía. Siv, que era diecinueve minutos mayor que Louise, había decidido, después de mucho dudar, estudiar veterinaria. Louise, que era mucho más impetuosa que su hermana, había ido dando bandazos por la vida, y trabajó como dependienta de una tienda de ropa de caballero antes de empezar a estudiar ciencias políticas e historia de las religiones en la universidad. Birgitta Roslin había intentado en numerosas ocasiones orientar a su hija hacia lo que realmente quería dedicarse en la vida, pero Louise era la más introvertida de sus cuatro hijos y nunca hablaba demasiado de sí misma. Birgitta Roslin sospechaba que Louise era la que más se parecía a ella, precisamente. Su hijo David, que trabajaba en una gran empresa farmacéutica, era igual que su padre en casi todo. La tercera de sus hijos, Anna, había emprendido largos viajes por Asia sin que sus padres, presa de la mayor angustia, supiesen nunca a qué se dedicaba exactamente.
«Mi familia», pensó Birgitta Roslin. «Mi gran preocupación y mi gran alegría. Sin ella, la mayor parte de mi vida no habría tenido sentido.»
En el pasillo al que daba su despacho había un gran espejo. Observó en él su rostro y su cuerpo. Su corto y oscuro cabello había empezado a encanecer a la altura de las sienes y esa manía suya de apretar los labios le otorgaba a su rostro una expresión reticente. Lo que más le preocupaba, sin embargo, eran los kilos de más que había acumulado en los últimos años. Tres, cuatro kilos, poco más. Lo suficiente, no obstante, para que se le notase.
No le gustaba lo que veía. Sabía que, en realidad, era una mujer atractiva, pero ya empezaba a perder su buen aspecto y no oponía resistencia.
Dejó una nota sobre la mesa de su secretaria en la que le avisaba de que aquel día llegaría más tarde. El tiempo era algo más apacible y la nieve ya empezaba a derretirse. Se encaminó a su coche, que tenía estacionado en una calleja perpendicular.
De repente cambió de idea. En realidad, lo que más necesitaba no era dormir; era más importante que se despejase y pensara en otra cosa. Birgitta Roslin dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia el puerto. La mar estaba en calma y la capa de nubes del día anterior empezaba a dispersarse. Bajó hasta el muelle desde el que partían los transbordadores hacia Helsingör. El trayecto no duraba más de veinte minutos, pero a ella le gustaba tomarse un café o una copa de vino sentada a bordo y observar cómo los demás pasajeros revisaban las bolsas con bebidas alcohólicas adquiridas en Dinamarca. Se sentó a una mesa pegajosa que había en un rincón. En un arrebato de irritación, llamó a una joven que recogía los restos de las mesas.
– Lo siento, pero tengo que protestar. Habéis quitado la mesa, pero no la habéis limpiado y está tremendamente sucia.
La muchacha se encogió de hombros y la limpió. Birgitta Roslin contempló con repugnancia la pringosa bayeta, pero no añadió nada más. La chica le recordaba en cierto modo a la joven violada, aunque no supo decir por qué. Tal vez a causa de su desinterés por hacer bien su trabajo, que era retirar los platos de las mesas. O quizá por ese aire suyo de indefensión que Birgitta Roslin no era capaz de describir.
El transbordador empezó a vibrar. El vaivén le produjo una sensación agradable, casi placentera. Recordó la primera vez que viajó al extranjero, cuando sólo tenía diecinueve años. Se fue a Inglaterra a hacer un curso de inglés con una amiga. Aquel viaje también empezó en un transbordador, el que cubría el trayecto entre Gotemburgo y Londres. Birgitta Roslin jamás olvidaría la sensación que experimentó cuando, desde la cubierta, tuvo la certeza de estar acercándose a algo desconocido y liberador.
Esa misma sensación de libertad la invadió en ese momento, mientras recorría el angosto estrecho que separaba Suecia de Dinamarca. El recuerdo de la desagradable sentencia se borró de su conciencia.
«Ya ni siquiera estoy en la mitad de mi vida», consideró para sí. «Ya he dejado atrás el punto en el que uno no es consciente de que ya ha pasado… Sobre todo, no me quedan muchas decisiones importantes que tomar en la vida. Seré jueza hasta que me jubile y lo más probable es que pueda disfrutar de mis nietos antes de que todo se haya acabado.»
Sin embargo, era consciente de que la sensación de malestar que más ocupada tenía por entonces su mente era el hecho de que su matrimonio con Staffan iba camino de agostarse y morir. Eran buenos amigos y capaces aún de darse seguridad, pero el amor y el placer sensual de estar cerca el uno del otro habían desaparecido por completo.
Dentro de cuatro días haría un año desde la última vez que se tocaron y que hicieron el amor antes de dormirse. Cuanto más se acercaba tan curioso aniversario, más impotente se sentía. Ya faltaba poco. Había hecho repetidos intentos por explicarle a Staffan hasta qué punto sentía esa soledad, pero él no estaba dispuesto a hablar, se escabullía, prefería posponer una conversación que, claro está, también a él le parecía importante. Staffan le juraba que no se sentía atraído por ninguna otra persona, sólo que le faltaban unas ganas que, sin duda, volvería a sentir. Era cuestión de tener paciencia.