«Me encanta tío Hilary», pensó. Este había empezado a hablar.
Contrariamente a lo que solía hacer en la iglesia, Dinny escuchó. Aguardó la palabra «obedecer»: no vino; aguardó las alusiones a las relaciones íntimas: fueron omitidas. Ahora Hilary rezaba. Habían llegado al «Padrenuestro». Ya se dirigían a la sacristía. ¡Qué extraña brevedad!
Estaba de rodillas y se puso en pie.
– Completamente asombroso – cuchicheó sir Lawrence -~ como diría Bobbie Ferrar. ¿Adónde irán después?
– Al teatro. Jean desea quedarse en Londres. Ha encontrado un departamento en una casa para trabajadores.
– La calma que precede a la tempestad. No sé qué daría para que el asunto de Hubert hubiera terminado, querida Dinny.
Ahora salían de la sacristía y el órgano comenzó a tocar la «Marcha nupcial» de Mendelssohn. Mirando a la pareja que atravesaba la nave, Dinny tuvo una sensación de exaltación y de abandono, de celos y de satisfacción. Luego, viendo que también Alan parecía tener sentimientos, salió del banco para reunirse con Fleur y Michael; pero, descubriendo a Adrián cerca de la entrada, se dirigió hacia él.
– ¿Qué noticias traes, Dinny?
– Por ahora buenas, tío. Vuelvo allí en seguida.
Con el afán popular de experimentar emociones de segunda mano, un pequeño grupo de feligreses de Hilary habíase reunido afuera. Se oyeron vítores y aclamaciones cuando Jean y Hubert partieron en el pequeño coche oscuro y se alejaron. – Sube al taxi conmigo, tío – dijo Dinny.
– ¿Crees que a Ferse le molesta tu presencia? – preguntó Adrián en el taxi.
– Es muy educado y casi no habla. Sus ojos siempre están fijos en Diana. Lo siento terriblemente por él.
Adrián asintió. – ¿Y ella?
– Maravillosa; como si no ocurriera nada anormal. El no quiere salir. Se queda en el comedor y acecha continuamente desde allí.
– El mundo debe antojársele una conspiración. Si permanece cuerdo por algún tiempo, perderá esta sensación.
– Pero, ¿volverá a perder la razón? Hay casos de restablecimiento total, ¿no es cierto?
– Por lo que he podido comprender, no será así. Tiene en contra la herencia y el temperamento.
– Normalmente, me hubiera podido ser muy simpático. Tiene un rostro lleno de audacia, pero sus ojos asustan.
– ¿Le has visto con los niños?
– Todavía no; pero hablan de él con cariño y naturalidad eso demuestra que no los ha asustado.
– En la clínica mental me han soltado una jerigonza de complejos, obsesiones, represiones, disociaciones y no sé qué más; pero he podido deducir que su caso es uno de esos en los cuales los ataques de aguda melancolía se alternan con ataques de gran excitación. últimamente, estos dos síntomas se han debilitado tanto, que se ha vuelto casi normal. Lo que es de temer es un recrudecimiento de uno u otro aspecto. Siempre ha tenido, tendencia a la rebelión. Durante la guerra estaba de punta, con los jefes y, después de la guerra, con la democracia. Ahora que ha vuelto, seguramente estará en oposición con algo y, de golpe, su mente volverá a hallarse como antes. Si hay armas en la casa, Dinny, sería menester ocultarlas.
– Se lo diré a Diana.
El taxi entró en la King's Road.
– Será mejor que yo no siga más adelante -decidió Adrián, con voz triste.
También Dinny se apeó. Se quedo un momento mirándolo mientras, alto y un poco encorvado, se alejaba; luego enfiló Oakley Street y abrió la puerta. Ferse estaba en el umbral del comedor.
– Entre aquí – dijo -. Necesito hablar con usted. Habían terminado de comer en la habitación revestida de madera y pintada de color oro verdoso. Sobre la larga y estrecha mesa estaban depositados un periódico, un bote de tabaco y unos cuantos libros. Ferse le ofreció una silla y se colocó de espaldas al fuego. No la miraba, de modo que Dinny pudo estudiarle como aún no había podido hacerlo. El rostro, hermoso, daba una sensación de desasosiego. Los pómulos altos, la barbilla cuadrada y los cabellos canosos y crespos hacían resaltar sus ojos de acero, sedientos y ardientes. También su actitud rígida con las manos apoyadas en la cadera, hacía resaltar sus ojos. Dinny se hundió en la silla, atemorizada y sonriendo ligeramente.
– ¿Qué dice la gente de mí?
– No he oído decir nada. He ido a la boda de mi hermano. – ¿Su hermano Hubert? ¿Con quién se ha casado? – Con' una joven que se llama Jean Tasburgh. Usted la vio anteayer.
– ¡Oh! ¡Ah! ¡La cerré con llave! – Sí, ¿por qué?
– Me pareció peligrosa. Fui yo quien consentí en recluirme, ¿sabe? No me llevaron a la fuerza.
– Ya lo sabía. Sabía que había ido usted espontáneamente…
No era un mal sitio, pero…, ¡bien! ¿Qué le parezco? – Jamás tuve ocasión de verle a usted de cerca, pero me parece que está usted muy bien – contestó Dinny, dulcemente. – Me encuentro perfectamente. He mantenido mis músculos en buen estado haciendo ejercicio todos los días.
– ¿Leía usted mucho?
– últimamente, sí. ¿Qué piensan de mí?
Oyendo repetir la pregunta, Dinny le miró a la cara.
– ¿Qué pueden. pensar de usted si hasta ahora no le han visto?
– ¿Quiere decir que debería ver gente?
– Yo no lo sé, capitán Ferse. Pero no comprendo por qué razón no tendría usted que ver a alguien. A mí me ve todos los días.
– Usted me gusta. Dinny levantó una mano. – No diga que lo siente por mí – dijo Ferse, rápidamente.
– ¿Por qué tendría que decirlo? Estoy segura de que se encuentra perfectamente.
– El se cubrió los ojos con la mano. – Estoy bien, pero, ¿hasta cuándo? – ¿Por qué no para siempre? Ferse se volvió hacia el fuego.
– Si no se preocupa, no le pasará nada – aseguró Dinny tímidamente.
Él dio media vuelta.
– ¿Ha observado usted bien a mis hijos? – No mucho.
– ¿Tienen algún parecido conmigo? – Se asemejan mucho más a Diana.
– ¡Gracias a Dios que es así! ¿Qué piensa Diana de mí? Esta vez sus ojos hurgaron en los de ella. Dinny se dio cuenta duque todo dependía de su contestación.
– Diana está contenta.
Él movió la cabeza con violencia. – Es imposible.
– Muchas veces la verdad parece imposible. -¿No me odia?
– ¿Por qué tendría que odiarle?
– Su tío Adrián… ¿Qué hay entre ellos? No me diga que nada.
– Mi tío la adora – contestó Dinny dulcemente -. Pero son sencillamente dos buenos amigos.
– ¿Sólo amigos? – Sólo amigos.
– Me figuro que es todo cuanto usted sabe. – Lo sé a ciencia cierta.
Ferse suspiró.
– Es usted buena. ¿Qué haría si estuviera en mi lugar? Dinny se dio cuenta de nuevo de la cruel responsabilidad de su posición.
– Creo que haría lo que deseara Diana. – ¿Es decir?
– No lo sé. Me parece que tampoco ella lo sabe todavía.
Ferse dio unos pasos hasta la ventana, y. luego volvió atrás.
– He de hacer algo por los pobres diablos como yo. – ¡Oh! – exclamó Dinny, descorazonada.
– Yo he sido afortunado. La mayor parte de personas en mis condiciones habrían sido declaradas locas e internadas en contra de su voluntad. De haber sido pobres, no hubiéramos podido pagar los gastos. Estar allí era bastante malo, pero infinitamente mejor que en los otros sitios de ese tipo. Solía hacer hablar a mi enfermero. É1 había visto dos o tres de ellos.
Quedó en silencio. Dinny pensó en las palabras de su tío «Se encontrará en oposición con algo y, de golpe, su mente volverá a estar como antes».
De repente, Ferse continuó;
Si tuviera usted la posibilidad de hacerlo, ¿se cuidaría usted de los locos? Ni usted ni nadie que tenga nervios y sensibilidad. Lo haría un santo, pero no hay santos suficientes.
¡No! Para cuidar de nosotros es menester ahuyentar toda compasión, es preciso ser de hierro es necesario tener la piel como cuero y no tener nervios. Una persona con nervios, para nosotros sería peor que la persona de piel dura, porque tendría arranques y esto recae siempre sobre nosotros. Es un callejón sin salida. ¡Dios mío! ¿No ha pensado en ello? Y… el dinero. Quien posee dinero, jamás tendría que entrar en uno de esos lugares. ¡Jamás, jamás! Habría que encerrarlo en casa… de cualquier manera… en cualquier parte. Si no hubiese sabido que podía salir cuando me viniese en gana…, si no me hubiese apegado a esta certeza, incluso en mis momentos peores, ahora no estaría aquí. Estaría loco furioso. ¡Dios mío! ¡Estaría loco furioso! ¡El dinero! ¿Cuántos tienen dinero? Quizás un cinco por ciento. Los otros pobres diablos están encerrados allí dentro, tanto si quieren como si no quieren. No me importa cuán científicos, cuán buenos puedan ser tales lugares. El hecho es que, siendo manicomios, significan la muerte en vida. Deben serlo. La gente de fuera nos considera como muertos y, por lo tanto, ¿quién se preocupa? Tras la ficción de la cura científica, eso es' lo que existe en realidad. Todavía perdura la antigua prevención contra la locura, señorita Cherrell. Somos una desgracia. Todo el mundo pide que se nos oculte de un modo humanos ¡-Humanamente! ¡Intentadlo! ¡No podéis! Y entonces intentáis cubrirlo todo con un barniz…, con un barniz…, con un barniz… Eso es todo. ¿Qué otra cosa puede ser? Créame a inf. Créale a mi enfermero. Él lo sabe.