Pasaron muchos días navegando con viento favorable. Una mañana, poco después del alba, oyó los gritos del vigía desde su puesto en la proa. Guo Si se despertó al oír las voces.
– ¿Por qué grita? -quiso saber Guo Si.
– Creo que ha ocurrido lo imposible -respondió San agarrándole la mano-. Creo que han avistado tierra.
Era como una estela oscura que oscilaba por encima de las crestas de las olas. Luego vieron cómo iba creciendo, un territorio que emergía de entre las aguas.
Dos días más tarde entraron en una anchísima bocana donde se apiñaban barcos de vapor de humeantes chimeneas y veleros como aquel en el que ellos viajaban, varados en los fondeaderos en largas hileras. Los llevaron a todos a cubierta. Subieron grandes cubas con agua, les dieron jabón para que se lavasen mientras los marineros vigilaban. Ya no los golpeaban. Si alguno no era concienzudo al lavarse, los propios marineros le ayudaban a hacerlo. Los afeitaron y les dieron una porción de comida mucho mayor que durante el viaje. Una vez listos todos los preparativos, les quitaron las cadenas de los pies y las sustituyeron por esposas.
El barco seguía varado en el fondeadero. Colocaron a San y Guo Sin en fila con los demás. Todos contemplaban el inmenso puerto. Pero la ciudad levantada sobre las colinas no era grande. San pensó en Cantón. Aquella ciudad no era nada comparada con la que habían dejado. ¿Sería verdad que el lecho de los ríos de aquel país estaba lleno de pepitas de oro?
Por la noche, dos embarcaciones de menor tamaño atracaron al socaire del barco. Desenrollaron una escala. San y Guo Si fueron de los últimos en bajar. Los marineros que los recibieron eran todos de raza blanca. Tenían barba y olían a sudor; además, algunos estaban ebrios. Se mostraban impacientes y empujaban a Guo Si, que se movía despacio. Los barcos tenían chimeneas que despedían un humo negro. San vio que el buque, con el mástil marcado por sus muescas, desaparecía en la oscuridad. En ese momento se rompió el último lazo con su vieja patria.
Miró al firmamento. El cielo que tenían sobre sus cabezas no se asemejaba al de antes. Las estrellas formaban las mismas constelaciones, pero no estaban en el mismo lugar.
Ahora comprendía lo que significaba la palabra soledad, verse abandonado incluso por las estrellas que le brillaban a uno sobre la cabeza.
– ¿Adónde vamos? -le preguntó Guo Si en un susurro.
– No lo sé.
Cuando bajaron a tierra, se vieron obligados a apoyarse el uno en el otro para no caer. Habían pasado tanto tiempo en el barco que, al verse sobre tierra firme, perdieron el equilibrio.
Los empujaron hacia una oscura habitación que olía a miedo y a orines de gato. Un hombre chino vestido como los blancos entró en la habitación. A su lado había otros dos chinos que sujetaban sendos quinqués muy potentes.
– Esta noche la pasaréis aquí -les dijo el chino blanco-. Mañana reemprenderéis el viaje. No intentéis escapar. Si armáis escándalo, os amordazaremos. Y si aun así no os calláis, os cortaré la lengua.
Al decir esto, sacó un cuchillo cuya hoja relucía a la luz de los quinqués.
– Si hacéis lo que digo, todo irá bien. De lo contrario, os irá muy mal. Tengo perros a los que les gusta mucho comer lengua de hombre. -El chino blanco se guardó el cuchillo en el cinturón-. Mañana os darán de comer -prosiguió-. Todo irá bien. Pronto empezaréis a trabajar. Quienes cumplan con su obligación podrán volver a cruzar el mar con una gran fortuna.
Dejó la sala junto con los hombres que llevaban los quinqués. Ninguno de los que se apiñaban en la oscuridad se atrevió a decir una sola palabra. San le susurró a Guo Si que lo mejor sería intentar dormir. Pasara lo que pasara, al día siguiente necesitarían todas sus fuerzas.
San permaneció despierto largo rato junto a su hermano, que se durmió enseguida. A su alrededor, en las tinieblas, se oían los ruidos inquietos de los que dormían y los que velaban. Aplicó el oído a la fría pared e intentó captar algún sonido del exterior; pero era una pared gruesa y muda que no dejaba pasar ningún ruido.
– Tienes que venir a buscarnos -le dijo a Wu hablándole a la oscuridad-. Aunque estés muerto, tú eres el único que queda en China.
Al día siguiente los llevaron en carromatos cubiertos de lona y tirados por caballos. Abandonaron la ciudad sin haberla visto siquiera.
Cuando llegaron a una región árida y pedregosa, en la que sólo crecían arbustos, unos jinetes con rifles apartaron la lona de los carromatos.
Brillaba el sol, pero hacía frío. San vio que los carromatos avanzaban en una larga y serpenteante caravana. A lo lejos se veía una infinita cadena montañosa.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Guo Si.
– No lo sé. Ya te he dicho que no preguntes tanto. Te lo diré cuando lo sepa.
Continuaron durante varios días en dirección a las montañas. Por la noche, dormían bajo los carros dispuestos en círculo.
La temperatura iba bajando según pasaban los días. San se preguntaba a menudo si él y su hermano no morirían congelados.
El hielo ya se le había metido dentro. Un frío y aterrado corazón gélido.
13
El 9 de marzo de 1864, Guo Si y San empezaron a excavar la montaña que entorpecía el paso del ferrocarril, un artilugio que estaban construyendo a lo largo de todo el continente norteamericano.
Fue uno de los inviernos más crudos que se recordaban en Nevada; los días eran tan fríos que parecía que, en lugar de aire, respirasen cristales de hielo.
San y Guo Si habían trabajado hasta entonces más al oeste, donde resultaba más fácil preparar el terreno y colocar los raíles. Llegaron allí a finales de octubre, directamente del barco. Junto con muchos de los encadenados secuestrados en Cantón, fueron recibidos por chinos que no llevaban coleta, vestían la misma ropa que los hombres blancos y llevaban los mismos relojes de bolsillo, cuyas cadenas les cruzaban el pecho. Los hermanos fueron recibidos por un hombre que se apellidaba Wang, como ellos. San contempló con horror cómo su hermano Guo Si, que por lo general nunca decía una palabra, empezaba a protestar.
– Nos atacaron, nos amarraron y nos llevaron a bordo por la fuerza. No queríamos venir aquí.
San pensó que ahí terminaba su largo viaje. El hombre que tenían ante sí no toleraría que le hablasen con tal impertinencia. Sacaría el arma que colgaba del cinturón que le rodeaba las caderas y les dispararía.
Pero San se equivocó. Wang rompió a reír, como si Guo Si hubiese contado un chiste.
– Sólo sois perros -declaró Wang-. Zi me ha enviado unos perros parlantes. Yo soy vuestro dueño hasta que me hayáis pagado el viaje, la comida y el transporte desde San Francisco hasta aquí. Me pagaréis con vuestro trabajo. Dentro de tres años podréis hacer lo que queráis, pero hasta entonces sois míos. Aquí, en el desierto, no podéis escapar. Hay lobos y osos y hasta indios que os cortarán el pescuezo, aplastarán vuestras cabezas y os sorberán el cerebro como si fuese un huevo. Si, pese a todo, intentáis fugaros, haré que os sigan verdaderos perros que darán con vuestro rastro. Entonces entrará en acción el látigo y deberéis trabajar para mí un año más. Ahora ya sabéis lo que os espera.
San observó a los hombres que había detrás de Wang. Llevaban perros sujetos con correas e iban armados. A San le sorprendió que aquellos hombres blancos de pobladas barbas estuviesen dispuestos a obedecer órdenes de un chino. Habían llegado a un país que no se parecía a China lo más mínimo.
Los enviaron a un campamento de tiendas de campaña montadas en lo hondo de un barranco por el que discurría un arroyo. A un lado del río estaban los trabajadores chinos; al otro se habían instalado los irlandeses, alemanes y demás europeos. Entre los dos campamentos reinaba una gran tensión. El lecho del arroyo constituía una frontera que ninguno de los chinos traspasaba a menos que fuese necesario. Los irlandeses, que se emborrachaban a menudo, gritaban improperios y lanzaban piedras contra el campamento chino. San y Guo Si no comprendían lo que gritaban, pero las piedras que atravesando el aire llegaban hasta su lado eran duras. No había razón alguna para no sospechar que otro tanto podría decirse de sus palabras.