Al día siguiente, el capitán fue a verla con un intérprete para hacerle unas preguntas. Hablaba un dialecto muy similar al de los dos hermanos, pero lo hacía con voz tan queda que resultaba difícil entenderla. Pese a todo, San se enteró de que sus padres habían muerto y de que un pariente la había amenazado con entregarla a un terrateniente muy temido por todos, que solía maltratar a sus jóvenes esposas. Y entonces, Sun Na huyó a Cantón. Allí subió a bordo del barco con la idea de llegar a América, donde tenía una hermana. Y había logrado mantenerse oculta hasta ahora.

– Te mantendremos con vida -le dijo el capitán-. A mí tanto me da si tienes o no una hermana, pero en América hay escasez de mujeres chinas.

Sacó una moneda de plata que llevaba en el bolsillo, la lanzó al aire y volvió a recogerla.

– Para mí vas a suponer un mérito extra en este viaje. Seguramente no comprendes por qué, pero mejor así.

Aquella noche, San continuó haciéndole preguntas a la joven. De vez en cuando, uno de los marineros pasaba por allí y lanzaba una mirada ávida al cuerpo de la muchacha, que se esforzaba por ocultarlo, sentada con la cabeza bajo la sucia manta y sin decir apenas nada. Era de un pueblo cuyo nombre San nunca había oído. Sin embargo, cuando le describió el paisaje y el color tan especial de las aguas del río que discurría cerca de su casa, San comprendió que no podía quedar muy lejos de Wi Hei.

Sus conversaciones eran breves, como si Sun Na únicamente tuviese fuerzas para pronunciar unas pocas palabras cada vez. Además, sólo se susurraban las preguntas y respuestas durante la noche. De día, ella vivía bajo la manta e intentaba esconderse de las miradas de todos.

El barco siguió navegando hacia el este. San marcaba a diario su muesca en el mástil. Se dio cuenta de que los hombres que pasaban las noches bajo cubierta se encontraban cada vez peor a causa del aire viciado y de la falta de espacio. Ya habían subido a dos y los habían arrojado por la borda envueltos en viejos sacos de paño, sin que nadie pronunciase una palabra ni hiciese siquiera una reverencia al mar que acogía al muerto. En realidad era la muerte quien tenía el mando a bordo. Nadie más decidía sobre los vientos, las corrientes, las olas o quiénes serían llevados a cubierta desde la apestosa bodega.

San, por su parte, tenía una misión, proteger a la tímida Sun Na y, por las noches, susurrarle al oído palabras de consuelo.

Pocos días después subieron a otro hombre muerto de la bodega. Ni San ni Guo Si pudieron ver de quién era el cadáver que arrojaban por la borda; pero uno de los marineros se acercó al mástil después de lanzarlo. Llevaba en la mano un trozo de tela enrollado.

– Quería que te diera esto.

– ¿Quién?

– Y yo qué sé cómo se llamaba.

San tomó el bulto de tela y, al desenrollarlo, vio que contenía un pulgar. Y supo que era Liu quien había muerto. Al ver que llegaba su hora, se cortó el pulgar y pagó al marinero para que se lo diese a San.

Se sintió honrado. Acababan de confiarle una de las misiones más importantes que una persona podía encomendarle a otra. Liu creía que San regresaría un día a China.

San observó el pulgar y empezó a raspar la piel y la carne rozándolo contra la cadena que tenía alrededor de los pies, pero procuró que Guo Si no viese lo que estaba haciendo.

Le llevó varios días limpiar el hueso. Cuando lo consiguió, lo lavó con agua de lluvia y se lo guardó en el dobladillo de la camisa. Él no lo defraudaría, aunque los marineros se hubiesen llevado el dinero que le correspondía.

Dos días más tarde, otro hombre murió en el barco; sólo que en aquella ocasión no fueron a buscar el cuerpo a la bodega. El hombre que murió fue nada menos que el capitán. San había pensado mucho en que el país al que se dirigía estaba poblado de esos extraños hombres blancos. De repente, vio que el hombre se encogía, como si hubiese recibido el golpe de un puño invisible. Cayó de bruces y no volvió a moverse. Los marineros acudieron presurosos de todas partes, gritando y maldiciendo, pero de nada sirvió. Al día siguiente, también el capitán desapareció en el mar. Aunque su cuerpo iba envuelto en una bandera con rayas y estrellas.

Cuando se produjo aquella muerte, reinaba de nuevo la calma chicha más absoluta. Parecía que la impaciencia de la tripulación se transformaba en miedo y desasosiego. Algunos de los marineros aseguraban que el que había matado al capitán era un espíritu maligno, el mismo que se había llevado los vientos. Existía el riesgo de que se acabasen tanto el agua como la comida. A veces estallaban disputas y peleas, sucesos que habrían sido castigados de inmediato en vida del capitán. El segundo de a bordo que lo sustituía parecía carecer de su autoritaria resolución. Y a San lo invadió un creciente malestar ante la tensión del ambiente a bordo. Continuó grabando sus muescas en el mástil. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿Cuáles eran, en realidad, las dimensiones del mar que estaban atravesando?

Una noche de calma en que San dormitaba junto al mástil, aparecieron unos marineros y empezaron a desatar las cuerdas que sujetaban a Sun Na. Con el fin de que la joven no pudiese gritar ni ofrecer resistencia, uno de los marineros le tapó la boca con una mordaza. San vio con horror cómo la arrastraban hasta la falca, le quitaban la ropa y la violaban. Cada vez aparecían más marineros, todos aguardaban su turno en la oscuridad. San se vio obligado a presenciarlo todo sin poder hacer nada.

De repente se dio cuenta de que Guo Si se había despertado y de que estaba viendo lo que sucedía. Su hermano lanzó un grito desesperado.

– Será mejor que cierres los ojos -le aconsejó San-. No quiero que vuelvas a caer enfermo. Lo que está ocurriendo puede causarle una fiebre mortal a cualquiera.

Cuando los marineros acabaron con Sun Na, la joven ya no se movía. Pese a todo, uno de los hombres le puso una soga al cuello e izó el cuerpo desnudo por un madero que sobresalía de uno de los mástiles. Las piernas de Sun Na patalearon nerviosas, la joven intentó trepar por la cuerda con las manos, pero no tenía fuerzas. Al final, se quedó allí colgada e inmóvil. Entonces la arrojaron por la borda. Ni siquiera la envolvieron en un paño, simplemente lanzaron al agua su cuerpo desnudo. San no pudo evitarlo y dejó escapar un lamento desesperado. Uno de los marineros lo oyó.

– ¿Echas de menos a tu novia? -le preguntó.

San tuvo miedo de que lo tiraran por la borda también a él.

– Yo no tengo novia -respondió.

– Ella fue la culpable de que viniese la calma chicha. Y seguramente también embrujó al capitán para que muriese. Ya no está y el viento empezará a soplar otra vez.

– Habéis hecho lo correcto arrojándola por la borda.

El marinero se le acercó a apenas unos centímetros de la cara.

– Tienes miedo -le dijo-. Tienes miedo y estás mintiendo. Pero no te preocupes, que a ti no vamos a tirarte por la borda. No sé lo que estás pensando, pero supongo que si pudieras, me castrarías. No sólo a mí, sino a toda la tripulación. Un hombre que está encadenado a un mástil no puede tener los mismos pensamientos que yo.

Con una sonrisa irónica se marchó de allí y le arrojó a San los restos de tela blanca de lo que había sido el vestido de Sun Na.

– Seguro que el olor permanece -le gritó-. El olor a mujer y el olor a muerte.

San dobló la tela y se la guardó en la camisa. Ahora tenía el hueso del pulgar de un hombre muerto y un trozo de tela sucia de una joven a la que conoció en su desgraciado final. Jamás había llevado una carga tan pesada.

Guo Si no habló de lo ocurrido. San iba haciéndose a la idea de que jamás llegarían al punto donde terminaba el mar y empezaba otra cosa, algo desconocido. A veces soñaba que un ser sin rostro le quitaba la piel y la carne de los huesos y arrojaba los jirones a una bandada de grandes pájaros. Cuando despertaba, seguía encadenado al mástil. Después de aquel sueño, su estado le parecía una maravillosa liberación.


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