– Sí, señora. He visto el teléfono.
– Escóndalo y hágalo arreglar; no comente nada con las otras. Diga sólo que el capitán estará fuera dos o tres días. Haga que las cosas den esta impresión. Vistámonos de prisa, Dinny.
La doncella volvió a bajar. Dinny preguntó
– ¿Lleva dinero consigo?
– No sé. Puedo mirar si el talonario de cheques ha desaparecido.
Corrió abajo y Dinny aguardó. Diana volvió en seguida.
– No; está en el secretaire del comedor. Pronto, Dinny, vístete.
Eso significaba… ¿qué significaba? Un extraño conflicto de esperanzas y temores se debatía en Dinny. Voló escaleras arriba.
CAPITULO XXVI
Mientras tomaban rápidamente el desayuno, se consultaron. ¿A quién debían ir a ver?
– A la policía, no – dijo Dinny. – No, desde luego.
– Yo creo que ante todo tendríamos que ir a ver a tío Adrián.
Enviaron a la doncella a buscar un taxi y se dirigieron hacia la casa de Adrián. Aún no eran las nueve. Lo encontraron tomando té y comiendo uno de esos pescados que ocupas más espacio con sus restos que cuando están enteros, lo cual explica el milagro de las siete cestas llenas.
Parecía que, en estos pocos días, Adrián hubiese encanecido más. Las escuchó mientras llenaba la pipa y luego dijo – Debéis dejarme hacer a mí. Dinny, ¿puedes llevar a Diana a Condaford?
– Naturalmente que sí.
– Antes de partir, ¿podrías mandar a Alan Tasburgh a la clínica mental, para informarse si Ferse está allí, sin darles a entender que ha desaparecido? Aquí tienes las señas. Dinny asintió.
Adrián se llevó la mano de Diana a los labios.
– Pareces estar agotada. No te preocupes y procura des cansar con los niños. Nos mantendremos en contacto contigo. – Harán publicidad, Adrián.
– No la harán, si podemos impedirlo. Consultaré con Hilary. Lo intentaremos todo. ¿Sabes cuánto dinero llevaba encima?
– El último cheque cobrado hace dos días era de dos libras, pero ayer estuvo fuera todo el día.
– ¿Cómo iba vestido?
– Abrigo azul, traje azul y bombín. – ¿Y no sabes dónde fue ayer?
– No. Hasta ayer jamás había salido. – ¿Es aún miembro de algún club? – No.
– ¿Algún antiguo amigo se ha enterado de su regreso? – No.
– ¿Y no ha cogido el talonario de cheques? ¿Cuándo podrás encontrar a Alan, Dinny?
– Ahora mismo, si me es posible telefonear. Duerme en su club.
– Entonces, inténtalo.
Dinny fue al teléfono. Volvió seguidamente diciendo que Alan iría a la clínica al instante y que le haría saber algo a Adrián. Se informaría, como si fuera un viejo amigo que ignorara que Ferse se hubiera marchado. Diría que le comunicaran si regresaba para poderle ir a ver.
– Bien -dijo Adrián -. Tienes sentido común, pequeña. Ahora ve y cuida de Diana. Dame el número de Condaford.
Después de habérselo anotado, las acompañó hasta el taxi. – Tío Adrián es el mejor hombre del mundo – comentó Dinny.
– Nadie lo sabe mejor que yo, Dinny.
Regresaron a Oakley Street y subieron a preparar las maletas. Dinny temía que, en el último momento, Diana se negara a partir. Pero se lo había prometido a Adrián y pronto estuvieron en la estación. Permanecieron en profundo silencio la hora y media del viaje, hundidas en los ángulos del departamento y completamente rendidas de fatiga. Efectivamente, sólo entonces se daba cuenta Dinny del esfuerzo que hiciera. Sin embargo, todo sumado, ¿qué había sido? Ninguna violencia, ningún ataque, ni siquiera una gran escena. ¡Cuán misteriosa e intranquilizadora era la demencia! ¡ Qué terror inspiraba! ¡Qué enervantes emociones! Ahora, que estaba segura de no volver a entrar en contacto con Ferse, le parecía solamente digno de piedad. Se lo figuró vagando como un autómata, sin un lugar donde posar la cabeza, sin una persona que le tendiese una mano, en el umbral de la locura, ¡quizás más allá! Las peores tragedias, los crímenes, la lepra,.r demencia, siempre van unidas al miedo: sus víctimas están desesperadamente solas en un mundo aterrorizado.
Después de los sucesos de la noche anterior, Dinny comprendía mucho mejor la explosión de Ferse a propósito del círculo vicioso en el que se debate un loco. Ahora sabía que no tenía los nervios lo bastante fuertes, la piel lo suficientemente dura para soportar a un alienado. Se explicaba los tratos terribles a que los locos estaban sometidos en otros tiempos; los comparaba al modo en que los perros se echan encima de otro perro histérico cuando sus nervios están crispados. La crueldad y el desprecio para con los dementes eran una especie de venganza de la sociedad herida en los nervios.
Por lo tanto era aún más triste, más atroz, pensar en ello. Mientras el tren la iba llevando hacia su pacífica morada, luchaba continuamente entre el deseo de alejar de sí el pensamiento de aquel infeliz proscrito y los sentimientos de piedad que éste le inspiraba.
Miró a Diana, hundida en el ángulo opuesto, con los ojos cerrados. ¿Qué debía sentir ella, que estaba atada a Ferse por los recuerdos, por la ley y por los hijos de los cuales era el padre? El rostro, debajo del sombrero en forma de casco, llevaba esculpidas las marcas de un largo esfuerzo doloroso: facciones hermosas, pero endurecidas. Por el ligero movimiento de los labios notábase que no estaba dormida. «¿Qué la sostiene? – pensó Dinny -. No es religiosa; no cree mucho en nada. De ser ella, yo lo abandonaría todo y me iría al lugar más remoto de la tierra. Pero, -¿lo haría realmente? ¿Hay algo en el hombre, cierto sentido de lo que se debe a sí mismo, que lo conserva firme y fuerte?»
En la estación no encontraron coche que les aguardara, por lo que dejaron allí los equipajes y se encaminaron hacia la granja por un sendero que atravesaba los campos.
– ¿Bastaría una mediocre distracción para vivir en estos tiempos? – preguntó Dinny, repentinamente -. ¿Sería feliz si viviera siempre aquí, como los viejos campesinos? Clara nunca está contenta. Siempre ha de ir de un lado para otro. En el hombre hay verdaderamente una especie de fantoche sorpresa.
– Jamás lo he visto saltar fuera de ti, Dinny.
– Quisiera haber sido mayor durante la guerra. Cuando terminó tenía catorce años.
– Tuviste suerte.
– No lo sé. Tú, Diana, debiste pasar momentos terriblemente emocionantes.
– Cuando la guerra estalló tenía la misma edad que tú tienes ahora.
– ¿Estabas casada?
– Desde hacía muy poco.
– Supongo que él la hizo toda.
– Sí.
– ¿Fue ésa la causa?
– Una agravante, quizás.
– Tío Adrián me dijo que era una cosa hereditaria.
– Sí.
Dinny indicó una casita con el tejado de paja.
– En esa casita ha vivido durante cincuenta años una vieja pareja a la que quiero mucho. ¿Podrías hacer lo mismo, Diana?
– Ahora, sí. Deseo paz, Dinny.
Llegaron a la casa, en silencio. Mientras tanto Adrián había enviado un mensaje: Ferse no había regresado a la clínica; Hilary y él esperaban estar sobre la buena pista.
Después de haber visto a los niños, Diana se fue a descansar a su cuarto y Dinny entró en la salita de su madre. – Oh, mamá, tengo necesidad de decírselo a alguien. Estoy rezando para que se muera.
– ¡Dinny!
– Por su propio bien, por el de Diana y el de -sus hijos y por el de todos. También por el mío.
– Naturalmente, si no hay esperanza…
– Que haya esperanza o no, no me importa. Es demasiado atroz. La palabra Providencia ha perdido para mí todo significado, mamá.
– ¡Querida!
– Es demasiado remota. Supongo que existe un plan inmutable, pero nosotros somos otros tantos mosquitos considerados como meros individuos.
– Necesitas un buen descanso, hijita. – Sí, pero eso no cambiará nada.
– No cultives esos sentimientos. Afectan demasiado al carácter.
– No veo la relación entre las opiniones y el carácter. Yo no me portaré peor porque deje de creer…