Ella lamentaba haber perdido la antigua y estrecha relación con su marido, el apuesto conductor de tren con sus grandes manos y aquel rostro que con tanta facilidad se sonrojaba; pero no pensaba rendirse, aún no había llegado al punto de desear que sus antiguos lazos quedasen en pura amistad y nada más.
Birgitta Roslin fue a buscar otro café y se cambió a otra mesa menos sucia. Unos jóvenes bastante ebrios ya pese a que era muy temprano discutían sobre si fue Hamlet o Macbeth quien estuvo prisionero en el castillo de Kronborg, que se erguía majestuoso sobre el acantilado, cerca de Helsingör. Ella escuchaba divertida la conversación e incluso se sintió tentada de intervenir.
En la mesa del rincón había unos chicos, apenas mayores de catorce o quince años. Seguramente habrían faltado al colegio. ¿Por qué no iban a hacerlo cuando en realidad a nadie parecía importarle? Si algo no echaba de menos en su vida, era el autoritarismo de la escuela que a ella le tocó vivir. Al mismo tiempo, recordó un suceso del año anterior, algo que la desesperó ante la realidad del Estado de derecho sueco y que le recordó más que nunca a su consejero Anker, que ya llevaba treinta años muerto.
En una zona residencial, justo a las afueras de Helsingborg, una mujer de cerca de ochenta años sufrió un infarto masivo y cayó de espaldas en medio de una calle peatonal. Unos niños de trece y catorce años pasaron por allí, pero en lugar de ayudarle no se lo pensaron dos veces, le robaron el monedero que llevaba en el bolso y luego intentaron violarla. De no ser por un hombre que llegó en ese momento habrían consumado la violación. La policía pudo atrapar a los dos chicos, pero, puesto que eran menores de edad, los dejaron libres.
Birgitta Roslin supo del suceso por un fiscal que, a su vez, se lo había oído contar a un policía. Le pareció indignante e intentó averiguar por qué no se había denunciado el hecho a los servicios sociales. Birgitta no tardó en enterarse de que, cada año, unos cien niños cometían delitos sin ningún tipo de consecuencia para ellos. Nadie hablaba con los padres ni se informaba a los servicios sociales. Y no se trataba sólo de simples hurtos, sino también de robos y agresiones que sólo por azar no resultaban en muerte.
Aquello la hizo dudar del sistema judicial sueco. ¿A quién servía ella, en realidad? ¿A la justicia o a la indiferencia? ¿Y cuáles serían las consecuencias si seguían permitiendo que los niños cometiesen delitos ante los que nadie reaccionaba? ¿Cómo habían podido llegar al punto de que el fundamento de la democracia se viese amenazado por un sistema de justicia deficitario?
Apuró el café mientras pensaba que aún le quedaban otros diez años en activo. ¿Lo aguantaría? ¿Podría ser una buena jueza pese a haber empezado a dudar del buen funcionamiento del sistema?
Lo ignoraba. A fin de abandonar tan lúgubres pensamientos, de los que, además, tampoco sacaba nada en claro, cruzó el estrecho una vez más. Cuando bajó a tierra en Suecia, ya habían dado las nueve. Cruzó la ancha calle principal que atravesaba todo Helsingborg y, cuando giró por una perpendicular, vio por casualidad las primeras páginas con los titulares de los grandes diarios vespertinos, que un hombre estaba colocando en ese momento. Los escandalosos titulares la hicieron detenerse a leer: asesinato múltiple en hälsingland; un crimen espeluznante. la policía no tiene ninguna pista; se ignora el número de víctimas. asesinato múltiple.
Continuó en dirección al coche. Ella no solía comprar los diarios de la tarde. Encontraba ofensivos y hasta insultantes los ataques que, con absoluta falta de rigor, dirigían de vez en cuando al sistema judicial sueco. Por más que ella estuviese de acuerdo con gran parte de lo que decían, no le gustaban los diarios vespertinos. Solían entorpecer la crítica verdadera, aunque la intención fuese buena.
Birgitta Roslin vivía en la zona residencial de Kjellstorp, cerca de la entrada norte de la ciudad. De camino a casa paró en una tienda propiedad de un emigrante paquistaní que siempre la recibía con una amplia sonrisa. Sabía que era jueza y la trataba con mucho respeto. Birgitta ignoraba si en Pakistán habría juezas, pero nunca se lo preguntó.
Cuando llegó a casa, se dio un baño y se fue a dormir. Se despertó a la una y, por fin, se sintió descansada. Después de tomarse un café y un par de bocadillos volvió al trabajo. Varias horas más tarde imprimió la sentencia que había escrito en el ordenador, la sentencia que absolvía al culpable, y la dejó sobre la mesa de su secretaria. Al parecer, impartían en los juzgados unos cursos de perfeccionamiento de los que ella o bien no había sido informada o, lo que era más probable, se había olvidado. Cuando llegó a casa, se calentó para cenar un guiso de pollo del día anterior y le dejó el resto a Staffan en el frigorífico.
Se sentó en el sofá con una taza de café y encendió el televisor para consultar el teletexto. Entonces recordó los titulares de los diarios que había visto hacía unas horas. La policía no tenía la menor pista y tampoco quería hacer público el número de víctimas ni sus nombres, puesto que aún no habían logrado ponerse en contacto con todos los familiares.
«Un perturbado», se dijo Birgitta Roslin. «Un loco que padecerá manía persecutoria o que quizá se considera maltratado por el mundo.»
Los años que llevaba en su profesión de jueza le habían enseñado que existían muchas y muy variadas formas de locura capaz de llevar a los seres humanos a cometer los crímenes más atroces. Sin embargo, también había aprendido que los psiquiatras judiciales no siempre conseguían descubrir a aquellos cuya intención era lograr que les impusiesen una pena menor por estar enfermos.
Apagó el televisor y bajó al sótano, donde había ido creando una pequeña bodega de vino tinto de distintas procedencias. Allí tenía, además, una serie de catálogos de distintos importadores. Hacía tan sólo unos años que comprendió que, al mudarse sus hijos, su economía y la de Staffan había cambiado. Ahora pensaba que podía permitirse el lujo de algún extra y decidió que compraría un par de botellas al mes. Se entretenía examinando las ofertas de las distintas compañías importadoras y le divertía ir probando. Pagar quinientas coronas por una botella suponía un placer casi prohibido para ella. En dos ocasiones había convencido a Staffan para que la acompañase a Italia y allí habían visitado distintos viñedos. Sin embargo, él apenas se mostraba interesado. A cambio, ella acudía con él a conciertos de jazz en Copenhague, pese a que se trataba de un estilo musical que no apreciaba especialmente.
En el sótano hacía frío. Comprobó que la temperatura se mantenía a catorce grados y se sentó en un taburete que había junto a los anaqueles. Allí, entre las botellas, sentía una paz inmensa. Si hubiese tenido la opción de sumergirse en una piscina de agua caliente, habría preferido bajar a su sótano, donde, aquel día, tenía exactamente ciento catorce botellas.
Pero ¿era real esa paz que sentía en la bodega? Si, cuando era joven, alguien le hubiese dicho que un día coleccionaría botellas de vino, se habría negado a creerlo. No sólo habría negado la posibilidad de que fuese cierto sino que además se habría indignado. Durante sus años de estudiante en Lund frecuentó círculos de la izquierda radical que, hacia finales de los años sesenta, cuestionaban tanto la enseñanza universitaria como la sociedad a cuyo servicio había de ponerse llegado el momento. Y lo de coleccionar vino se habría considerado por aquel entonces una pérdida de tiempo y de esfuerzo, un entretenimiento directamente burgués y, por tanto, execrable.
Seguía inmersa en sus reflexiones cuando oyó a Staffan en el piso de arriba. Apartó el catálogo y subió las escaleras. Su marido acababa de sacar del frigorífico los restos del guiso de pollo y, sobre la mesa, había varios diarios vespertinos que se había traído del tren.