– Yo podría serlo perfectamente por usted. – Hablo en serio, Alan.
– Muy bien. Hasta que hable en serio no se casará conmigo. Pero, ¿por qué quiere estar amargada?
– Me parece tener un ataque de Longfellow: «La vida es real, la vida es seria» – contestó Dinny, encogiéndose de hombros -. Supongo que no puede usted darse cuenta de que no es muy importante ser la hija de una familia que vive en el campo.
– No le diré lo que estaba a punto de decir. – ¡Oh, sí, dígalo!
– Es fácil curarse de eso. Vuélvase madre de familia, en la ciudad.
– Esa observación hubiera hecho sonrojarse a una muchacha de otro tiempo – dijo Dinny, con un suspiro -. No quiero convertirlo todo en un juego, pero parece que lo hago así. Tasburgh deslizó una mano debajo de su brazo.
– Si pudiera convertir en un juego el ser la esposa de un marino, lo haría inmediatamente.
Dinny sonrió.
– No quiero casarme con nadie hasta que me duela el no hacerlo. Me conozco lo suficiente para poder decir esto.
– Está bien, Dinny; no la molestaré.
Siguieron andando en silencio. En la esquina de Oakley Street ella se detuvo.
– Déjeme aquí, Alan.
– Esta noche me llegaré a casa de los Mont para saber noticias de usted. Y si necesita que se haga cualquier cosa (recuerde, cualquier cosa) a propósito del capitán Ferse, no tiene más que telefonearme a mi club. Aquí tiene el número.
Lo escribió en una tarjeta de visita. Y se la dio. – ¿Irá mañana a la boda de Jean?
– ¡Claro que sí! Soy el testigo principal. Únicamente, quisiera…
– ¡Adiós! -dijo Dinny.
CAPITULO XXI
Se había separado del joven con palabras alegres, pero, mientras aguardaba ante la puerta de la entrada, sus nervios estaban tensos como cuerdas de violín. Puesto que jamás estuvo en contacto con enfermedades mentales, la idea la asustaba afín más.
La doncella la introdujo en la casa. La señora Ferse estaba con el capitán Ferse; ¿querría la señorita Cherrell esperar en la salita? Dinny aguardó un rato en la misma habitación en la que Jean fuera encerrada. Sheila entró y le dijo
– ¡Hola! ¿Estás esperando a mamá? – Y se volvió a marchar.
Cuando apareció Diana, su. rostro tenía la expresión de quien intenta darse cuenta de sus propios sentimientos.
– Perdona. Estaba examinando unos documentos. Hago lo imposible para tratarle como si nada hubiera sucedido. Pero esto no puede durar, Dinny; no puede durar. Presiento que no puede durar.
– Déjame que venga a vivir con vosotros. Puedes decir que ya lo habíamos concertado antes.
– Pero, Dinny, puede que te encontraras molesta. Él teme salir o encontrarse con gente. Sin embargo, no quiere ir a otra parte. donde no se sepa nada. Tampoco desea ver al médico ni escuchar a nadie.
– Me verá a mí y eso le acostumbrará. Supongo que esta situación sólo se dará los primeros días. ¿ Puedo ir a buscar mis cosas?
– Si quieres ser un ángel, sí.
– Se lo haré saber a tío Adrián antes de regresar aquí. Esta mañana ha ido a la clínica mental.
Diana se dirigió a la ventana y allí se quedó un rato, dándole la espalda a Dinny. Luego se volvió repentinamente.
– Me he decidido, Dinny. No quiero faltarle en ningún aspecto. Si hay algo que yo pueda hacer para serle útil, lo haré. -¡Bendita seas! – exclamó Dinny -. Yo te ayudaré.: Sin querer escuchar nada más, salió de la habitación y bajó las escaleras. Ya fuera de la casa, mientras pasaba bajo las ventanas del comedor, tuvo de nuevo la sensación de que la estaban mirando dos ojos brillantes y abrasadores. Hasta South Square se cernió sobre ella un sentimiento de trágica injusticia. Durante el almuerzo, Fleur dijo
– Es inútil que te preocupes hasta que suceda algo, Dinny: Es una suerte que Adrián sea tan angelical. Pero éste es un magnífico ejemplo de la impotencia de la ley. Aunque Diana hubiese podido separarse, no hubiera impedido que Férse volviera a ella y que ella sintiera hacia él lo que en realidad siente. La Ley no puede tocar el lado humano de…las cosas. ¿Está Diana enamorada de Adrián?
– No lo creo.
– ¿Estás segura?
– No, no lo estoy. Encuentro ya bastante difícil saber lo que sucede dentro de mí.
– Lo cual me recuerda que tu americano te ha telefoneado. Quiere venir.
– Bueno, que venga. Pero yo estaré en Oakley Street. Fleur le lanzó una mirada astuta.
– En tal caso, ¿he de apostar por el marino? – No. Apuesta por vieja solterona.
– ¡Vaya cosas dices!
– No sé lo que gana una casándose Fleur respondió con una dura sonrisa.
– No podemos quedarnos parados, ¿sabes, Dinny? Por lo menos, no nos quedamos parados: Es demasiado aburrido.
– Tú eres moderna, Fleur, en tanto que yo pertenezco a la Edad Media.
– Es cierto que tienes en el rostro algo de los primitivos italianos. Pero éstos no escapaban del matrimonio. No alimentes esperanzas lisonjeras. Más tarde o más temprano, estarás cansada de ti misma, ¡y entonces…!
Dinny la miró, sorprendida por esa llama de discernimiento en su desilusionada prima.
– ¿Qué has ganado tú, Fleur?
– Por lo menos, soy una mujer completa _ contestó Fleur, secamente.
– ¿Te refieres a los niños?
– Dicen que son posibles sin matrimonios, pero improbables. Para ti, Dinny, serían imposibles. Estás bajo la influencia del espíritu de los antepasados; las familias verdaderamente antiguas tienen una tendencia hereditaria hacia la legitimidad. Sin ella, ¿comprendes?, no pueden ser realmente antiguas. Dinny frunció el entrecejo.
– Jamás lo he pensado, pero, desde luego, me repugnaría mucho tener un hijo ilegítimo. A propósito, ¿le has dado uña recomendación a esa muchacha?
– SÍ; no veo razón alguna para que no haga de maniquí. Es bastante esbelta. No le doy más de un año de vida laboral en lo que se refiere a su figura de efebo. Después, créeme, las faldas se alargarán y volveremos a las curvas.
– Algo degradante, ¿no es cierto? – ¿El qué?
– Cambiar completamente de figura, de cabellos y de todo lo demás.
– Es beneficioso para el comercio. Nos abandonamos en manos de los hombres, para poderlos tener en las nuestras. La filosofía del vampiro.
– La vida de maniquí no le ofrecerá a esa muchacha muchas oportunidades para continuar por el buen camino, ¿verdad?
– Yo diría que mayores. Podría incluso casarse. Pero una cosa a la que siempre me niego es a ocuparme de la moralidad de los demás. Supongo que en Condaford conservaréis las apariencias, puesto que estáis allí desde los tiempos de la Conquista.
A propósito, ¿ha tomado ya tu. padre sus precauciones contra los impuestos de sucesión?
– No es viejo, Fleur.
– No, pero la gente muere, aunque no sea vieja. ¿Posee algo además de las tierras?
– únicamente su pensión. – ¿No hay mucha madera?
– Detesto la idea de talar los árboles. No puedo soportar que doscientos años de formación y de energía se pierdan en una hora. Es repugnante.
– Por lo general, querida, no hay otra solución, salvo la de venderlo todo y marcharse.
– Ya nos arreglaremos -dijo Dinny con brevedad-. Jamás perderemos Condaford.
– No te olvides de Jean.
– Tampoco ella lo dejaría. Los Tasburgh son tan antiguos como nosotros.
– Admitido. Pero esa joven es una mujer de variedad y energía infinitas. Jamás querrá vegetar.
– Vivir en Condaford no es vegetar.
– No te agites, Dinny; yo sólo pienso en vuestro bien. No quiero ver que os manden a paseo, como no deseo que Sir pierda Lippinghall. Michael, en estas cosas, no tiene principio alguno. Dice que si él constituye una de las raíces del país, tanto peor para el país. Esto es idiota, desde luego. – Con repentina seriedad, añadió -: Nunca sabré explicarle a nadie con qué oro tan puro está forjado Michael. – Luego, como dándose cuenta de la sorpresa que expresaban los ojos de Dinny, preguntó-: ¿ Así puedo borrar al americano?