– Sí. Un beso. Adiós. – Y colgó el auricular.
Se detuvo un momento antes de subir a vestirse, como para justificar su sobrenombre de «leoparda». Parecía, efectivamente, la imagen de la juventud que acecha su propio porvenir: esbelta, atenta, inmóvil, perfectamente en su lugar en la salita de Fleur, refinada y de buen estilo, y no obstante extraña y en contraste con el ambiente, como hubiera podido estarlo un gato.
Durante la cena, cuando uno de los comensales tiene algún motivo de ansiedad y los demás lo saben, es menester evitar todo asunto que no se preste a un cambio de conversación a fuego rápido. Nadie hizo alusión al tema Ferse y, después del café, Adrián se marchó. Dinny le acompañó hasta la puerta. -Buenas noches, tío. Dormiré con mi maletín de socorro al alcance de la mano. Desde aquí se puede llamar un taxi. Prométeme que no estarás preocupado.
Adrián sonrió, pero por su rostro veíase que estaba sufriendo. Jean fue al encuentro de Dinny cuando ésta volvía y te comunicó las últimas noticias de Hubert. A su primer sentimiento de consternación, siguió una indignación abrasadora. -¡Qué profundo bandolerismo!
– Sí -asintió Jean -. Hubert vendrá dentro de unos momentos y quiero hablarle a solas.
– En tal caso, llévalo al despacho de Michael. Se lo iré a decir. El Parlamento debería saberlo. Lo malo es que están cerradas las sesiones. Parece que estén abiertas únicamente cuando no hace falta.
Jean aguardó en el vestíbulo a que llegara Hubert. Cuando se encontró con él en la sala cuyas paredes estaban cubiertas con grabados humorísticos correspondientes a las tres últimas generaciones, le hizo arrellanarse en un sillón más confortable y, acto seguido, se sentó sobre sus rodillas. Durante unos minutos permaneció con los brazos alrededor de su cuello y con los labios más o menos sobre los suyos.
– Basta – dijo levantándose y encendiendo dos cigarrillos -. Este asunto de la extradición no seguirá adelante, Hubert.
– ¿Y si siguiese?
– No seguirá. Pero si siguiese, sería una razón de más para que nos casemos inmediatamente.
– Querida mía, no puedo hacerlo de ningún modo.
– Debes. No vayas a creer que si te envían a Bolivia – lo que es un absurdo – yo no iría también. Desde luego que iría, y en el mismo barco, casada o no.
Hubert la miró.
– Eres una mujer maravillosa. – dijo – pero…
– Sí, ya sé. Tu padre, y tu valor, y tu deseo de hacerme feliz por mi propio bien, y todo lo demás. He hablado con tu tío Hilary. Está dispuesto a todo; es sacerdote y hombre de experiencia. Ahora bien, le informaremos del cariz que han tomado las cosas y, si aún está dispuesto a casamos, lo haremos. Iremos a verle juntos, mañana por la mañana.
– Pero…
– ¡Pero! Puedes fiarte de él. Me parece una persona muy sincera.
– Sí – asintió Hubert -, nadie es más sincero que él. – Perfectamente. En ese caso, no hay que discutir más. Ahora puedes volverme a besar.
Y se sentó de nuevo sobre sus rodillas. Por lo tanto, así les hubieran sorprendido, de no ser por su agudo oído. Cuando Dinny abrió la puerta, Jean estaba examinando al «Mono Blanco» colgado en la pared y Hubert sacaba un cigarrillo de su pitillera.
– Este mono es extraordinariamente bueno – dijo Jean -. Nos casaremos lo mismo, Dinny, a pesar de esas historias… Es decir, si vuestro tío Hilary todavía está dispuesto a unirnos. Podrás venir con nosotros mañana por la mañana, si quieres. Dinny miró a Hubert, que se había puesto en pie.
– Es incorregible – sonrió -. Con ella, no hay nada que hacer.
– Y nada podrás hacer sin mí. ¡Figúrate! Creía que si las cosas llegaban a lo peor y él tenía que partir para que lo procesen, yo me quedaría aquí. Los hombres son realmente como niños… ¿Que dices, Dinny?
– Me alegro.
– Todo dependerá de tío Hilary – repuso Hubert -. Esto lo comprendes, ¿verdad, Jean?
– Sí. Está en contacto con la vida real y haremos lo que diga. Ven a buscamos mañana a las diez. Dinny, vuélvete de espalda. Le daré un beso y luego tendrá que marcharse. Dinny se volvió.
– Ahora – dijo Jean.
Un poco más tarde las dos muchachas subieron a acostarse. Sus habitaciones eran contiguas y estaban amuebladas con el acostumbrado buen gusto de Fleur. Charlaron durante un ratito, luego se abrazaron y se separaron. Dinny empleó bastante tiempo para desvestirse.
El Square tranquilo, habitado principalmente por diputados del Parlamento, actualmente ausentes por vacaciones, tenía pocas luces en las ventanas de las casas; ni un soplo de viento movía las oscuras ramas de los árboles; el aire que entraba por la ventana abierta no conocía la dulzura de la noche y los sordos rumores de la ciudad mantenían vivas en ella las sensaciones palpitantes de aquella larga jornada.
«Yo no podría vivir con Jean», pensó Dinny, pero con una justicia aún mayor, añadió: «Pero Hubert sí podrá. Necesita una mujer así». Y sonrió con una mueca, burlándose de su propia sensación de haber sido abandonada. Cuando estuvo acostada, su pensamiento se dirigió hacia el temor y la congoja de Adrián, de Diana, y de su infeliz marido, separado de ella, separado de todos. En la oscuridad de la noche le parecía ver sus ojos vacilantes, ardientes, intensos; los ojos de un ser que suspiraba por hallarse en su casa, por descansar, y que no podía hacerlo. Se subió las mantas hasta los ojos y, para consolarse, repitió incansablemente unos versos infantiles.
CAPITULO XIX
Quien hubiese querido escudriñar en el alma de Hilary Cherrell, Vicario de St. Agustine's-in-the Meads, en esa intimidad que se oculta detrás de cada apariencia, de cada palabra pronunciada e incluso de cada gesto humano, habría visto que no creía que su actividad pletórica de fe llevase a parte alguna. Pero tenía el «servir» en la sangre y en los huesos, es decir, el servir como lo hacen los que guían y dirigen. Al igual que un perro «setter» sin amaestrar, que cuando lo llevan de paseo comienza en seguida a seguir el rastro de la caza; al igual que un perro dálmata que, llevado en una cabalgata, sigue inmediatamente las pisadas del caballo; así era innato en el carácter de Hilary, que descendía de aquellas familias que durante muchas generaciones ofrecieron sus hombres al servicio del país, el agotarse guiando, dirigiendo, y trabajando loor la gente que le rodeaba, sin la convicción de que su guía y su ministerio hiciesen algo más que señalar el camino de su propio deber. En una época en la que todo hallábase oscurecido por la duda y en la que la tentación de mofarse de la aristocracia y de la tradición era irresistible, él representaba un orden social educado en la misión de continuar su trabajo, no porque viese en ello un beneficio para los demás o porque intuyese su propio beneficio, sino porque volver la espalda al trabajo era algo comparable con la deserción. Hilary jamás soñaba en justificar a los de su «clase» o en explicar la esclavitud a que su padre el diplomático, su tío el obispo, sus hermanos el soldado, el conservador y el juez (dado que Lionel acababa de obtener su nombramiento) estaban condenados. De ellos, como de sí mismo, pensaba: «¡Duro, y a la cabeza!». Además, cada una de sus actividades tenía alguna ventaja evidente que podía señalar, pero que, en su corazón, pensaba que era como si estuviese grabada sobre papel en vez de estarlo sobre piedra.
Había despachado una complicada correspondencia cuando, a [es nueve y media del día siguiente a la reaparición de Ferse, Adrián entró en su despacho, que estaba en bastante mal estado. únicamente Hilary, entre los numerosos amigos de Adrián, comprendía y apreciaba los sentimientos y la posición de su hermano. Entre ellos no mediaban más que dos años de diferencia; de niños fueron amigos inseparables; ambos eran alpinistas y antes de la guerra estaban acostumbrados a ser compañeros en ascensiones difíciles y en descensos aun más peligrosos; los dos estuvieron en la guerra, Hilary como capellán en Francia y Adrián, que hablaba árabe, como intérprete en Oriente Aparte de todo, tenían un carácter completamente distinto, lo cual resulta favorable para una larga amistad. Entre ellos no hacían falta explicaciones de índole íntima; inmediatamente se constituían en Comité Ejecutivo.