A ship, an isle, a sickle moon,
Wit feuw but zoith how splendid starsll
¡Si pudiese dormir!…»
CAPITULO VII
Esa esencial e íntima irregularidad, cuarto por cuarto, que diferencia a las viejas moradas inglesas de cualquier otra variedad de casas de campo, era patente en Lippinghan-Manor. La gente entraba en las habitaciones como si pensara quedarse allí para siempre; y, mientras tanto, respiraba una atmósfera y vivía entre muebles distintos que los de las demás habitaciones. Al abandonarla, tampoco se sentía en la obligación de dejarla tal como la había encontrado, suponiendo, desde luego, que lo recordara.
Hermosos muebles antiguos permanecían con indiferencia al lado de otros modernos, comprados para mayor comodidad los retratos de los antepasados, oscuros y amarillentos, estaban frente a paisajes franceses y flamencos, todavía más oscuros y amarillentos, y aquí y allí colgaban de las paredes deliciosos grabados antiguos y miniaturas que no carecían de gracia. En dos de las habitaciones, las magníficas chimeneas antiguas estaban profanadas por unos guardafuegos modernos sobre los que era posible sentarse. A uno le costaba trabajo darse cuenta de la disposición del cuarto -y luego la olvidaba en seguida. En la habitación era corriente hallar un armario de nogal de valor inapreciable y un lecho de columnitas de un período excelente; en el hueco de la ventana, un asiento con cojines y unos grabados franceses. Al lado había una reducida habitación con una pequeña cama y un cuarto de baño en donde podía o no faltar el espacio, pero no las sales.
Uno de los Mont había sido almirante; por eso, algunos viejos y extraños mapas marítimos, adornado.-; con dragones que azotaban los mares con las colas, se ocultaban en los desparejos ángulos de los pasillos; otro Mrmt, el séptimo baronet, abuelo de sir Lawrence, había sido un gran aficionado de las carreras de caballos; por tanto, en las paredes se podía estudiar la anatomía de los pura-sangre y de los jockeys de su época (186o-1883). El sexto baronet, que por haber sido un político vivió más tiempo que los otros, dejó los signos del primer período victoriano: su mujer e hijas, en crinolina, y él mismo con patillas. El exterior de la casa era carolino, suavizado aquí y allá por una añadidura georgiana y por unos fragmentos victorianos en los puntos en los que el sexto baronet dejara libre curso a su afán restaurador. La única parte decididamente moderna la constituían las instalaciones hidráulicas.
Cuando Dinny bajó a desayunar, la mañana del miércoles – la cacería tenía que comenzar a las diez -, solamente tres señoras – y todos los hombres, excepto Hallorsen – se hallaban sentadas o bien se acercaban a las mesas. Tomó asiento en una silla, al lado de lord Saxenden, quien apenas se levantó diciendo
– ¡…días!
– Dinny – le dijo Michael, que estaba frente al bufete -, ¿qué quieres tomar: café, chocolate o agua mineral? -Café y salmón ahumado, Michael.
– No hay salmón.
Lord Saxenden levantó la vista, y musitó: «¿No hay salmón?», y volvió a su salchicha.
– ¿Un poco de merluza? – preguntó Michael. = No, gracias.
– Tía' Wilmet, ¿qué puedo servirte? – Pescado con salsa.
– : No hay. Riñones, lomo, huevos revueltos, merluza, jamón y pastel de perdices.
Lord Saxenden se levantó. «¡Ah, jamón!», exclamó, y se dirigió hacia el bufete.
– ¿Bien, Dinny?
– Sólo un poco de mermelada, Michael.
– ¿Grosella, fresa, frambuesa o naranja?
– Grosella, por favor.
Lord Saxenden volvió a su sitio, llevando un plato de jamón. Mientras lo comía, empezó a leer una carta. Dinny no pudo hacerse una idea de la expresión de su rostro, porque no le veía los ojos y tenía la boca llena. Pero le pareció comprender por qué razón le habían puesto el apodo de «Snubby». Tenía la cara colorada, los bigotes y los cabellos claros que ya empezaban a volverse grises, y estaba sentado delante de la mesa en una actitud envarada. Repentinamente volvióse hacia ella y dijo
– Perdóneme si estoy leyendo esta carta. Es de mi mujer. Se halla enferma, guardando cama.
– ¡Oh, lo siento mucho!
– ¡Una cosa horrorosa! ¡Pobrecilla!
Se metió la carta en un bolsillo, se llenó la boca de jamón y miró a Dinny, quien entonces pudo ver que sus ojos eran azules y que las cejas, más oscuras que los cabellos, semejaban unos montoncitos de anzuelos para pescar. Sus ojos parecían decir: «Aún soy joven, aún soy joven». En ese momento Dinny se dio cuenta de que Hallorsen acababa de entrar. Permaneció dubitativo un instante, y luego, al verla, se acercó al sitio que estaba vacío a su lado.
– Señorita Cherrell – dijo, con una inclinación -, ¿puedo sentarme aquí?
– Naturalmente. Si desea usted comer, las viandas están todas allá abajo.
– ¿Quién es ése? – preguntó lord Saxenden, mientras Hallorsen iba hacia el bufete -. Es un americano, sin duda.
– El profesor Hallorsen.
– ¡Oh! ¡Ah! Escribió un libro sobre Bolivia, ¿verdad?
– Sí.
– Buen mozo.
– El «hombre-macho».
Él la miró sorprendido.
– Pruebe este jamón. Creo haber conocido a uno de sus tíos en Harrow, señorita.
– ¿A mi tío Hilary? – dijo Dinny -. Sí, ya me lo dijo.
– Un día aposté con él tres platos de fresas contra dos a ver quién bajaba más aprisa las escaleras del gimnasio.
– ¿Venció usted, lord Saxenden?
– No; y jamás le pagué la deuda a su tío.
– ¿Por qué?
– Se lastimó un tobillo y yo sufrí una luxación en una rodilla. Él llegó cojeando hasta la puerta del gimnasio, pero yo no pude moverme. Ambos tuvimos que guardar cama el resto del semestre, y luego yo me fui -Lord Saxenen emitió una risita -. De modo que aún le debo tres platos de fresas. – Yo creí que en América tomábamos buenos desayunos – dijo Hallorsen -, pero veo que no son nada comparados ron éste.
– ¿Conoce usted a lord Saxenden?
Lord Saxenden – repitió Hallorsen, con una inclinación.
– Encantado. En América no tienen ustedes perdices como las nuestras, ¿verdad?
– Creo que no. Espero ansiosamente poder cazar esos pájaros. Este café es excelente, señorita Cherrell.
– Sí – dijo Dinny -. Tía Em se siente muy orgullosa de su café.
Lord Saxenden asumió su actitud envarada
– Pruebe este jamón. No he leído su libro todavía.
– Permítame usted que le envíe un ejemplar. Me sentiría honradísimo si quisiera usted leerlo.
Lord Saxenden continuó comiendo.
– Sí, debería usted leerlo, lord Saxenden – repuso Dinny -. Yo le enviaré otro que trata del mismo asunto.
Lord Saxenden les miró maravillado.
– Muy amables los dos – dijo -. ¿Es ésa la mermelada de fresa? – y tendió la mano para cogerla.
– Señorita Cherrell – pronunció Hallorsen en voz queda ~, me encantaría que leyese usted mi libro y que señalase los párrafos que le parezcan perjudiciales para la reputación de su hermano. Cuando lo escribí, estaba fuera de quicio.
– Temo no comprender de qué serviría ahora.
– Así podría -hacerlos suprimir en la segunda edición, si usted lo desea.
– Es muy noble por su parte, profesor – repuso Dinny, glacialmente -, pero el daño ya está hecho.
Hallorsen dijo en voz aún más queda
– Me duele terriblemente haberla molestado a usted. Una sensación de ira, de triunfo, de cálculo, de humorismo, que quizá sólo podía resumirse en las palabras: «¿Ah, sí? ¿De veras?», invadió a Dinny de cabeza a pies.
– Es a mi hermano a quien usted ha herido.
– ¡Ah! Pero esto podría arreglarse si nos encontrásemos él y yo.
– ¡Quién sabe! – dijo Dinny, levantándose. También Hallorsen se puso en pie y se inclinó. «Terriblemente educado», pensó la joven.