Pasó toda la mañana leyendo el Diario en un rincón del jardín, tan escondido entre los, setos de tejos, que formaba un refugio perfecto. El sol era cálido y sedante el zumbido de las abejas entre las dalias, las malvas y las margaritas gigantes. En aquel ángulo apartado volvió a sentir nuevamente una profunda repugnancia ante.la idea de dar como pasto al mundo los más íntimos sentimientos de Hubert. El Diario, desde luego, no era plañidero, pero revelaba las heridas espirituales y físicas, con la viveza de un recuerdo únicamente destinado a la lectura de quien lo escribió. De vez en cuando llegaba hasta ella el rumor de los disparos; al cabo de cierto tiempo apoyó los codos sobre el seto de tejos y comenzó a mirar hacia los campos en donde estaban los cazadores.

– Ah, ¿estás ahí? – dijo una voz.

Su tía, con un sombrero de paja tan amplio que le cubría incluso los hombros, estaba abajo con dos jardineros.

– Voy a reunirme contigo, Dinny. Vosotros, Boswell y Johnson, os podéis marchar. Esta tarde examinaremos las verdolagas. – Miró hacia arriba, cubierta por el ladeado y enorme halo de su sombrero. – Es mallorquín -dijo-. ¡Protege estupendamente!

– ¡Boswell y Johnson, tía!

– Ya teníamos a Boswell, pero tu tío no paró hasta encontrar a Johnson. Los hace ir siempre juntos. ¿Tú crees en el doctor Johnson, Dinny?

– Creo que hizo demasiado uso de la palabra «Sir».

– Fleur se me ha llevado las tijeras que uso en el jardín. ¿Qué es eso, Dinny?

– El Diario de Hubert. – ¿Deprimente?

– Sí…

– Le he echado un vistazo al profesor Hallorsen. Necesita que le achiquen un poco.

– Comenzando por su desfachatez, tía Em.

– Espero que matarán unas cuantas liebres – dijo lady Mont -. Es muy agradable tener en casa sopa de liebre. Wilmet y Henrietta Bentworth están de acuerdo en quedarse cada una conforme con su propia opinión.

– ¿A propósito de qué?

– Bueno, no me he molestado en escucharlo, pero creo que sobre el P. M., ¿o bien era sobre las verdolagas? Discuten por cualquier cosa. Hen ha frecuentado siempre la Corte, ¿sabes?

– ¿Es una mujer fatal?

– Es una mujer muy agradable. La quiero, pero charla demasiado. ¿Qué vas a hacer con ese Diario?

– Quiero enseñárselo a Michael y pedirle consejo.

– No sigas sus consejos – repuso lady Mont -. Es un buen muchacho, pero no le hagas caso. Conoce a una cantidad de gente extraña, tales como editores y otros por el estilo.

– Precisamente por eso quiero pedírselo.

– Pídeselo a Fleur: ella tiene cabeza. ¿Tenéis estas dalias en Condaford? ¿Sabes, Dinny?, me parece que Adrián se está volviendo chiflado.

.- ¡Tía Em!

– Siempre está pensando en las musarañas y no creo que tenga un solo punto del cuerpo en donde haya carne suficiente para clavarle la punta de un alfiler. Desde luego no debería decírtelo, pero pienso que tendría que casarse con ella.

– Yo también lo creo así, tía.

– Bueno, pues no quiere hacerlo. -- Quizás es ella quien no quiere.

– Ninguno de los dos. De modo que no sé cómo se puede arreglar eso. Ella ya tiene cuarenta años.

– ¿Cuántos tiene tío Adrián?

– Es el más joven, exceptuando a Lionel. Yo tengo cincuenta y nueve – dijo lady Mont con firmeza -. Yo sé que tengo cincuenta y nueve, y tu padre tiene sesenta. Tu abuela no puso mucho tiempo por medio en aquella época. Nacimos uno tras otro. ¿Qué piensas «tú» sobre eso de tener hijos? Dinny contestó:

– Me parece una cosa buena, si se tienen con moderación. – Fleur va a tener otro en marzo. Es un mal mes…, ¡la muy descuidada! ¿Cuándo piensas casarte, Dinny? -Cuando mis esperanzas juveniles queden cumplidas; antes, no.

– Eso es muy prudente. Pero no debes casarte con un americano.

Dinny se sonrojó, sonrió ligeramente y preguntó – ¿Por qué había de casarme con un americano?

– No se sabe -respondió lady Mont, arrancando una flor marchita -. Depende de lo que nos rodee. Cuando me casé can Lawrence, siempre me estaba rondando.

– Y todavía lo está. Es maravilloso, ¿verdad? – ¡No seas maliciosa!

Lady Mont pareció sumirse en un ensueño, de modo que su sombrero aparentaba ser más grande que nunca.

– Y hablando de matrimonio, tía Em, me gustaría conocer a una muchacha para Hubert. ¡Tiene tanta necesidad de distraerse!

– Tu tío tendría que hacerle distraer con una bailarina – repuso lady Mont.

– A lo mejor el tío Hilary conoce a alguna y se la puede recomendar.

– Eres mala, Dinny. Siempre he creído que lo eras. Pero déjame pensar. Hay una muchacha; no, está casada.

– Quizá ya se habrá divorciado.

– No. Creo que se está divorciando, pero eso requiere mucho tiempo. Es una criatura encantadora.

– Estoy segura. Ponte a pensar otra vez, tía.

– Estas abejas – replicó su tía – pertenecen a Boswell. Son italianas. Lawrence dice que son fascistas.

– Parecen unas abejas muy activas.

– Sí, vuelan mucho y si las molestas te clavan el aguijón. Pero conmigo son buenas.

– Querida, tienes una en el sombrero. ¿He de quitarla?

– ¡Espera! -exclamó lady Mont, echando el sombrero hacia atrás y entreabriendo la boca -. ¡He pensado en una!

– En una, ¿qué?

– Se trata de Jean Tasburgh, la hija de nuestro Rector. Es una familia muy buena. Sin dinero, desde luego.

– ¿Ni siquiera tienen un poco?

Lady Mont meneó la cabeza y su sombrero osciló.

– Ninguna Jean ha tenido jamás dinero. Pero la muchacha es bonita. Parece un leopardo hembra.

– ¿Podría echarle una ojeada, tía? Sé bastante bien lo que no le gusta a Hubert.

– La invitaré a cenar. Comen bastante mal. Una vez nos casamos con un Tasburgh. Creo que fue durante el reinado de algún Jacobo, de modo que es prima nuestra, aunque terriblemente lejana. La familia tiene también un hijo. Sirve en la Marina. Es un verdadero marino, ¿sabes?, y sin bigote. Me parece que ahora está en la Rectoría, conciencia.

– Licencia, tía Em.

– Ya sé que he dicho mal esa palabra. Por favor, quítame la abeja del sombrero.

Con un pañuelo, Dinny quitó del gran sombrero la pequeña abeja y se la puso junto a un oído.

– Me gusta oírlas zumbar – dijo.

– Le invitaré también a él – prosiguió su tía -. Se llama Alan. Es un buen muchacho. – Miró los cabellos de Dinny. -

Color níspero, diría yo. Creo que tiene un buen porvenir, pero no sé cuál es. Durante la guerra le hicieron saltar por los aires. – Espero que bajara entero.

– Sí, y le han recompensado con algo. Dice que ahora en la Marina se respira mal. Todo son ángulos, ¿sabes?, y ruedas olores. Tienes que preguntárselo.

– Y a propósito de la muchacha, tía, ¿qué quieres decir cuando la comparas con un leopardo?

– Bueno, te mira y tú experimentas la sensación de que vas a ver salir de un rincón a sus cachorros. Su madre murió. Ella es quien dirige la casa.

– ¿Y dirigiría también a Hubert?

– No; pero haría correr a quien intentara hacerlo.

– Quizás es lo que nos conviene. ¿Quieres que vaya a la Rectoría a llevarle una tarjeta de invitación?

– Enviaré a Boswell y Johnson. – Lady Mont miró su reloj de pulsera -. No, estarán almorzando. Iremos nosotras, Dinny. No está más que a un cuarto de milla. ¿Es inconveniente mi sombrero?

– Todo lo contrario, querida

– Bien; entonces podemos salir por aquel 'lado.

Se dirigieron hacia el otro extremo del jardín adornado con tejos, bajaron unos peldaños, entraron en una larga avenida tapizada de hierba, pasaron por una cancela de madera y, poco después, llegaron a la Rectoría. Dinny se quedó en el pórtico sombreado por la yedra, detrás del sombrero de su tía. La puerta estaba abierta y una entrada revestida con paneles de madera, semioscura y con olor a pot pourri y a madera vieja, parecía invitarlas a entrar. Desde el interior una voz de mujer llamó

– ¡A-lan!

Una voz masculina contestó


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