– No, no, tío; todo esto me interesa mucho. ¿Entonces tú crees más en la herencia de una actitud determinada frente a la vida, que en la de la sangre?
– Sí, pero las dos cosas están muy mezcladas.
– ¿Crees que la «antigüedad» va desapareciendo, y que pronto ya no se transmitirá nada?
– ¡Quién sabe! Las tradiciones son extraordinariamente persistentes y en este país existe un gran mecanismo para conservarlas vivas. Hay gran cantidad de trabajo administrativo que ejecutar, ¿comprendes?, y la gente más apropiada para esta clase de trabajo es la que, de joven. Ha tenido más experiencia al emprender su propio camino, ha aprendido a no hablar de sí misma y a hacer las cosas porque es su deber. Es la que administra todos los Servicios Públicos, por ejemplo, y la que seguramente continuará administrándolos. Pero hoy en día uno tiene que fatigarse hasta el agotamiento para justificar sus propios privilegios.
– Muchos – dijo Dinny – parecen agotarse antes y fatigarse después. Bueno, ya volvemos a estar ante la casa de Fleur. ¡Vente, tío! Si Diana necesitara algo, estarías más fácilmente a su disposición.
– Muy bien, querida, y que Dios te bendiga. Me has hecho hablar de un tema en el que pienso bastante a menudo. ¡Serpiente!
CAPÍTULO XVIII
Usando el teléfono con tenacidad, Jean había logrado descubrir a Hubert en el Coffee House y tener noticias suyas. Se cruzó con Dinny y Adrián cuando éstos entraban.
– ¿Adónde vas?
– No tardaré mucho en regresar – contestó, y dio la vuelta a la esquina.
Dado que no conocía bien Londres, llamó al primer taxi que vio. Cuando hubo llegado a Eaton Square, ante una mansión grande y de aspecto triste, despidió el taxi y oprimió el timbre.
– ¿Está en Londres lord Saxenden? – Sí, milady, pero no se halla en casa. – ¿Cuándo volverá?
– Su Señoría estará de regreso a la hora de cenar, pero… – Entonces aguardaré.
– Perdóneme… milady…
– Nada de milady – replicó Jean, tendiendo un tarjeta ~' de visita – Pero me recibirá lo mismo.
El hombre luchó un momento consigo mismo y por fin dijo.
– ¿Quiere pasar aquí, mi… señorita?
Jean entró. La salita estaba desnuda, excepto algunas sillas que databan del período del Imperio, un candelabro y dos consolas con repisas de mármol.
– Haga el favor de entregarle mi tarjeta en cuanto llegue. El hombre pareció recobrarse.
– Su Señoría tendrá mucha prisa, señorita.
– No más que yo. No se preocupe por eso – respondió, tomando asiento en una silla dorada.
El hombre se retiró. Con los ojos fijos ora sobre la plaza que se iba oscureciendo, ora sobre el reloj de mármol dorado, permaneció sentada, esbelta, elegante, llena de vigor, entrela zando los largos dedos de sus manos finísimas, de las cuales se había quitado los guantes. El hombre volvió a entrar y corrió las cortinas.
– ¿No desea dejar algún recado, señorita, o bien escribir un billete?
– No, gracias.
El hombre se quedó allí un momento, como preguntándose si llevaba armas.
– . ¿La señorita «Tasburg»? -preguntó.
– «Tasborough» – contestó Jean -. Lord Saxenden me conoce.
– Perfectamente, señorita -dijo el hombre, y volvió a salir con cierta precipitación.
Las agujas del reloj indicaban casi las siete cuando Jean oyó un rumor de voces procedentes de la entrada. Un momento más tarde la puerta se abrió y entró lord Saxenden con su tarjeta de visita en la mano: en la expresión de su rostro, pasado, presente y futuro parecían ponerse de acuerdo.
– Encantado – dijo -, realmente encantado.
Jean levantó la mirada, y mientras le tendía la mano se le ocurrió pensar: «¡Bacalao en remojo!»
– Ha sido usted extraordinariamente amable atendiéndome.
– Nada de eso.
– Quería anunciarle mi compromiso con Hubert Cherrell. Sin duda recordará usted a su hermana, la sobrina de lady Mont. ¿Ha oído usted hablar de una absurda demanda de ex tradición? Es una cosa increíblemente estúpida. Fue un puro caso de autodefensa: tiene una herida de lo más terrible y podría enseñársela a usted en cualquier momento.
Lord Saxenden musitó algo imperceptible. Sus ojos habíanse vuelto fríos.
– De modo que, ¿comprende? Quería rogarle a usted que hiciese, retirar esa demanda. Sé que es usted una persona que goza de autoridad.
– ¿De autoridad? Ni poco ni mucho. Absolutamente nada. Jean sonrió.
– ¡Claro que es usted una persona de prestigio! Todo el mundo lo sabe. ¡Esto me toca tan de cerca!
– Pero, usted no estaba comprometida la otra noche, ¿verdad?
– No.
– ¡Qué repentino!
– ¿No son repentinos todos los noviazgos?
Quizá no se daba cuenta del golpe que con esa noticia daba a un hombre que pasa de los cincuenta y que había entrado en la habitación con la vaga esperanza de haber causado sensación sobre su juventud. Sin embargo, logró comprender que había desilusionado la buena opinión que se formara de ella, mientras él había desilusionado las esperanzas que ella fundara sobre su persona. Ahora le dirigía una mirada aguda y cortés. «Más refractario de lo que me suponía», pensó Jean, y cambiando de tono, dijo fríamente
– Después de todo, el capitán Cherrell es un D. S. O. Un inglés no deja en apuros a otro inglés, ¿no es así? Sobre todo si han ido a la misma escuela.
Esta observación de notable astucia, hecha en ese momento de desilusión, impresionó al que había sido «Snubby Bantham». – ¡Oh! – dijo -. ¿También él estuvo allí?
– Sí; y usted bien sabe qué vida hizo durante aquella expedición. Dinny le leyó a usted parte de su Diario.
Se oscureció el color del rostro de lord Saxenden y, con repentina exasperación, replicó
– Ustedes, señoritas, creen que no tengo más que hacer que meterme en los asuntos que no me atañen. La extradición es cosa legal.
Jean lo miró con los párpados entornados. El infeliz par hizo un movimiento como para protegerse la cabeza.
. ¿Qué puedo hacer? – preguntó bruscamente-. No me escucharían.
– Inténtelo – respondió Jean -. A ciertos hombres siempre se les escucha.
Los ojos de lord Saxenden brillaron.
– Dice que tiene una cicatriz. ¿Dónde?
Jean se arremangó la manga del brazo izquierdo.
– De aquí hasta aquí. Disparó cuando el hombre se le estaba echando- encima por segunda vez.
– ¡Jem!
Mirando atentamente el brazo, repitió esta profunda observación. Luego hubo un silencio hasta que Jean inquirió repentinamente
– ¿Le gustaría a «usted» verse amenazado de extradición, lord Saxenden?
Éste hizo un movimiento de impaciencia.
– Pero se trata de un asunto oficial, señorita. Jean lo miró de nuevo.
– ¿Es realmente cierto que jamás se ejerce una influencia desinteresada sobre las personas?
Él rió.
– Almuerce conmigo en la Parrilla del Piedmont… pasado mañana…, no, el viernes, y le diré si he podido hacer algo. Jean sabía siempre cuándo había llegado el momento de callar. En los comités parroquiales jamás hablaba durante mucho rato.
– Muchísimas gracias, ¿A la una y media?
Lord Saxenden, maravillado, afirmó con la cabeza. Aquella joven poseía cierta decisión que pasmaba a una persona cuya vida había transcurrido entre los negocios públicos, los cuales destacan por la falta de esa cualidad.
– ¡Hasta la vista! – dijo Jean.
– Adiós, señorita Tasburgh. Muchas felicidades.
– Gracias. De su interés dependerá el podérmelas ofrecer. Antes de que él pudiese contestar, había desaparecido. Jean volvió a pie y con el ánimo apaciguado. Pensaba con claridad y viveza, con una natural desconfianza hacia los actos de los demás. Tenía que ver a Hubert esta misma noche.
En cuanto llegó a casa, se dirigió inmediatamente al teléfono y llamó al Coffee House.
– ¿Hubert? Soy Jean. – Dime, querida.
– Ven aquí después de cenar.. Necesito verte. – ¿Hacia las nueve?