– . Puedes hacerlo. ¿Tres mil millas entre Condaford y yo: ¡ No, señora!
– Entonces creo que deberías darle al pobre diablo el golpe de gracia, porqué, confidencialmente, me ha dicho que eres lo que él llama su ideal.
– ¿Otra vez esa palabra? ¡No! – exclamó Dinny.
– Sí, de veras. Y además me ha dicho que está loco por ti. – Eso no significa nada.
Dicho por un hombre que va hasta el fin del mundo para descubrir las raíces de la civilización, probablemente significa mucho. La mayor parte de la gente iría hasta el fin del mundo para no descubrirlas.
– En cuanto esté solucionado el asunto de Hubert – repuso Dinny – acabaré con esta locura.
– Creo que para hacerlo deberías ponerte el velo de novia. Estarás muy graciosa cogida del brazo del marino, entre dos filas de campesinos, en una atmósfera feudal y con acompañamiento de música alemana. ¡Ojala pueda verte!
– ¡No me casaré con nadie!
– Bueno, entre tanto, ¿tenemos que llamar a Adrián?
En su casa contestaron que estaría de regreso a las cuatro. Le dejaron recado de que se llegara a South Square y Dinny subió a su habitación para poner en orden sus cosas. Cuando bajó, a las tres y media, vio en el perchero un sombrero cuyas alas no le parecieron desconocidas. Se deslizó de: nuevo hacia la sala, y oyó una voz
– ¡Bien! i Qué suerte! Temí no encontrarla.
Dinny tendió una mano a Hallorsen y ambos entraron en la salita de Fleur donde, entre los muebles estilo Luís XV, él aparecía absurdamente masculino.
– Deseaba comunicarle, señorita Cherrell, cuanto he podido hacer en favor de su hermano. He arreglado las cosas de modo que nuestro cónsul en La Paz enviará por cable la declaración jurada de Manuel, conforme él vio cómo el capitán Cheirell era agredido con un cuchillo. Si sus compatriotas tienen una pizca de sentido común, esto debería ser suficiente para. disculpar a su hermano. Hay que hacer acabar este juego de locos, aunque yo tenga que volver personalmente a Bolivia.
– Le doy infinitas gracias, profesor.
– ¡Vaya! No hay nada que yo no esté dispuesto a hacer en favor de su hermano. He llegado a quererle como si fuera. hijo mío.
En estas portentosas palabras había tan gran sencillez y calurosidad generosa que le dieron a Dinny la sensación de haberse vuelto pequeña e insignificante.
– Tiene usted aspecto de no encontrarse muy bien – dijo él repentinamente -. Si hay algo que le cause disgusto, dígamelo y 1o arreglaré.
Linny le contó el regreso de Ferse.
– ¡Esa señora tan hermosa ¡¡ Mal asunto ¡Pero a lo mejor le quiere, de modo que al cabo de poco resultará un alivio para ella.
– Voy a vivir con ella.
– ¡ Es usted muy valiente ¡ ¿ Es peligroso él capitán Yerse?
– Todavía no lo sabemos.
Él se metió una mano en el bolsillo y sacó un pequeño -revólver automático.
– Póngase esto en la maleta. Es el tipo más pequeño que se fabrica. Lo compré para venir aquí, visto que ustedes no suelen pasearse con pistolas
Dinny sonrió.
– Gracias, profesor, pero podría dispararse en el lugar Y menos indicado. Además, aunque hubiese peligro, no debo utilizarlo.
– Es cierto. No había pensado en ello, pero es cierto. Un hombre afligido por ese mal tiene derecho a toda clase de consideraciones. Pero no me agrada la idea de que se exponga usted.
Recordando las exhortaciones de Fleur, Dinny preguntó, audazmente
– ¿Por qué?
– Porque usted es muy preciosa para mí.
– Es usted extraordinariamente amable, pero creo que debería saber que no estoy en mercado.
– Yo tengo la idea de que cada mujer está en el mercado hasta el día en que se casa.
– Hay quien cree que comienza a estarlo solamente entonces.
– ¡Oh! – exclamó Hallorsen con mucha gravedad -. El adulterio no es cosa para mí. Quiero un trato justo en las relaciones íntimas, como en todas las demás.
– Y espero que lo tendrá usted.
Él se irguió.
– Y deseo que sea usted quien me lo otorgue. Tengo el honor de rogarle que sea la señora de Hallorsen. Le suplico que no me diga en seguida que no.
– Si quiere un trato justo, profesor, he de decirle en seguida que no.
Vio velarse aquellos ojos azules, como a causa de un dolor, y le supo mal. Él se le acercó un poco. Se le antojaba enorme, y un pequeño estremecimiento la sacudió.
– ¿Es a causa de mi nacionalidad? – No sé a qué es debido.
– ¿Puedo tener esperanzas?
– No. Me siento lisonjeada y le quedo muy agradecida, créame…, pero no.
– ¡Perdóneme! ¿Hay otro hombre? Dinny movió la cabeza negativamente.
Hallorsen permaneció perfectamente inmóvil. Su rostro presentaba una expresión de incomprensión. Luego, repentinamente. su faz se aclaró.
– Me figuro – dijo – que afín no he hecho bastante por usted. Tendré que servirla un poco.
– ¡Oh, no soy digna de que me sirva usted! Es sencillamente porque no alimento hacia usted un sentimiento tan., – Tengo manos y corazón limpios.
– Estoy segura de ello. Le admiro a usted, profesor, pero jamás podría amarle.
Hallorsen retrocedió ligeramente, como desconfiando de su propio instinto. Se inclinó gravemente. Lleno de sencilla dignidad, tenía un aspecto realmente espléndido. Hubo un largo silencio, al cabo del cual dijo
– Es inútil llorar cuando la leche está derramada. Mándeme usted en cualquier cosa. Me considero su muy fiel -servidor. – Se volvió y salió.
Con una ligera sensación de sofoco en la garganta, Dinny oyó cerrarse la puerta de entrada.
Experimentaba la tristeza de haber causado un dolor, pero también sentía alivio, el alivio que uno siente cuando la amenaza de algo muy grande, sencillo y primitivo – el mar, una tempestad, un toro – ya no es inminente. Se contempló con despecho en uno de los espejos de Fleur, como si estuviese descubriendo en ese momento el super-refinamiento de sus propios – nervios. ¿Cómo era posible que aquella criatura grande, hermosa y sana pudiese amar a otra tan alta, delgada y extraña como la que aparecía reflejada en aquel espejo? Él hubiera podido quebrarla con sus manos. ¿Por esto había ella retrocedido? ¡Los grandes espacios abiertos de los que parecía formar parte, con su estatura, su fuerza, su color, y el retumbar de su voz! Absurda, estúpida quizá…, pero una verdadera huida. Ella pertenecía a lo que pertenecía… y no a personas como él, no a él. Incluso había algo cómico en esa yuxtaposición. Todavía estaba de pie, con la boca entreabierta en una forzada sonrisa, cuando la doncella introdujo a Adrián.
Impulsivamente volvióse hacia él. Cetrino, consumido y lleno de arrugas, perspicaz, dulce y atormentado, fue el contraste más apropiado para calmar sus nervios alterados. Le dio un beso y dijo
– Esperaba verte antes de ir a casa de Diana. – Entonces, Dinny, ¿te vas a casa de Diana?
– Sí. No creo que hayas almorzado, ni tomado té, ni nada parecido. – Y oprimió el timbre -. Coaker, el señor Adrián quisiera…
– Un brandy con soda, Coaker, gracias.
– ¿Y ahora qué, tío? – preguntó después de que él hubo bebido.
– Temo, Dinny, que no podamos confiar mucho en lo que me han dicho-los médicos. Según ellos, Ferse tendría que volver a la clínica. Pero por qué tiene que volver, puesto que se porta como un hombre normal, es lo que no sé. Ponen en duda la idea de que esté curado, pero no pueden alegar nada de anormal en su conducta desde hace varias semanas. He charlado con su enfermero y le he interrogado. Parece un buen hombre y cree que, de momento, Ferse está igual que él. Pero – y aquí estriba toda la dificultad – dice que ya estuvo así una vez, durante un período de tres semanas, y que luego recayó de nuevo, repentinamente. Si sucede algo que le trastorne, una oposición o qué sé yo cree que Ferse volverá a estar tan mal como antes, o quizá peor. Es realmente una situación terrible.
– ¿Es violento cuando le da un ataque?
– Sí. Es una especie de violencia melancólica, dirigida más contra sí mismo que contra los demás.