IX

Esa noche, después de comer, le pedí a Cecilia que cantase un aria de Le devin du village. Yo la acompañaba en una reducción de Liszt, para piano y canto. Cecilia tenía una voz de mezzo, profunda, bien modulada; a veces, para dar ligereza a tal o cual nota, pasaba con toda naturalidad de un registro a otro y hacía mordentes dobles y triples de soprano lírica. Al levantar los ojos de la partitura, admirado de su virtuosismo, observé que Julio, en vez de marcharse como todas las noches, escuchaba la melodía de Rousseau con los ojos brillantes y los labios entreabiertos en una sonrisa que se acentuaba cada vez que Cecilia entonaba el retornelo:

Ah! pour l'ordinaire

l'amour ne sait guère

ce qu’il permet, ce qu’il défend;

c'est un enfant, c'est un enfant.

Tuve la sensación de estar tocando en el vestíbulo, frente a su retrato, y no pude reprimir un movimiento de sorpresa cuando lo vi levantarse, aproximarse a Cecilia, felicitarla.

Todos la felicitaron. Cecilia cantó el aria de nuevo. Su pequeño triunfo la había llenado de optimismo. Mi padre repitió una frase de un personaje de Anatole France: «Juan Jacobo Rousseau, que demostró algún talento, sobre todo en música». Mi madre preguntó si ya no se representaban las óperas de Rousseau.

– Le devin du village estuvo cerca de un siglo en el repertorio de la Ópera de París -contestó Claudio Núñez.

– Me gustarla oírla entera.

– Yo la he oído interpretar por un grupo de aficionados -dijo Isabel-. Es un intermedio muy corto.

Núñez explicó que la famosa Carta sobre la música francesa levantó en contra de Rousseau a toda la población, herida en sus sentimientos nacionales. Rousseau sostenía que el carácter particular de una música lo da la melodía, y en la melodía influye el idioma, a través del canto:

– Hace una serie de consideraciones sobre el idioma francés, demostrando que no le permite a la música tener melodía ni compás. Es un análisis lleno de retórica, por momentos bastante gracioso.

– ¡Pero absurdo! -exclamó mi padre.

– E inútil, completamente inútil. Los partidarios del bel canto han dicho lo mismo de todos los idiomas. Ni Haendel ni Gluck, por ejemplo, escribieron una nota con palabras alemanas. Entführung aus dem Serail, de Mozart, fue la primera ópera alemana.

Mientras yo estaba sentado al piano, sin tocar, Julio, de pie, conversaba con Cecilia. Yo no ignoraba que Julio era aficionado a la música, aunque en casa todos creyeran lo contrario, pero ahora no sacrificaba el trabajo nocturno o el descanso a Le devin du village, sino a la charla insustancial de nuestra amiga. ¿O sería porque la música lo inducía a la distracción, al ensueño, a la inercia, le comunicaba una especie de embriaguez a la cual no podía sobreponerse para realizar, acto seguido, un trabajo intelectual? En una ocasión le oí decir que la música era enemiga del pensamiento, y como Isabel protestara, citándole los nombres de algunos sabios e investigadores que encontraban en ella un estímulo para su labor, Julio respondió: «Sí, sobre todo Sherlock Holmes». Al recordar esta frase de Julio, quedé avergonzado. Siempre, pensé, interpreto la conducta ajena de una manera despreciable y busco pretextos para no reconocer mis deudas. En realidad, ha bastado una palabra mía para que Julio modifique radicalmente su actitud. Yo estaba conmovido, pero no era menester llevar las cosas a ese extremo. No quería que Julio, por complacerme, dejara de trabajar. Nunca me arrepentiría bastante de haber formulado un deseo que redundara de cualquier modo en su perjuicio.

Lo miré fijamente. La emoción, la gratitud, el temor, la delicadeza, los más variados sentimientos debieron de leerse en mi rostro, pero Julio (en todo diferente de esos personajes de Balzac que descifran desde la platea, a través de la rápida mirada que les llega desde un palco, el más inesperado y especioso mensaje) continuó conversando con Cecilia, al parecer francamente seducido. No tomaba en cuenta mi expresión. Sin embargo, Julio detestaba la mentira basándose en razones morales y estéticas. Debo añadir que vinculaba el arte a la moral y alguna vez, hablando de música, me explicó el motivo por el cual nos conmueve la belleza. La belleza (desarrolló largamente esta idea) es el signo exterior e invisible de una interior e invisible verdad. De pronto creí comprender: en la disyuntiva de oponerse a mis deseos o a su íntimo sentir, tironeado entre el amor fraternal y el amor a la verdad, Julio había llegado a crearse una verdad ficticia. En ese momento expresaba lo que creía sentir. ¡Estaba mintiéndose a sí mismo! A este proceso concurría el don casi mágico de Julio para leer en el corazón de los hombres y discernir los motivos secretos de sus actos, que hacía extensivo, con inexplicable humildad, a la pobre Cecilia. Pensaba que Cecilia se daría cuenta inmediata de que su entusiasmo por ella era fingido y, para engañarla, no le quedaba otro remedio que engañarse. Recordé su desprecio por el histrionismo. La necesidad de que el artista sea testigo impasible de sus sentimientos -me dijo otra vez- es una paradoja de comediante, apenas eficaz a la equívoca luz de las candilejas. En fin, con ese desprendimiento que va unido a la verdadera riqueza espiritual y que les permite a ciertas naturalezas privilegiadas, al ejercer una constante entrega de sí mismas, no ahogarse en su propia abundancia, mantenerse a flote, sobrevivir, Julio no se contentaba con amoldar su conducta a mis deseos: mis deseos eran sus deseos. Yo nada tenía que agradecerle, pues había olvidado mi ruego en el momento de satisfacerlo. Podía mostrarse amable con sinceridad y generoso con modestia. Me hacía estas reflexiones trasportado de asombro, mientras las palabras de Claudio Núñez llegaban como un rumor despreciable a mis oídos. Julio continuaba conversando con Cecilia. Se alejaron de nosotros, salieron a la terraza, entraron de nuevo. Cecilia reclinó la cabeza en el marco de la puerta, con esa gracia marchita y un poco afectada que ponía en todas sus actitudes. Se quitó del hombro un ramito de flores, lo deshizo, le dio una rosa a Julio. Algunos jazmines cayeron al suelo. En ese momento sorprendí en los ojos de Julio un resplandor irónico. Quizá Cecilia trataba de aproximarnos, quizá le reprochaba a Julio que no se ocupara bastante de su hermano menor. Con el pretexto de recoger los jazmines, caminé hasta ellos.

– ¡Pobre! -decía Cecilia-. Debe sufrir mucho.

– Poco a poco empieza a mover las patas, recobra la vista, al final se cura.

– ¿Cómo puede curarlo el mismo veneno?

– Depende de la dosis. Se le administra por inyección subcutánea o por vía bucal, mezclado a la dieta.

– ¿Y cómo dijo usted que se llamaba el veneno?

– Aconitina.

– Los hombres ¿tienen las mismas reacciones?

– Casi las mismas.

– ¡Qué interesante! Me gustaría visitar ese instituto.

– Puedo llevarla el día que quiera. Yo trabajo en el instituto todas las tardes.


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