– ¿Qué noticias hay esta mañana? – preguntó Hilary. – Dinny me ha comunicado que todo está tranquilo; pero, más tarde o más temprano, la calma de Ferse se derrumbará debido a la tensión de estar en la misma casa que Diana. Por ahora puede bastarle la sensación de que se halla en su hogar y de que está libre, pero yo no le concedo más de una semana. Ahora voy a la Clínica, pero no creo que sepan más de cuanto sabemos nosotros.
– Perdóname, viejo, pero lo mejor sería que hiciese vida normal con ella.
El rostro de Adrián se contrajo.
– Es superior a las fuerzas humanas, Hilary. La convivencia, absoluta resultaría demasiado cruel. No se le puede pedir eso a una mujer.
– A menos que el pobre diablo se conserve cuerdo
– La decisión no la podemos tomar nosotros, sino ella. No te olvides cuánto sufrió antes de que le encerraran en esa Clínica mental. Deberíamos conseguir que se alejase de su casa, Hilary.
– Sería más sencillo que «ella» buscase un refugio.
– ¿Quién podría ofrecérselo, excepto yo mismo? Lo que, seguramente, a él le haría volver a perder la razón.
– Si pudiese amoldarse a las condiciones de esta casa, podríamos alojarla nosotros – repuso Hilary.
– ¿Y los niños?
– Podríamos arreglarnos de un modo u otro. Pero dejarlo solo y ocioso no le ayudará a mantenerse cuerdo. ¿Está en condiciones de hacer algo?
– Creo que no. Cuatro años de esa clase de vida bastan para destruir a un hombre. Además, ¿quién le daría un empleo? ¡Si pudiese convencerle de que se viniese a vivir conmigo!
– Dinny y la otra muchacha me dijeron que tiene buen aspecto y que habla razonablemente.
– En cierto sentido, sí. A lo mejor, en la clínica nos pueden dar alguna sugerencia.
Hilary cogió el brazo de su hermano.
– Muchacho, es horrible para ti. Pero apuesto a que será menos malo de lo que esperamos. Hablaré con May. Si después de haber visto a los médicos crees conveniente que Diana se refugie aquí…, ofréceselo.
Adrián estrechó la mano de su hermano. – Voy a coger el tren.
Cuando se quedó solo, Hilary permaneció inmóvil, con la frente arrugada. Había visto tantas veces en su vida la inexorabilidad de la Providencia, que ya no la clasificaba como be névola, ni siquiera en sus sermones. Por otra parte, había visto a muchas personas vencer sus desdichas a base de pura tenacidad y a muchas otras, vencidas por sus propias desdichas, adaptarse a ellas bastante bien; por lo tanto, se había convencido de que, por lo general, exagerábase la importancia de la infelicidad, y estaba seguro de que las cosas perdidas eran habitualmente ganadas. Lo importante era seguir adelante sin preocuparse. En ese momento recibió su segunda visita, la de Millicent Pole, – quien, a pesar de haber sido absuelta, perdió su empleo en Petter and Polin's: la declaración de inocencia hecha por la Ley no había borrado el recuerdo de lo sucedido. Llevaba un gracioso traje azul marino y todo su dinero estaba invertido, por decirlo así, en sus medias. Se quedó de pie, aguardando que la catequizaran.
– Bien, Millie, ¿qué tal está tu hermana? – Regresó ayer, señor Cherrell.
– ¿Se hallaba en condiciones de regresar?
– No lo creo, pero me dijo que si no volvía perdería su empleo.
– No veo el motivo.
– Porque si seguía ausente más tiempo hubieran podido pensar que también ella estaba complicada en «aquel» asunto. – Bueno, ¿y tú? ¿Te gustaría ir al campo?
– ¡Oh, no!
Hilary la contempló. Era una muchacha bonita, con una graciosa figura, tobillos finos y una boca dócil. Tenía el absoluto convencimiento de que hubiera debido estar casada.
– ¿Tienes novio, Millie? La muchacha sonrió.
– Lo tengo, pero no en plan formal, señor.
– ¿No lo suficientemente formal para casarse contigo? – Por lo que puedo ver, no tiene ganas de hacerlo. -¿Y tú?
– Yo no tengo prisa.
– Bueno, ¿tienes algún plan?
– Me gustaría… bien, me gustaría hacer de maniquí. – Va. ¿Te ha dado Petters buenas referencias?
– Sí, y me ha dicho que sentía que tuviese que marcharme; pero como los periódicos han hablado tanto, las otras muchachas…
– Sí. Ya sabes, Millie, que fuiste tú quien te metiste en el embrollo. Yo te defendí porque te encontrabas en una posición difícil, pero no estoy ciego. Has de prometerme que no volverás a hacer una cosa semejante, porque es el primer paso hacia la ruina completa.
La muchacha le dio la contestación que él esperaba, es decir, no respondió.
– Voy a llevarte a que veas a mi esposa. Consulta con ella, y si no logras encontrar un empleo como el que tenías, podríamos enseñarte rápidamente lo que es necesario para que consigas un puesto de camarera en un restaurante. ¿No te gustaría?
– Jamás he pensado en ello.
Lo miró, entre tímida y sonriente. «Una chica como ésta debería recibir una dote del Estado; no hay otro modo para protegerla del peligro», pensó Hilary, y dijo
– Dame un apretón de mano, Millie, y recuerda lo que te he dicho: Tu madre y tu padre fueron amigos míos. Tú debes respetar su memoria…
– Sí, señor Cherrell.
«¡Ya lo creo!», pensó Hilary, acompañándola hasta el comedor, al otro extremo del pasillo, donde su mujer estaba trabajando ante la máquina de escribir. Cuando hubo vuelto a su despacho, abrió el cajón del escritorio y se dispuso a luchar con las cuentas, puesto que aún no había tenido ocasión de conocer un lugar donde el dinero tuviese más importancia que en aquel escuálido centro de un mundo cristiano, cuya religión desprecia el dinero.
«Los lirios del campo – pensó – no trabajan, ni tejen, pero desde luego piden limosna. ¿Qué diablos he de hacer para mantener en pie el Instituto hasta fin de año?»
El problema todavía no estaba solucionado, cuando- la doncella le anunció
– El capitán, la señorita Cherrell y la señorita Tasburgh. «¡Caspita! – se dijo -. Ésos no pierden el tiempo.»
No había vuelto a ver a su sobrino desde su regreso de la expedición Hallorsen. Lo afligió la expresión lúgubre y envejecida de su rostro.
– Congratulaciones, muchacho; ayer oí hablar de tus aspiraciones.
– Tío – dijo Dinny -, prepárate a hacer el papel de Salomón.
– La reputación y la sabiduría de Salomón, mi irreverente sobrina, son quizá las más frágiles de toda la historia. Piensa en el número de sus mujeres. Bueno, ¿qué sucede?
– Tío Hilary – explicó Hubert -, he recibido aviso de que probablemente se extenderá contra mí una orden de extradición a causa del mulero que maté. Jean desea que nos casemos en seguida, a pesar de eso…
– Por eso – lo interrumpió Jean.
– Yo creo que es demasiado arriesgado y que no es justo para con ella. Pero hemos convenido en exponerte la situación y sometemos a tu juicio.
– Gracias – murmuró Hilary -. Y, ¿por qué precisamente a mí?
– Porque tú sabes más que nadie, excepto los funcionarios dé policía, tomar rápidamente una decisión – terció Dinny. Hilary hizo una mueca.
– Con tu conocimiento de las Escrituras, Dinny, podías haber recordado el ejemplo de la última gota. ¡Sin embargo…! Miró a Jean, luego a Hubert, y de nuevo a Jean.
– No ganamos nada aguardando – dijo ésta -, porque, en todo caso, si le cogieran a él me iría también yo.
– ¿Lo haría? – Desde luego. – ¿Podrías impedírselo, Hubert?- No, supongo que no.
– Entonces, queridos muchachos, ¿me encuentro frente a un caso de amor fulminante?
Ninguno de los dos le contestó, pero Dinny dijo
– ¡Oh, sin duda; pude verlo en el campo de croquet, en Lippinghall!
Hilary asintió.
– Bueno, éste es un tanto en favor vuestro. A mí me sucedió lo mismo y jamás tuve que arrepentirme de ello. ¿Es realmente probable tu extradición, Hubert
– No – contestó Jean.
– ¿Tú que dices, Hubert?
– No lo sé. Papá está preocupado, pero varias personas hacen lo que pueden. Tengo esta cicatriz, ¿sabes? – y se subió la manga.