VIII
Julio ocupaba tres habitaciones, encima del garaje, separadas por el jardín del resto de la casa, pero el jardín había llegado a invadirlas poco a poco: la Santa Rita, la glicina, enroscaban sus troncos a los pilares para caer, desde lo alto, en una profusa lluvia violeta. Algunas tardes, después del almuerzo, yo me sentaba con un libro debajo de las enredaderas. El jardinero podaba las plantas, rastrillaba el césped, acumulaba blandos montones de pétalos; eran esos mismos pétalos cuya frialdad me acarició la nuca. Porque la primavera de 1916 fue muy brillante y risueña. Tantas hojas verdes, tantos matices delicados e insinuantes, el resplandor tibio del sol, el aire transparente, brotaban de una oscura reserva de alegría. Los cielos de octubre me vieron atravesar el jardín llevando una rama de glicina con todas las precauciones posibles, para que sus flores no se deshojaran; llegaba al cuarto de Cecilia, y Cecilia la colocaba en un vaso con agua, sobre el escritorio. Encima del escritorio, junto a una estampa en colores que representaba «Las ruinas de Palmira», se amontonaban pequeños objetos comprados en sus viajes, fotografías de estatuas y cuadros célebres, de políticos, de actrices. Recuerdo la blanca melena de Ferri, las cejas arqueadas, el busto excesivo de Réjane, y recuerdo, asimismo, los bigotes de un caballero que lleva en la cabeza un bicornio con plumas de marabú: era el señor X.
Dormíamos en piezas contiguas, separadas por el cuarto de baño. A veces, cuando Cecilia abría sus puertas que daban a la galería, yo la encontraba leyendo; Cecilia había descubierto unas revistas a que estuvo suscrita mi madre; en esas colecciones incompletas, y ya un poco vetustas, seguía con negligente asiduidad novelas por entregas, como pude descubrir cuando advertí que no se inquietaba por la ausencia de algunos ejemplares. Pero estos ejemplares remisos, que yo había tenido que buscar en el sótano, me permitían entrar a su dormitorio cuando estaban cerradas las puertas. Cecilia, entonces, me ofrecía un asiento a su lado. Conversaba, preguntaba.
Se había formado sobre nuestra familia un esquema demasiado lógico y había resuelto conquistarla halagando a cada uno de sus miembros. Pero escogía siempre, en esos casos, al interlocutor indebido. Creía, por ejemplo, que Isabel había combinado el matrimonio de mis padres para darle a Julio un hogar; daba por sentada la gratitud de mi madre hacia Isabel, su protectora. Cuando Cecilia conversaba con Isabel, ponderaba los méritos de Julio. Isabel la escuchaba con frialdad. Entonces, decidida a vencer su reserva, Cecilia no había encontrado mejor camino que hacer elogios de Isabel ante mi madre, con la esperanza de que alguna vez sus palabras le fueran trasmitidas. Le decía:
– ¡Es tan inteligente! En Roma todos la conocen. Paraba siempre en casa de Julia Bonaparte, la hermana del cardenal, en un palacio admirable del Foro Trajano. María Alberti la estima mucho. Antes de la guerra, Isabel iba todos los años.
– No todos.
– Y ahora, que no puede viajar, vive consagrada a ustedes. ¡Qué mujer tan generosa!
– Así es -contestaba mi madre.
Cecilia comprendía de manera confusa que nuestra familia no se regía por sus principios, pero era demasiado fiel a ellos (o demasiado indolente) para tomarse el trabajo de abandonarlos, o modificarlos, y continuaba tropezando «de Charybde en Scylla», como hubiera dicho Claudio Núñez, o, para ser más exactos, encontraba tres escollos: Isabel, mi madre y yo. En mí tomaba aliento un instante. La notaba, entonces, menos segura que de costumbre, llena de intuiciones y sospechas, en un estado de ánimo particularmente apto para sustraerse a su equivocado destino y descubrir la verdad. Pero mis respuestas ingenuas la mandaba da capo a sus antiguas convicciones, y al ver que regresaba a ellas, ineluctablemente, yo sentía un placer un poco perverso, casi musical, como si escuchara el tercer tiempo de una sonata que repite, con ligeras variaciones, el tema de la exposición. Una vez, sin embargo, cometí una imprudencia. Había entrado a su cuarto con un pretexto cualquiera; la encontré con los ojos cerrados. Permaneció un segundo en esa actitud; al abrir los ojos, que me parecieron más grandes y luminosos que de costumbre, noté que estaban llenos de lágrimas.
Le pregunté si le ocurría algo malo. Nada malo. Estaba cansada, tal vez. De todos modos, yo no podía ayudarla. Se rectificó:
– Podrías ayudarme si fueras más sincero.
– ¿Quieres decir que miento?
– No mientes, pero no dices todo lo que piensas. Me gustaría que hablaras con el mismo ardor que pones cuando tocas el piano. ¿No hablas con nadie de esa manera? En el colegio ¿no tienes amigos?
– Tengo amigos, pero no hablo con ellos.
– Sí, es una costumbre de la familia. Ustedes son muy reservados. Pero en esa reserva hay un poco de egoísmo. Julio, por ejemplo, tendría el deber de interesarse en su hermano menor. Desearía aproximarlos.
Agregó:
– Mi permanencia en esta casa no sería del todo inútil.
Yo me eché a reír.
– ¿De qué te ríes?
No sé qué demonio me incitaba a la indiscreción:
– Has mencionado a la única persona de quien soy realmente amigo.
– ¿Quién es esa persona?
– Julio.
Me miró fijamente. Después dijo, en voz baja:
– No lo creo.
– Y hablo mucho con él.
– Nunca los veo juntos.
– …hablo con él todas las tardes.
– Pero ¿cuándo? ¿En qué momento? -me preguntó súbitamente irritada-. Por las tardes estudias el piano y él está fuera de casa.
Julio iba a ser sorprendido en flagrante delito de ubicuidad. Me retuve. Días después, al estudiar en el piano una obra de Grieg, me acordé de Cecilia y le pregunté a Julio su opinión. «No tengo ninguna -contestó Julio-. Es un personaje sin consistencia.»
Fue una conversación poco satisfactoria porque yo insistía en hablar de Cecilia, y Julio, demostrando su excelente sentido musical, me señalaba algunos errores de mi ejecución -un pasaje, sobre todo, en que perdía el compás. Volví a sacar el tema. Esta vez creí entender que Julio hablaba de amor; Cecilia era mi primer amor y yo no debía afligirme por eso; todos los primeros amores eran un poco banales. Se hicieron alusiones a las flores que cortaba para Cecilia en el jardín y a las revistas que buscaba en el sótano, revistas que no lee. Yo hablé de la tristeza de Cecilia; la había encontrado llorando, y Julio me puso en guardia contra el culto inmoderado al sufrimiento. Una persona puede sentirse triste por motivos tan inexistentes como ella misma: eso no basta para concederle nuestro interés. Al fin llegamos a una especie de acuerdo: convinimos en que las buenas maneras son una forma de la moral. Desde el momento en que esa mujer vivía con nosotros, teníamos el deber de hacer llevadera su estadía en nuestra casa. «Bueno, trataré de ser más atento, dijo Julio. Pero nunca ¿me oyes? nunca hablaremos de Cecilia. Me fatiga, empequeñece la conversación, y noto, dicho sea de paso, que tiene sobre tu piano una influencia desfavorable. Tocas menos bien cuando piensas en ella.»