– Quizá tenga usted razón, señorita Cherrell. Para los hombres políticos de todo el mundo rige la misma regla: No Vigas en el poder lo que dijiste en la oposición. O, de decirlo, deberás llevar a cabo lo que los demás han juzgado imposible. Yo creo que la única y verdadera diferencia que existe entre loe partidos estriba en lo siguiente: que en el Autobús Nacional un partido está sentado y el otro de pie agarrándose a las correas que cuelgan del techo.

– En Rusia lo que ha quedado del otro partido yace debajo de los asientos, ¿no es así?

– El defecto de nuestro sistema político, y también del suyo, profesor – interrumpió Adrián -, consiste en que muchas reformas latentes en el sentido común del pueblo no tienen la posibilidad de ser llevadas a la práctica, porque los hombres políticos elegidos por breves períodos no dan ocasión a que surja un jefe, puesto que temen perder el poder que han conseguido.

– Mi tía May decía que por qué no ha de suprimirse el paro mediante un esfuerzo nacional para el saneamiento de los barrios pobres. De esa forma se matarían dos pájaros de un tiro – murmuró Dinny.

¡Ah, ésa sí que sería una buena idea! – exclamó Hallorsen, volviendo hacia ella su rostro radiante.

Hay demasiados poderes complicados en ello – dijo Diana -. Los propietarios de casas o las asociaciones de constructores son demasiado fuertes para lograr hacerlo.

– Además existe también la cuestión monetaria – añadió Adrián.

– ¡Pero eso es algo fácilmente solucionable! Vuestro Parlamento podría asumir los poderes necesarios para un proyecto nacional de esa envergadura. ¿Qué habría de malo en un empréstito? El dinero volvería; no sería como un empréstito de Guerra, en el que todo se consume en pólvora. ¿Cuánto cuestan los subsidios de paro?

Nadie supo contestarle.

– Supongo que el ahorro pagaría el interés de un empréstito bastante elevado.

– Se trata sencillamente – repuso Dinny con voz meliflua – de tener un poco de fe espontánea. Es en esto en lo que nos superan ustedes los americanos.

Por el rostro de Hallorsen pasó la sombra de un pensamiento, como si hubiese querido decir: ¡Es usted una gata, señorita!

– Bueno, es cierto que cuando vinimos a Francia a luchar trajimos con nosotros un buen plato de fe espontánea. Pero la perdimos toda. 1a próxima vez alimentaremos nuestros hogares.

- ¿Era tan espontánea su fe la última vez?

– Me temo que sí, señorita Cherrell. De cada veinte de nosotros no había ni uno que pensara que los alemanes pudiesen hacemos algún daño a semejante distancia.

– Acepto el reproche, profesor.

– ¡Oh! ¡No hay nada de eso! Ustedes juzgan a América desde Europa.

– Existía Bélgica, profesor – repuso Diana -. También nosotros comenzamos con fe espontánea.

– Perdone usted, señora, ¿pero fue de veras el destino de Bélgica lo que les conmovió?

Adrián, que con la punta de un tenedor dibujaba circunferencias sobre el mantel, levantó la mirada.

– Hablando por cuenta propia, sí, señor. No creo que ejerciera influencia sobre los Círculos Militares o Navales, sobre los- grandes hombres de negocios o, incluso, sobre gran parte de la sociedad, política o no. lista sabía que, de haber una guerra, estábamos comprometidos con Francia. Pero para la gente sencilla como yo, para las dos terceras partes de la población que ignora los hechos, o sea para las clases trabajadoras en general, era muy distinto. Era como ver – ¿cómo se llama? – al Hombre Montaña de Gulliver precipitarse sobre el más pequeño peso mosca del ring, mientras éste permanecía firme en su puesto y se defendía como un héroe.

– Bien – dicho, señor Conservador.

Dinny se sonrojó. ¡Había generosidad en aquel hombre! Pero, como teniendo conciencia de haber traicionado a Hubert, dijo con voz áspera

– He leído que también Roosevelt se conmovió ante aquel espectáculo

– Muchos de entre nosotros se conmovieron, señorita; Pero estábamos lejos, y para que la fantasía se excite es necesario que las cosas estén cerca.

– Sí, y después de todo, como ha dicho usted hace poco, intervinieron al final.

Hallorsen miró fijamente su rostro ingenuo, se inclinó y permaneció silencioso. Pero cuando finalizó la velada y llegó el momento de despedirse, dijo

– Mucho me temo, señorita, que tenga usted motivos de rencor hacia mí.

Dinny sonrió, sin contestar.

– No obstante, espero tener la oportunidad de volverla a ver.

– Oh, ¿por qué?

– Pienso que quizá podría hacer que usted cambiara la opinión que se ha formado de mí.

– Yo quiero mucho a mi hermano, profesor.

– Persisto en la idea de que tengo más razones que él para estar enojado.

– Espero que dentro de poco pueda usted demostrar esas razones.

– En sus palabras hay algo de amargura. Dinny irguió la cabeza.

Se retiró a su dormitorio, mordiéndose los labios, de puro irritada. No había ni encantado ni combatido al enemigo, y en vez de estar decididamente llena de animosidad, sus sentimientos hacia él eran muy confusos.

Su estatura le otorgaba un dominio desconcertante.

– Es como uno de esos personajes de película, ron pantalones de piel – pensó – que raptan a las semidesesperadas cowgirls. Tiene el aire de creer que estamos sentados sobre el cojín de su silla de montar. ¡ La Fuerza Primitiva en traje de etiqueta y chaleco blanco! Un hombre fuerte, aunque no silencioso.

Su habitación daba a la calle y desde la ventana veía los plátanos del Embankment, el río y la inmensidad de la noche estrellada.

– Quizá -dijo en voz alta – no te irás de Inglaterra tala pronto como te figuras.

Se volvió y vio a Diana en el umbral

– Bueno, Dinny, ¿qué te parece nuestro amigo-enemigo? – Una mezcla de Tom Mix y del gigante matado por Jack. – A Adrián le agrada.

– Tío Adrián vive demasiado en compañía de huesos. La vista de la sangre roja se le sube a la cabeza.

– Sí, se dice que generalmente las mujeres sucumben ante este tipo de «hombre-macho». Pero, a pesar de que al principio tus ojos lanzasen llamaradas verdes, te has portado bien.

– 'Siento deseos de lanzarlas afín más verdes, ahora que le he dejado marcharse sin un rasguño.

– ¡No te importe! Ya tendrás otras ocasiones. Adrián ha conseguido que mañana vaya invitado a Lippinghall.

– ¿Qué?

– No tienes más que meterle en un conflicto con Saxenden, y el juego de Hubert estará hecho. Adrián no te lo ha querido decir por temor a que dejaras traslucir tu alegría.

El profesor desea conocer la caza inglesa. ¡Pobre hombre! No tiene la más mínima idea de que está a punto de entrar en el antro de la leona. Tu tía Emily se mostrará deliciosa con él.

– ¡Hallorsen! – murmuró Dinny -. Debe tener sangre escandinava.

– Dice que su madre nació en la antigua Nueva Inglaterra, pero que se casó fuera de la línea directa de sucesión. Su nombre patronímico es Wyoming. ¡Bonito nombre!

– «Las grandes extensiones abiertas.» Dime, Diana, ¿qué hay en la expresión «hombre-macho», que me pone tan furiosa? – Bueno, es como estar en una habitación con un jarrón de girasoles. Pero los «hombres-machos» no están confinados en las grandes extensiones abiertas. Hallarás a uno de ellos en Saxenden.

– ¿De veras?

– Sí. Buenas noches, querida. ¡Y que ningún «hombremacho» perturbe tus sueños!

Cuando Dinny se hubo desvestido, volvió a coger el Diario y leyó otra vez un párrafo que habla señalado: «Esta noche me siento muy débil, como si hubiese perdido toda la linfa vital. Sólo logro darme ánimos casando en Condaford. ¡Quién sabe lo que diría el viejo Foxham si me viese curar a las mulas! Lo que he inventado para su cólico haría salir pelos a una bola de billar, pero lo cura estupendamente. La Provi dencia tuvo un momento feliz cuando creó el interior de una mula. Esta noche he soñado hallarme en casa, a la entrada del bosque, y los faisanes se me venían encima como un torrente. Ni siquiera para salvarme hubiese logrado disparar mi escopeta: me dominaba una especie de parálisis horrible. Pensaba continuamente en el viejo Haddon y en sus palabras: "¡Adelante, señorito Bertie! Apriete fuerte los talones y agárrese a la cabeza". ¡Buen viejo Haddon! Era un tipo. La lluvia ha pasado. Por vez primera desde hace diez días el tiempo es seco. Y brillan las estrellas.


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