– ¿No harán nada para que vuelva?
– No pueden. Fue allí por su propia voluntad. Ya te dije que no ha sido declarado loco… ¿Qué tal está Diana?
– Tiene el aspecto cansado, pero está tan hermosa como siempre… Dice que hará cuanto pueda para darle la ocasión de curarse- completamente.
Adrián asintió con un movimiento de cabeza.
– Es propio de ella. Tiene mucho valor. Y tú también. Es un gran consuelo saber que estás aquí. Hilary está dispuesto a acoger a los niños y a Diana, si desea ir; pero tú dices que no quiere.
– Por ahora, no. Estoy segura. Adrián suspiró.
– Bueno, tenemos que esperar los acontecimientos.
– ¡Oh, tío! – exclamó Dinny -. ¡Lo siento tanto por ti ¡ -Mira, cariño, si el coche corre, lo que le sucede a la rueda de repuesto no tiene importancia. No quiero entretenerte más. Puedes encontrarme en cualquier momento en el museo o en casa. Adiós y que Dios te bendiga. Saluda cariñosamente a Diana de mi parte y dile todo cuanto te he dicho.
Dinny le dio otro beso. Algo más tarde salió, cogió un taxi y se dirigió hacia Oackley Street.
CAPÍTULO XXII
El rostro de Bobbie -Ferrar era de los que contemplan las tempestades sin inmutarse; en otras palabras, era el ideal de los funcionarios permanentes; tan permanente, que no podíase concebir que él Foreign Office continuara funcionando sin él. Los secretarios de Estado podían llegar, o podían marcharse, pero -Bobbie Ferrar se quedaba siempre, blando, inescrutable, con anos dientes magníficos. Nadie sabía si en él había algo más que un número incalculable de secretos. De edad indefinible, bajo y cuadrado, con una voz suave y profunda, tenía expresión de completa indiferencia. Vestido con un traje oscuro a. rayitas claras, con una flor en el ojal, pasaba su existencia en una vasta antesala en la que no había casi nadie, salvo las personas que iban. para hablar con el ministro de Asuntos Exteriores y que, en cambio, encontraban a Bobbie Ferrar.
Era, en realidad, el perfecto muelle amortiguador. Su debilidad era la criminología. No había un importante proceso por asesinato que Bobbie Ferrar no presenciase; aunque fuese sólo durante media hora, desde un sitio más o menos reservado para él. Y los extractos de todos esos procesos los guardaba en un libro especial, encuadernado. La mayor prueba de su carácter, cualquiera que éste fuese, estaba quizás en el hecho de que nadie le reprochaba jamás sus relaciones con personas de todas clases y partidos. La gente iba a ver a Bobbie Ferrar, pero él no iba a ver a nadie. ¿Por qué? ¿Qué había hecho para ser «Bobbie» Ferrar para todo el mundo? Ni siquiera tenía el título de «honorable»; 'era, sencillamente, el hijo del hijo menor de un marqués. Afable, impenetrable, siempre atareado, indudablemente representaba la última palabra. Sin él, sin su flor, sin su ligera sonrisa, Whitehall se hubiera visto privada de algo que le daba un aspecto casi humano.
La mañana del día de los esponsales de Hubert, estaba volviendo las páginas de un catálogo de bulbos cuando le entregaron la tarjeta de visita de sir Lawrence, seguida inmediatamente de su propietario.
– Bobbie, ¿sabe usted a qué he venido? ~ preguntó casi en seguida.
– Lo sé perfectamente – contestó Bobbie, con sus ojos redondos, la cabeza echada hacia atrás y la voz profunda.
– ¿Vio usted al marqués?
– Ayer almorcé con él. ¿No es un hombre asombroso?
– El más grande de nuestros ancianos – repuso sir Lawrence -. ¿Qué va usted a hacer? El viejo sir Conway Cherrell fue el mejor embajador en España que salió de esta casa. Además, se trata de un novio.
– ¿De veras tiene una cicatriz? – inquirió Bobbie Ferrar, haciendo una mueca.
– ¡Claro que sí!
– ¿De veras le hirieron en aquella ocasión?
– ¡Usted es la imagen del escepticismo! Sí, en aquella ocasión.
– ¡Asombroso! – ¿Por qué? Bobbie Ferrar descubrió los dientes. – ¿Quién puede demostrarlo?
– Hallorsen está buscando una prueba.
– Eso no atañe a nuestro departamento, bien lo sabe usted. – ¿No? Pero desde aquí puede alcanzar el Ministerio del Interior.
– ¡Hum! -dijo Bobbie Ferrar.
– En todo caso, se puede pedir el parecer de los bolivianos al respecto.
– ¡Hum! – dijo Bobbie Ferrar, aun más profundamente. Acto seguido le tendió el catálogo -. ¿Conoce usted esta nueva variedad de tulipán? Perfecta, ¿verdad?
– Escuche, Bobbie – dijo sir Lawrence -. Se trata de mi sobrino. Es realmente un apedazo de pan». Y esto no marcha, ¿comprende?
– Vivimos en un período eminentemente democrático – fue la respuesta tenebrosa de Bobbie Ferrar -. Hubo una interpelación-en la Cámara, ¿verdad?… ¿Se trataba de fustigación?
– Si continúan haciendo tantas tonterías, podemos sacar a relucir la honra nacional. Hallorsen ha retirado sus críticas. Bien; dejo el asunto en sus manos. Usted no se comprometería aunque me quedase aquí toda la mañana. Pero hará usted lo que pueda porque, en realidad, es una acusación escandalosa. – Perfectamente – repuso Bobbie Ferrar -. ¿Le gustaría asistir al proceso por el asesinato de Croydon? Es extraordinario. Tengo dos plazas. Le ofrecí una á mi tío, pero no quiere presenciar ningún proceso hasta que introduzcan la silla eléctrica.
– ¿Es realmente culpable Bobbie Ferrar asintió.
– Las pruebas son muy inciertas – añadió. -Bueno, Bobbie, hasta la vista. Cuento con usted. Bobbie Ferrar hizo otra mueca y le tendió la mano. – Adiós – masculló.
Sir Lawrence se llegó hasta la Coffee House, donde el conserje le tendió un telegrama: «Voy a casarme Jean Tasburgh dos en punto hoy St. Agustine's-in-the-Meads felicísimo verte y a tia Em. Hubert.»
Entrando en la sala del café, sir Lawrence le dijo al maitre -Butts, he de ir a la boda de un sobrino mío. Sírvame de prisa.
Veinte minutos más tarde estaba en un taxi, en dirección a St. Agustine's. Llegó poco antes de las dos y encontró a Dinny en el momento en que subía las escaleras.
– Tienes un aspecto pálido e interesante, Dinny. – Estoy pálida e interesante, tío Lawrence. – Este acontecimiento parece algo repentino.
– Jean lo quiso así. Me siento terriblemente responsable. Yo se la presenté, ¿comprendes?
Entraron en la iglesia y se dirigieron hacia los primeros bancos. Salvo el general, lady Cherrell, la mujer de Hilary y Hubert, no había más que dos curiosos y un sacristán. Alguien pasaba los dedos por el teclado del órgano. Sir Lawrence y Dinny se sentaron en un banco solitario.
– No me sabe mal que Em no esté aquí – dijo él en voz baja -. Siempre llora. Cuando te cases, Dinny, pon en las tarjetas de invitación, «Se ruega no derramar lágrimas». ¿ Qué será que produce tanta humedad con ocasión del matrimonio? Incluso los sacristanes lloran.
– Es el velo -cuchicheó Dinny -. Hoy nadie llorará porque no lo hay. ¡Mira! ¡Fleur y Michael!
Sir Lawrence volvió su monóculo hacia ellos mientras atravesaban la nave.
– Han pasado ocho años desde que les vimos casarse. En resumidas cuentas, no hicieron mal.
– No – murmuró Dinny -. El otro día Fleur me dijo que Michael está forjado de oro puro.
– ¿Eso dijo? ¡Bien! Hubo momentos, Dinny, en que tuve mis dudas.
– No sobre Michael.
– No, no. Realmente es un hombre de primera calidad. Pero Fleur ha perturbado más de una vez la paz de su palomar. 'Sea como fuere, después de la muerte de su padre, su conducta r: ha sido ejemplar. ¡Ahí vienen!
Las notas del órgano dieron el aviso. Alan Tasburgh y Jean, cogidos del brazo, avanzaron por la nave. Dinny admiraba el aspecto firme del joven. En cuanto a Jean, parecía la imagen de la salud y de la vitalidad. Hubert, con las manos en la espalda, como si estuviera en posición de «descansen», se volvió mientras ella se acercaba y Dinny vio que su rostro, moreno,arrugado, se iluminaba como si el sol lo hubiese inundado. Una sensación de sofoco le oprimió la garganta. Luego vio que Hilary, revestido con sobrepelliz, había llegado pausadamente y esperaba.