Adrián suspiró.

– Bueno, en tal caso tenemos que esperar hasta que llegue Diana. ¿Ha visto usted a los niños?

– No ¿Se acuerdan de mí? – No lo creo.

– ¿Saben que estoy vivo?

– Sí, saben que está usted enfermo, lejos de aquí. – ¿No…? – Ferse se tocó la frente.

– No. ¿Quiere que vayamos a verles?

Ferse movió la cabeza. En ese momento, mirando por la ventana, Adrián vio llegar a Diana. Se encaminó tranquilamente ' hacia la puerta, pero Ferse le empujó a un lado, cuando ya tenía la mano sobre el pomo, y salió al vestíbulo. Diana había entrado sin tocar el timbre. Adrián vio que su rostro se cubría de una palidez mortal bajo el sombrerito en forma de casco. Acto seguido retrocedió hasta la pared.

– Todo marcha bien, Diana – dijo, y mantuvo abierta la puerta del comedor Ella se alejó de la pared y entró en la habitación, pasando por delante de ellos. Ferse la siguió.

– Si me quieren consultar, aquí me quedo – dijo Adrián y cerró la puerta…

Marido y mujer estaban el uno frente al otro, jadeando como si hubiesen hecho una carrera de cien metros en vez de haber cruzado un umbral.

¡Diana! -• exclamó Ferse -. ¡Diana!

Parecía como si ella fuese incapaz de hablar. La voz de él subió de tono.

– Estoy perfectamente. ¿No me crees? Ella dobló la cabeza y continuó callada. – ¿Ni una palabra, ni la que se dirige a un perro? – Es… el choque.

– He vuelto sano; desde hace más de tres meses estoy sano.

– Me alegro; ¡oh, me alegro mucho!

– ¡Dios mío! Estás tan hermosa como siempre.

De repente la cogió, la apretó con violencia contra su pecho y comenzó a cubrirla de besos hambrientos. Cuando aflojó el abrazo, ella cayó agotada sobre una silla, mirándolo con tal expresión de horror que él se cubrió el rostro con las manos.

– Ronald…, Yo no puedo… no puedo dejar que las cosas sigan como antes… ¡No puedo…, no puedo!

Él cayó de hinojos a sus pies.

– No quería ser violento. ¡Perdóname!

Luego, por agotamiento de su fuerza de ánimo, ambos se levantaron y se separaron.

– Será mejor que hablemos con calma – propuso Ferse.

– Sí.

– ¿No puedo vivir aquí?

– Ésta es tu casa. Haz lo que más te convenga.

Él emitió aquel sonido que tanto se parecía a una carcajada.

– Sería mejor para ti, si tú y los demás me tratarais exactamente como si no hubiera sucedido nada.

Diana calló. Calló tan largo rato, que él volvió a emitir el extraño sonido.

– ¡No hagas eso! – pidió ella-. Probaré. Pero quiero tener una habitación separada.

Ferse se inclinó. Repentinamente sus ojos le lanzaron una mirada.

– ¿Estás enamorada de Cherrell?

– No.

– ¿De alguien?

– No.

– Asustada, ¿entonces?

– Sí.

– Comprendo. Es natural. Bien, no es tarea nuestra, títeres en las manos de Dios, el imponer condiciones. Uno toma lo que puede. ¿Quieres telegrafiar,allí» para que me manden mis cosas? Eso evitará todas las preguntas que quieran hacer. Me he marchado sin decir adiós. Probablemente habrá que saldar alguna pequeña deuda.

– Desde luego. Ya me ocuparé de ello.

– ¿Ahora, podemos decirle a Cherrell que se vaya? – Se lo diré.

– Déjame que se lo diga yo.

– No, Roland. Seré yo quien se lo diga. – Y le precedió con paso resuelto.

Adrián estaba apoyado contra la pared, frente a la puerta. Había adivinado el resultado de la entrevista.

– Se quedará aquí, pero tendremos habitaciones separadas.- Mi querido amigo, te doy las gracias por todo. ¿ Quieres ocuparte de lo que atañe a la clínica? Te haré saber todo cuanto ocurra. Ahora le llevaré a que vea los niños. ¡Adiós! É1 le besó la mano y se fue

CAPITULO XVI

Hubert Cherrell estaba parado delante del club de su padre, en Pall Mall, del que él aún no era miembro. Se sentía inquieto, porque su padre le inspiraba un respeto algo extraño en estos tiempos en que los padres son tratados como una especie de hermanos menores y se les llama los «viejos». Por lo tanto, entró nerviosamente en un edificio donde muchas personas habían defendido, con más fuerza quizá que en cualquier otro lugar de la tierra, el orgullo y los prejuicios de su vida. Pero los que se hallaban en la sala donde fue introducido no demostraban ni mucho orgullo ni muchos prejuicios. Un hombre bajo y vivaracho, de rostro pálido y bigotes en cepillo, mordía la punta de una pluma esforzándose para redactar una carta dirigida al Times a propósito de las condiciones del. Irak. Un capitán general de aspecto modesto, frente despejada y bigote gris, discutía con un teniente coronel, alto y también de aspecto modesto sobre la flora de la isla de Chipre; un hombre de figura cuadrada, pómulos anchos y ojos semejantes a los de un león estaba sentado ante una ventana, inmóvil como si acabase de enterrar a una de sus tías y estuviese atravesando el Canal de la Mancha. Sir Conway leía el Whitaker's Almanach.

– ¡Hola, Hubert! Esta sala es demasiado pequeña. Vamos al vestíbulo.

Hubert comprendió en seguida que no sólo deseaba comunicarle algo a su padre, sino que también su padre deseaba comunicarle algo a él. Tomaron asiento en un rincón alejado. – ¿Qué te trae por aquí?

– Deseo casarme, padre.

– ¿Casarte?

– Con Jean Tasburgh.

– ¡Ah!

– Pensamos casamos con un permiso especial, sin ningún alboroto.

El-general meneó la cabeza.

– Es una buena muchacha y me alegro de que desees casarte con ella, pero lo cierto es que tu posición es difícil, Hubert. Acabo de oír algo…

Repentinamente Hubert notó que la cara de su padre presentaba expresión de cansancio.

– Están en relación con aquel individuo que mataste. Exigen tu extradición por acusación de homicidio.

– ¿Qué?

– Es una cosa monstruosa, y no puedo creer que lleven adelante el asunto, considerando lo que tú afirmas a propósito de la agresión de que fuiste víctima. Afortunadamente, aun tienes la cicatriz en el brazo; pero parece que están armando un gran jaleo en los periódicos bolivianos, y las autoridades de dicho país se adhieren tenazmente a sus derechos.

– Probablemente no tendrán prisa.

Dicho esto, ambos permanecieron sentados en silencio en; el vasto vestíbulo, mirando fijamente delante de sí con una expresión casi idéntica. Oculto en el fondo de sus mentes había existido el temor de que las cosas tomaran ese cariz, pero ninguno de los dos permitió que tal pensamiento adquiriese forma; Por lo tanto, la infelicidad actual aun era mayor. El dolor del general era más intenso que el de Hubert. La idea de que su único hijo pudiese ser arrastrado por el mundo con una acusación de homicidio, le resultaba más horrible que una pesadilla.

– No debemos permitir que este asunto nos agobie, Hubert – dijo finalmente -. Si en nuestro país todavía subsiste un poco de sentido común, lograremos apaciguar los ánimos. Estaba intentando pensar en alguien que sepa cómo tratar con gente. En cosas de este tipo, yo me considero impotente. pero en cambio hay personas que parecen conocer a todo el mundo y saber exactamente cómo tratar a cada uno. Creo que lo mejor sería que nos dirigiésemos a Sir Lawrence Mont: conocer a Saxenden y probablemente a algún pez gordo del Foreign Office. Ha sido Topsham quien me lo ha dicho, pero él no puede hacer nada. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? Nos sentará bien.

Conmovido por el esfuerzo que hacía su padre para compartir con él su dolor; Hubert le apretó un brazo y salieron del club. Al pasar por Picadilly, el general dijo con un esfuerzo evidente:

– Me gustan todos estos cambios.

– Bueno, salvo que en el Palacio Devonshire no creo haberlos notado.

– No es extraño. El espíritu de Picadilly es más fuerte que la calle misma; no se puede destruir su atmósfera. Ya no se ve ni un bombín, lo que, sin embargo, no parece crear diferencia alguna, Cuando pasé por Piccadilly después dé la guerra, tuve la misma sensación que experimenté de joven al regresar de la India. Uno se daba cuenta de que por fin había vuelto.


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