Adolfo Bioy Casares

El Sueño de los Héroes

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I

A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación. Que alguien haya previsto el terrible término acordado y, desde lejos, haya alterado el fluir de los acontecimientos, es un punto difícil de resolver. Por cierto, una solución que señalara a un oscuro demiurgo como autor de los hechos que la pobre y presurosa inteligencia humana vagamente atribuye al destino, más que una luz nueva añadiría un problema nuevo. Lo que Gauna entrevió hacia el final de la tercera noche llegó a ser para él como un ansiado objeto mágico, obtenido y perdido en una prodigiosa aventura. Indagar esa experiencia, recuperarla, fue en los años inmediatos la conversada tarea que tanto lo desacreditó ante los amigos.

Los amigos se reunían todas las noches en el café Platense, en Iberá y Avenida del Tejar, y, cuando no los acompañaba el doctor Valerga, maestro y modelo de todos ellos, hablaban de fútbol. Sebastián Valerga, hombre parco en palabras y propenso a la afonía, conversaba sobre el turf -«sobre las palpitantes competencias de los circos de antaño»-, sobre política y sobre coraje. Gauna, de vez en cuando, hubiera comentado los Hudson y los Studebaker, las quinientas millas de Rafaela o el Audax, de Córdoba, pero, como a los otros no les interesaba el tema, debía callarse. Esto le confería una suerte de vida interior. El sábado o el domingo veían jugar a Platense. Algunos domingos, si tenían tiempo, pasaban por la casi marmórea confitería Los Argonautas, con el pretexto de reírse un poco de las muchachas.

Gauna acababa de cumplir veintiún años. Tenía el pelo oscuro y crespo, los ojos verdosos; era delgado, estrecho de hombros. Hacía dos o tres meses que había llegado al barrio. Su familia era de Tapalqué: pueblo del que recordaba unas calles de arena y la luz de las mañanas en que paseaba con un perro llamado Gabriel. Muy chico, había quedado huérfano y unos parientes lo llevaron a Villa Urquiza. Ahí conoció a Larsen: un muchacho de su misma edad, un poco más alto, de pelo rojo. Años después, Larsen se mudó a Saavedra. Gauna siempre había deseado vivir por su cuenta y no deber favores a nadie. Cuando Larsen le consiguió trabajo en el taller de Lambruschini, Gauna también se fue a Saavedra y alquiló, a medias con su amigo, una pieza a dos cuadras del parque.

Larsen le había presentado a los muchachos y al doctor Valerga. El encuentro con este último lo impresionó vivamente. El doctor encarnaba uno de los posibles porvenires, ideales y no creídos, a que siempre había jugado su imaginación. De la influencia de esta admiración sobre el destino de Gauna todavía no hablaremos.

Un sábado, Gauna estaba afeitándose en la barbería de la calle Conde. Massantonio, el peluquero, le habló de un potrillo que iba a correr esa tarde en Palermo. Ganaría con toda seguridad y pagaría más de cincuenta pesos por boleto. No jugarle una boleteada fuerte, generosa, era un acto miserable que después le pesaría en el alma a más de un tacaño de esos que no ven más allá de sus narices. Gauna, que nunca había jugado a las carreras, le dio los treinta y seis pesos que tenía: tan machacón y tesonero resultó el citado Massantonio. Después el muchacho pidió un lápiz y anotó en el revés de un boleto de tranvía el nombre del potrillo: Meteórico.

Esa misma tarde, a las ocho menos cuarto, con la última Hora debajo del brazo, Gauna entró en el café Platense y dijo a los muchachos:

– El peluquero Massantonio me ha hecho ganar mil pesos en las carreras. Les propongo que los gastemos juntos.

Desplegó el diario sobre una mesa y laboriosamente leyó:

– En la sexta de Palermo gana Meteórico. Sport: $ 59,30.

Pegoraro no ocultó su resentimiento y su incredulidad. Era obeso, de facciones anchas, alegre, impulsivo, ruidoso y -un secreto de nadie ignorado- con las piernas cubiertas de forúnculos. Gauna lo miró un momento; luego sacó la billetera y la entreabrió, dejando ver los billetes. Antúnez, a quien por la estatura llamaban el Largo Barolo, o el Pasaje, comentó:

– Es demasiada plata para una noche de borrachera.

– El carnaval no dura una noche -sentenció Gauna.

Intervino un muchacho que parecía un maniquí de tienda de barrio. Se llamaba Maidana y lo apodaban el Gomina. Aconsejó a Gauna que se estableciera por su cuenta. Recordó el ofrecimiento de un quiosco para la venta de diarios y revistas en una estación ferroviaria. Aclaró:

– Tolosa o Tristán Suárez, no recuerdo. Un lugar cercano, pero medio muerto.

Según Pegoraro, Gauna debía tomar un departamento en el Barrio Norte y abrir una agencia de colocaciones.

– Ahí, repantigado frente a una mesa con teléfono particular, hacés pasar a los recién llegados. Cada uno te abona cinco pesos.

Antúnez le propuso que le diera todo el dinero. Él se lo entregaría a su padre y dentro de un mes Gauna lo recibiría multiplicado por cuatro.

– La ley del interés compuesto -dijo.

– Ya sobrará tiempo para ahorrar y sacrificarse -respondió Gauna-. Esta vez nos divertiremos todos.

Lo apoyó Larsen.

Entonces Antúnez sugirió:

– Consultemos al doctor.

Nadie se atrevió a contradecirlo.

Gauna pagó otra vuelta de vermut, brindaron por tiempos mejores y se encaminaron a la casa del doctor Valerga. Ya en la calle, con esa voz entonada y llorosa que, años después, le granjearía cierto renombre en kermeses y en beneficios, Antúnez cantó La copa del olvido. Gauna, con amistosa envidia, reflexionó que Antúnez encontraba siempre el tango adecuado a las circunstancias.

Había sido un día caluroso y la gente estaba agrupada en las puertas, conversando. Francamente inspirado, Antúnez cantaba a gritos. Gauna tuvo la extraña impresión de verse pasar con los muchachos, entre la desaprobación y el rencor de los vecinos, y sintió alguna alegría, algún orgullo. Miró los árboles, el follaje inmóvil en el cielo crepuscular y violáceo. Larsen codeó, levemente, al cantor. Éste calló. Faltaría poco más de cincuenta metros para llegar a la casa del doctor Valerga.

Abrió la puerta, como siempre, el mismo doctor. Era un hombre corpulento, de rostro amplio, rasurado, cobrizo, notablemente inexpresivo; sin embargo, al reír -hundiendo la mandíbula, mostrando los dientes superiores y la lengua- tomaba una expresión de blandísima, casi afeminada mansedumbre. Entre los hombros y la cintura, la extensión del cuerpo, un poco prominente a la altura del estómago, era extraordinaria. Se movía con cierta pesadez, cargada de fuerzas, y parecía empujar algo. Los dejó entrar, sucesivamente, mirando a cada uno en la cara. Esto asombró a Gauna, porque había bastante luz, y el doctor debía saber, desde el primer momento, quiénes eran.

La casa era baja. El doctor los condujo por un zaguán lateral, a través de una sala, que había sido patio, hasta un escritorio, con dos balcones sobre la calle. Colgaban de las paredes numerosas fotografías de gente comiendo en restaurantes o bajo enramadas o rodeando asadores, y dos solemnes retratos: uno del doctor Luna, vicepresidente de la República, y otro del mismo doctor Valerga. La casa daba la impresión de aseo, de pobreza y de alguna dignidad. El doctor, con evidente cortesía, les pidió que se sentaran.

– ¿A qué debo tanto honor? -interrogó.

Gauna no contestó en seguida, porque le pareció descubrir en el tono una sorna velada y, para él, misteriosa. Se apresuró Larsen a balbucir algo, pero el doctor se retiró.

Nerviosamente, los muchachos se movieron en sus sillas. Gauna preguntó:

– ¿Quién es la mujer?

La veía a través de la sala, a través de un patio. Estaba cubierta de telas negras, sentada en una silla muy baja, cosiendo. Era vieja. Gauna tuvo la impresión de que no le habían oído.


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