Sí, se siente una especie de nostalgia. La sentí en Mesopotamia y en Bolivia. Cerrando los ojos por un momento, volvía a revivirlo todo.
– El corazón de la vida inglesa… – comenzó el general, pero se interrumpió como si se hubiese encontrado pronunciando un epigrama.
– La sienten incluso los americanos – observó Hubert, mientras volvían la esquina y entraban en Half-Moon Street -. Hallorsen me decía que en su país no tienen nada parecido. «Ningún foco para su influencia nacional», fueron sus palabras.
– No obstante, ellos tienen influencia – repuso el general.
– Sin duda. Pero, ¿quién puede definirla? ¿Es la velocidad de su vida lo que se la otorga?
– ¿Y adónde les lleva su velocidad? En general, a todas partes; pero, en particular, a ninguna. No; creo que es su dinero.
– Pues bien, yo he observado algo en los americanos y es que el dinero, como dinero, poco les importa. Les gusta lograrlo rápidamente, pero prefieren perderlo apresuradamente antes que obtenerlo despacio.
– Extraña cosa el no tener corazón – dijo el general.
– El país es demasiado grande A pesar de todo tienen un sucedáneo de corazón: su orgullo nacional.
El general asintió con un movimiento de cabeza.
– Son curiosas estas callejuelas estrechas y antiguas. Recuerdo haber caminado con mi padre, en el año 82, desde Curzon Street hasta el St. Jame's Club, el día en que entré en Harrow. Desde entonces apenas ha cambiado nada.
De este modo, hablando de cosas que no tocaban sus sentimientos íntimos, llegaron hasta Mont Street.
– Ahí está tu tía Emily. Procura no decírselo.
Precediéndoles unos pasos, lady Mont navegaba, por decirlo así, hacia su casa. La alcanzaron a un centenar de metros de la puerta.
– Con – dijo -, estás flaco.
– Mi querida muchacha, jamás he estado más gordo. -No. Oye, Hubert, tenía que preguntarte algo. ¡Oh! '' ¡Ya sé! Dinny me dijo que desde que acabó la guerra no te has hecho ningunos pantalones huevos. ¿Te gusta Jean? Más, bien atractiva, ¿verdad?
– Sí, tía Em.
– ¿No la has rechazado? – ¿Por qué debía hacerlo?
– ¡Oh! Bueno, una jamás sabe. Pero dejemos eso. ¿Queréis hablar con Lawrence? De momento está con Voltaire y el Dean Swift. A mí me parecen totalmente innecesarios. Pero a él le gustan porque muerden. ¿Qué hay a propósito de aquellas mulas, Hubert?
– ¿Qué pasa con las mulas?
– Nunca recuerdo si el burro es el padre o la madre.
– El burro es el padre, querida tía Em, y la madre es una Yegua.
– Sí, y los mulos no pueden tener hijos… i qué suerte! ¿Dónde está Dinny?
– Está en la ciudad, no sé dónde. – Debería casarse.
– ¿Por qué? – preguntó el general.
– Bueno, ¡allá va! Hen dijo que resultaría una buena dama de compañía. Es poco egoísta. Pero en eso radica el peligro. – Y, sacando un llavín de su monedero, lady Mont lo introdujo en la cerradura. – No puedo convencer a Lawrence de que beba té. ¿Queréis vosotros?
– No, gracias, Em.
– Le encontraréis sudando en la biblioteca. – Besó a su hermano y a su sobrino, y subió las escaleras corno si nadara. – Incomprensible – la oyeron decir cuando entraban en la biblioteca.
Hallaron a sir Lawrence rodeado de las obras de Voltaire de Switf, dado que estaba empeñado en una conversación imaginaria entre esos dos hombres serios. Escuchó gravemente el relato del general.
– He visto – dijo cuando su cuñado hubo terminado – que Hallorsen se ha arrepentido del daño hecho… Esto tiene que ser obra de Dinny. Creo que lo mejor sería hablar con él. Pero no aquí. No tenemos cocinera. Emily está aún haciendo la cura para adelgazar… Podríamos cenar juntos en el Coffee House. – Y cogió el teléfono.
Esperaban al profesor Hallorsen a las cinco e inmediatamente le darían el recado.
– Me parece más un asunto del Foreign Office que de la Policía – continuó sir Lawrence -. Vamos a ver al viejo Shropshire. Tiene que haber conocido mucho a tu padre, Con; y en el Foreign Office no existe estrella más fija que su sobrino Bobbie Farrar. El viejo Shropshire siempre está en casa.
Cuando llegaron a Shropshire House, sir Lawrence preguntó
– ¿Podemos ver al marqués, Pommett?
– Creo que está tomando… su lección, sir Lawrence. – ¿Lección? ¿De qué?
– ¿Será Einstein, sir Lawrence?
– Entonces el viejo guía al ciego y será un bien el salvarle. En cuanto sea posible, Pommett, háganos entrar.
– Sí, sir Lawrence.
– Ochenta y cuatro años y aún tiene humor para estudiar a Einstein. ¿Quién dijo que la aristocracia está en decadencia? Me gustaría ver al individuo que le enseña: debe poseer una singular fuerza de persuasión. Con el viejo Shropshire no se gastan bromas.
En ese momento apareció un hombre de aspecto ascético, con ojos profundos y fríos y muy escasos cabellos. Cogió un sombrero y, un paraguas que estaban sobre una silla y salió.
– ¡Ecce homo! -dijo sir Lawrence – ¿Quién sabe cuánto se hace pagar? Einstein es como el electrón y las vitaminas: ininteligible. Un caso de estafa completamente único. Vamos.
El marqués de Shropshire caminaba arriba y abajo por su estudio, moviendo su cabeza ágil y sanguínea, de cabellos grises, como si estuviera hablando consigo mismo.
– ¡Ah! El joven Mont – dijo -. ¿Has visto a ese hombre que acaba de salir? Se ofrecerá a enseñarte Einstein, pero no aceptes. No es capaz de explicar el espacio limitado, y no obstante infinito, mejor que yo.
– Pero tampoco Einstein puede hacerlo, marqués. -Todavía no me siento muy viejo, pero para las ciencias exactas, sí – dijo el marqués -. Le he dicho 'que no vuelva. ¿A quién tengo el gusto de ver?
– Mi cuñado, el general Sir Conway Cherrell, y su hijo, el capitán Hubert Cherrell D. S. O. Sin duda recordará usted al padre de Conway, marqués: fue embajador en Madrid.
– ¡Sí, sí, Dios mío, sí! Conozco también a su hermano Hilary: está cargado de electricidad. ¡Tomen asiento! ¡Siéntate, joven! ¿Se trata de algo que tiene que ver con la electric1dad, joven Mont?
– Para ser exactos, no, marqués; se trata más bien de una cuestión de extradición.
– ¡Vaya! – exclamó el marqués, y poniendo un pie sobre una silla apoyó su codo en la rodilla y la barbuda barbilla en una mano. – Mientras el general le explicaba,el asunto, permaneció en esa actitud mirando fijamente a Hubert, que estaba sentado con los labios prietos y los ojos bajos. Cuando el general hubo concluido, el marqués preguntó
– Su tíoha dicho D. S. O., ¿verdad? ¿En la guerra? – Sí, señor.
– Haré cuanto me sea posible. ¿Puedo ver esa cicatriz? Hubert se arremangó la manga derecha, desabrochó el puño de la camisa y descubrió el brazo, en el cual una larga cicatriz reluciente extendíase desde la muñeca hasta el codo. El marqués emitió un ligero silbido entre los dientes, aún todos suyos.
– Se salvó usted de milagro, joven.
– Sí, señor. Levanté el brazo en el preciso instante en que me acometía.
– Y ¿luego?
– Di un salto hacia atrás y disparé cuando se me volvía a echar encima. Después me desmayé.
– ? Ha dicho usted que hizo azotar a aquel hombre porque maltrataba a las mulas?
– Las maltrataba continuamente.
– ¿Continuamente? – repitió el marqués -.Hay quien piensa que los comerciantes de carne y las Sociedades Zoológicas maltratan continuamente a los animales, pero jamás he oído decir que se les azote por ello. Los gustos son diferentes. Y ahora, déjeme pensar: ¿qué puedo hacer? Joven Mont, ¿está Bobbie en Londres?
– Sí, marqués; le vi ayer en la Coffee House.
– Le diré que venga a almorzar. Si mal no recuerdo, no permite que los niños críen conejos y tiene un perro que muerde a todo el mundo. Eso debería ser una ventaja. A un hombre que ama a los animales siempre le gustaría azotar a quien no los ama. Antes de que te marches, joven Mont, ¿quieres decirme qué piensas de esto?
Y volviendo a poner el pie en tierra, el marqués se dirigió hacia un rincón, cogió una tela que estaba apoyada contra la pared y la acercó a la luz. Representaba, con relativa exactitud, a una joven desvestida.