Tuvieron que compartir tienda con otros doce chinos, ninguno de los cuales había ido en el mismo barco que ellos. San supuso que Wang prefería mezclar a los recién llegados con quienes ya llevaban mucho tiempo en la construcción del ferrocarril, para que les fuesen indicando las reglas y rutinas. La tienda era muy pequeña. Cuando todos se habían acostado, estaban como sardinas enlatadas. Les servía para mantener el calor, pero al mismo tiempo tenían la paralizante sensación de no poder moverse, de estar atados.
En la tienda mandaba un hombre llamado Xu. Era escuálido y tenía los dientes picados, pero gozaba de un gran respeto. Xu fue quien les asignó a San y a Guo Si las plazas para dormir. Les preguntó de dónde eran y en qué barco habían viajado, pero no dijo nada de sí mismo. Junto a San descansaba un hombre llamado Hao, que les contó que Xu llevaba en la construcción del ferrocarril desde sus inicios, hacía ya varios años. Llegó a América a principios de la década de 1850 y empezó a trabajar en las minas de oro. Decían que no tuvo suerte a la hora de encontrar pepitas de oro en los ríos. En cambio, se compró una vieja barraca de madera donde vivían varios buscadores de oro. Nadie comprendió cómo Xu podía ser tan necio para pagar veinticinco dólares por una casa en la que nadie querría vivir. Sin embargo, él limpió todo el polvo, retiró los tableros del suelo, que estaban desportillados, barrió la tierra que había bajo la casa y, finalmente, consiguió reunir tal cantidad de polvo de oro caído bajo el suelo que pudo regresar a San Francisco con una pequeña fortuna. Decidió volver a Cantón e incluso compró un pasaje en un barco de vapor. No obstante, mientras llegaba la hora de partir, acudió a uno de los salones de juego donde los chinos pasaban el tiempo. Jugó y lo perdió todo. Finalmente perdió también el pasaje. Fue entonces cuando entró en contacto con la compañía Central Pacific y se convirtió en uno de los primeros chinos que contrataron.
San nunca logró averiguar cómo Hao se habría enterado de todo aquello sin que Xu se lo hubiese contado. De todos modos, Hao insistía en que todo era cierto.
Xu hablaba inglés. Gracias a él, los hermanos tuvieron oportunidad de saber lo que les gritaban desde la otra orilla del arroyo que separaba los dos campamentos. Xu hablaba con desprecio de los hombres del otro lado.
– Nos llaman chinks -explicó-. Un apelativo muy despectivo. Cuando los irlandeses se emborrachan, a veces nos llaman pigs, que significa que somos Don Fin-Yao.
– ¿Por qué no les gustamos?
– Porque trabajamos mejor -aclaró Xu-. Trabajamos más duro, no bebemos, no nos fugamos. Además, tenemos las mejillas amarillas y los ojos oblicuos. Y la gente que no es como ellos no les gusta.
Todas las mañanas, San y Guo Si ascendían, provistos de candiles, por el resbaladizo sendero que les permitía salir del barranco. A veces, alguno de ellos se escurría por el suelo helado y caía rodando al fondo del barranco. Dos hombres que tenían las piernas inútiles ayudaban a preparar la comida que aguardaba a los hermanos cuando éstos regresaban después de sus largas jornadas de trabajo. Los chinos y los que vivían al otro lado del arroyo trabajaban lejos unos de otros y llegaban a sus puestos por senderos distintos. Los capataces vigilaban constantemente para que no se acercasen demasiado. A veces, en medio del agua, surgían peleas entre un grupo de chinos armados con garrotes y otro de irlandeses provistos de cuchillos. Entonces los barbudos vigilantes se presentaban a caballo para separarlos. Y había ocasiones en que alguno de los camorristas salía tan mal parado que moría a causa de las heridas. A un chino que le rompió la cabeza a un irlandés lo mataron de un disparo; a un irlandés que mató a un chino a navajazos se lo llevaron encadenado. Xu les recomendaba a cuantos vivían en la tienda que se mantuviesen apartados de las disputas y las pedradas y les recordaba a diario que aún eran simples huéspedes en aquel país.
– Hemos de esperar -les aconsejaba Xu-. Llegará el día en que comprenderán que no tendrán ferrocarril si no lo terminamos nosotros, los chinos. Un día, todo cambiará.
Por la noche, ya acostados en la tienda, Guo Si le preguntó a San qué quería decir Xu exactamente, pero a San no se le ocurrió una buena respuesta a esa pregunta.
Habían viajado desde la costa hacia aquella zona árida donde el sol calentaba cada vez menos. Cuando los despertaban los gritos de Xu, tenían que apresurarse cuanto podían con el fin de que los poderosos capataces no los obligaran a trabajar más de las doce horas habituales. Hacía un frío penetrante y nevaba casi a diario.
De vez en cuando atisbaban la presencia del temido Wang, que les había dicho que él era su dueño. De repente aparecía así, sin más, para desaparecer igual de rápido.
Los hermanos preparaban el terreno donde luego se instalarían los raíles y los maderos. Encendían hogueras por todas partes para ver mejor mientras trabajaban, pero también con la idea de calentar el suelo congelado. Los vigilaban continuamente capataces a caballo, hombres blancos con rifles, que se abrigaban con pieles de lobo y ataban pañuelos en torno a los sombreros para mantener a raya el frío. Xu les había enseñado a responderles «Yes, boss», siempre que los capataces se dirigiesen a ellos, aunque no entendieran lo que les decían.
El resplandor de las hogueras alumbraba varios kilómetros y permitía ver a los irlandeses colocar los raíles y los maderos. A veces oían el silbato de una locomotora que despedía nubes de vapor. San y Guo Si observaban aquellos gigantescos animales de tiro como si fuesen dragones. Aunque los monstruos de los que les había hablado su madre, que echaban fuego por la boca, solían ser de muchos colores, ella debía de referirse sin duda a aquellos otros, negros y brillantes.
Sus penurias no tenían fin. Cuando terminaban la larga jornada, apenas si les quedaban fuerzas para volver a bajar al barranco, comer y caer desplomados en la tienda. San intentaba por todos los medios obligar a Guo Si a lavarse en la fría agua. A San le daba asco su propio cuerpo cuando lo sentía sucio. Ante su asombro, casi siempre era el único que iba a lavarse medio desnudo y tiritando. Los únicos que se le unían eran los recién llegados. A medida que se incorporaban a los pesados trabajos y que iban pasando los días, abandonaban el interés por mantenerse limpios. Finalmente, llegó el día en que el propio San cayó rendido en la tienda sin haberse lavado. Allí tumbado, percibía el hedor de sus propios cuerpos. Era como si también fuese transformándose poco a poco en un ser sin dignidad, sin sueños ni añoranzas. En momentos de semivigilia veía a su madre y a su padre y pensaba que lo único que había hecho era cambiar un infierno conocido por otro lejano e ignoto. Ahora se veían obligados a trabajar como esclavos, en condiciones mucho peores de las que sus padres vivieron jamás. ¿Era aquello lo que esperaban alcanzar cuando huyeron a Cantón? ¿Acaso no había otras salidas para un pobre?
Aquella noche, justo antes de dormirse, decidió que su única posibilidad de sobrevivir era huir. A diario veía cómo retiraban el cadáver de alguno de los mal alimentados trabajadores.
Al día siguiente, le habló de sus planes a Hao, que dormía a su lado, y éste lo escuchó pensativo.
– América es un país muy extenso -observó Hao-. Aunque no tanto como para que un chino como tú o tu hermano pueda desaparecer sin más. Si lo piensas en serio, deberías huir para volver a China; de lo contrario os atraparán tarde o temprano. Y no tengo que explicarte lo que os ocurriría de ser así.
San reflexionó largo rato después de hablar con Hao. Aún no era el momento apropiado para huir, ni siquiera para comentar con Guo Si el plan que estaba madurando.
A finales de febrero, una violenta tormenta de nieve arrasó el desierto de Nevada. Durante doce horas no paró de nevar, hasta que la blanca capa superó el metro de profundidad. Cuando pasó el temporal, bajaron las temperaturas. La mañana del 1 de marzo de 1864 se vieron obligados a excavar la nieve para salir. Los irlandeses de la otra orilla del helado arroyo lo sufrieron en menor medida, puesto que sus tiendas se hallaban al socaire. Y ahora se reían de los chinos, que se afanaban con las palas para retirar la nieve de las tiendas y los senderos que conducían a la parte superior del barranco.