– Pero, seguramente…

– No; yo no me portaré peor. Si yo soy como es debido, es porque la dignidad es cosa buena y no por lograr una ventaja cualquiera.

– Pero, ¿por qué habría de ser buena la dignidad, Dinny, si no hubiera Dios?

– ¡Oh. mi sutil y querida mamá! Yo no he dicho que no haya Dios.

– Dinny, ¡eres terrible!

– No, mamá. Si soy como es debido, es porque la dignidad la aprecian las criaturas humanas en beneficio de las criaturas humanas. ¿Tengo tan mala cara, mamá? Me hace el efecto de que los ojos me han desaparecido. Creo que iré a tumbarme un rato. No sé por qué me han excitado tanto éstas cosas, mamá. Creo que es debido a que le miré a la cara.

Y, con una rapidez sospechosa, se volvió y se marchó.

CAPÍTULO XXVII

La desaparición de Ferse fue una alegría para el corazón de aquel que tanto sufriera después de su regreso. El hecho de que Adrián se hubiera comprometido a buscarle y, por lo tanto, a poner fin a esa alegría, no era suficiente para destruirla totalmente. Cogió un taxi y fue a buscar a Hilary casi gustosamente, dedicando toda su inteligencia a la solución del problema. El temor a la publicidad impedíale hacer uso de los recursos normales y directos, como son la Policía, la Radio y la Prensa. Su actuación echaría una luz demasiado cruda sobre Ferse. Mientras estudiaba qué otros medios le quedaban, le pareció estar delante de un juego de palabras cruzadas, de los que había resuelto muchos, a su debido tiempo, como todos los hombres de notable intelecto. Era imposible saber, de acuerdo con el relato de Dinny, a qué hora salió Ferse de su casa, dado que pasó mucho tiempo entre los sucesos de la noche y la hora en que las dos mujeres se levantaron. Cuanto más tardara en iniciar sus pesquisas por los alrededores de la casa, menos posibilidades tenía de encontrar al interesado. ¿Tenía que hacer parar el taxi y regresar a Chelsea? Siguiendo hacia St. Agustine's-in-the-Meads cedía más a su instinto que a su razón. Dirigirse a Hilary era para él como una segunda naturaleza y, en ésta tarea, seguramente dos cabezas serían mejor que una sola. Llegó a la Vicaría sin haber forjado ningún plan, salvo informarse vagamente a lo largo del río y en King's Road. No eran aún las nueve y media; Hilary estaba ocupado aún despachando su correspondencia. En cuanto supo la noticia, llamó a su mujer al despacho.

– Pensemos los tres durante unos minutos – propuso -. Luego cada cual dirá su idea.

Los tres permanecieron en triángulo ante el fuego, los dos hombres con la pipa entre los labios y la mujer oliendo una rosa de octubre.

– Bien – dijo Hilary, finalmente – ¿Ninguna idea May?

– Yo creo que si el pobre hombre es como Dinny lo describe, no debéis dejar de buscar en los hospitales – contestó la esposa de Hilary, arrugando la frente -. Yo podría telefonear a los tres o cuatro donde es más posible que le hayan llevado en caso de una desgracia. Pero quizá todavía es demasiado temprano.

– Muy amable por tu parte, querida mía. Estoy seguro de que podemos confiar en tu inteligencia para esta tarea. May salió.

– ¿Adrián?

– Tengo una idea, pero antes quisiera oír lo que piensas tú.

– Bien – repuso Hilary -, a mí me acuden dos cosas a la mente. Está claro que debemos preguntar a la Policía si alguien ha sido extraído del río; la otra hipótesis, y yo creo será la más probable, es la bebida.

– Pero tan temprano no podía encontrar dónde beber. – En los hoteles. Llevaba dinero.

– De acuerdo. Tenemos que intentarlo, a menos que tú no juzgues inútil mi idea…

– Bien.

– He intentado situarme en el lugar del pobre Ferse. Yo pienso, Hilary, que si una condena estuviese suspendida sobre mi cabeza, correría a Condaford, si no a la misma casa, por lo menos a sus alrededores, a los sitios que solía frecuentar siendo muchacho. Un animal herido vuelve a -su guarida.

Hilary asintió.

– ¿Dónde estaba su casa?

– En West-Sussex, bajo las colinas del norte. La estación es Petworth.

– Ah, conozco ese pueblo. Antes de la guerra; May y yo acostumbrábamos a llegamos muchas veces hasta Bignor para hacer excursiones. Podríamos ir a la estación Victoria para ver si alguien que se le parezca ha cogido el tren. Pero antes interrogaré a la policía por lo que atañe al río. Puedo decir que falta uno de mis feligreses. ¿Qué estatura tiene Ferse?

– Un metro setenta, aproximadamente. Es robusto y tiene pómulos y cabeza anchos, maxilar fuerte, cabello oscuro y ojos azul acero. Lleva traje y abrigo azules.

– Bien – dijo Hilary-, preguntaré en cuanto May termine con el teléfono.

Al quedarse solo delante del fuego, Adrián comenzó a fantasear lector de novelas policíacas, sabía seguir el método francés de la inducción consistente en un golpe psicológico, es decir, disparando a ciegas, mientras que Hilary y May seguían la táctica inglesa consistente en llegar al resultado eliminando posibilidades. Era un excelente sistema, pero, ¿había tiempo para seguirlo? En Londres uno desaparece como una aguja en un pajar y ellos estaban obstaculizados por la necesidad de evitar toda publicidad. Esperaba ansiosamente lo que le referiría Hilary. Era curiosamente irónico el hecho de que él – ¡él! – temiese oír que el pobre Ferse había sido hallado ahogado o atropellado y que Diana era libre.

Cogió un horario de ferrocarriles que estaba sobre el escritorio de Hilary. Salió un tren para Petworih a las 8.5o y otro partía a las 9.56. ¡Faltaba poco! Permaneció en espera, con la mirada fija en la puerta. Era inútil apresurar a Hilary, que era maestro en el arte de ahorrar tiempo.

– ¿Bien? – preguntó cuando la puerta se abrió. Hilary movió la cabeza.

– Nada. Ni los hospitales, ni la Policía. Nadie ha sido hospitalizado y en parte alguna han oído hablar de él.

– Entonces – dijo Adrián -, intentemos la estación Victoria. Hay un tren dentro de veinte minutos. ¿Puedes venir en seguida?

Hilary lanzó una mirada a su escritorio.

– No puedo, pero iré. Hay algo impuro en el modo en que nos apasiona esta persecución. Aguarda, viejo. Voy aavisar a May y coger mi sombrero. Entre tanto, podrías buscar un taxi. Dirígete hacia St. Paneras y espérame allí.

Adrián fue a buscar un coche. Encontró uno que salía de la Euston-Road, le hizo dar media vuelta y se quedó esperando. Poco después apareció Hilary, muy apresurado.

– No estoy entrenado – comentó. Adrián sacó la cabeza por la ventanilla. – A la estación Victoria. Lo más rápido posible. Hilary le deslizó una mano debajo del brazo.

– No he vuelto a dar un paseo contigo desde el día que escalamos el Carmarthen Van, el año después de la guerra.

¿Recuerdas?

Adrián sacó su reloj.

– Temo que perdamos el tren. El tráfico es terrible.

Se quedaron en silencio, zarandeados de un lado para otro por los espasmódicos esfuerzos del taxi.

– Jamás olvidaré – dijo Adrián, repentinamente – que una vez, en Francia, pasé delante de una maison d'aliénés, como ellos las llaman. Era un gran edificio situado detrás de una línea de ferrocarriles, con un largo enrejado de hierro en la parte delantera. Había un pobre diablo, erguido en pie con los brazos levantados y las piernas separadas, agarrado al- enrejado como un orangután. ¿Qué es la muerte comparada con eso? Un poco de buena tierra limpia y el cielo encima nuestro. Quisiera que le hubiesen hallado en el río.

– Todavía pueden encontrarlo. Esta es una caza inútil.

– Faltan tres minutos – murmuró Adrián -. No llegaremos a tiempo.

Pero, como si estuviera animado por el carácter nacional, el taxi adquirió una velocidad extraordinaria y pareció que el tráfico se le desvaneciera delante. Se detuvieron ante la estación con una sacudida.

– Tú te informarás en las ventanillas de primera, yo en las de tercera clase – dijo Hilary, mientras corrían -. Un pastor se impone más


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