– Entiendo -dijo Ricky con cautela-, pero lo que tengo que decirle podría interesarle.
El joven respondió:
– Papá está ocupado en este momento. La policía todavía no se ha ido.
– ¿La policía? -Ricky inspiró con rapidez-. ¿Ha pasado algo?
El muchacho obvió la pregunta para hacer una a su vez:
– ¿Para qué has llamado? Es que no hemos sabido nada de ti en…
– Muchos años. Diez por lo menos. Desde el entierro de tu abuela.
– Eso, exacto. ¿Por qué ahora de repente?
Ricky pensó que el chico tenía razón en recelar. Empezó el discurso que tenía preparado.
– Un antiguo paciente mío… Recuerdas que soy médico, ¿verdad, Tim? El caso es que podría intentar ponerse en contacto con algún familiar mío. Aunque no hemos estado en contacto en todos estos años, quería avisaros. Por eso he llamado.
– ¿Qué clase de paciente? Eres psiquiatra, ¿no?
– Psicoanalista.
– ¿Y ese paciente es peligroso? ¿O está loco? ¿O las dos cosas?
– Creo que debería hablar de esto con tu padre.
– Ahora está con la policía, ya te lo dije. Creo que están a punto de irse.
– ¿Por qué está con la policía?
– Tiene que ver con mi hermana.
– ¿Con tu hermana?
Ricky intentó recordar el nombre de la chica y visualizaría, pero sólo recordaba una niñita rubia, varios años menor que su hermano. Los veía a los dos sentados a un lado en la recepción después del funeral de su hermana, incómodos con su ropa oscura y rígida, callados pero impacientes, ansiosos de que aquella sombría reunión se disipara y la vida volviera a la normalidad.
– Alguien la siguió… -empezó a contar el chico, pero se detuvo-. Mejor voy a buscar a mi padre -añadió con energía.
Ricky oyó el ruido del auricular al dejarlo sobre la mesa, y voces apagadas de fondo.
Enseguida recogieron el auricular y Ricky oyó una voz que sonaba como la del adolescente, sólo que con mayor cansancio. Al mismo tiempo, contenía una urgencia agobiada, como si su dueño estuviera presionado o lo hubieran pillado en un momento de indecisión. A Ricky le gustaba considerarse un experto en voces, en la inflexión y el tono, en la elección de palabras y el ritmo, todas señales reveladoras de lo que se ocultaba en ellas. El padre del adolescente habló sin preámbulos.
– ¿Tío Frederick? Es una sorpresa oírte, y estoy en medio de una pequeña crisis familiar, así que espero que sea algo verdaderamente importante. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Hola, Tim. Perdona que llame así, de improviso…
– Tim me ha dicho que tienes problemas con un paciente…
– En cierto sentido. Hoy he recibido una carta amenazadora de alguien que podría ser un antiguo paciente. Está dirigida a mi, pero también indica que su autor podría ponerse en contacto con uno de mis parientes. He estado llamando a la familia para alertaros y para averiguar si ha ocurrido algo.
Se produjo un silencio frío y sepulcral que duró casi un minuto.
– ¿Qué clase de paciente? -soltó de golpe Tim padre, haciéndose eco de la pregunta de su hijo-. ¿Se trata de alguien peligroso?
– No sé quién es exactamente. La carta no está firmada. Estoy suponiendo que es un ex paciente pero no lo sé con certeza. De hecho, podría no serlo. Lo cierto es que todavía no sé nada seguro.
– Eso suena vago. Extremadamente vago.
– Es verdad. Lo siento.
– ¿Crees que la amenaza es real?
Ricky advirtió el tono duro y áspero que envolvió la voz de su sobrino.
– No lo sé. Es evidente que me preocupó lo suficiente como para hacer algunas llamadas.
– ¿Has llamado a la policía?
– No. Que me envíen una carta no parece algo ilegal, ¿verdad?
– Es justamente lo que acaban de decirme esos cabrones.
– ¿A qué te refieres?
– La policía. Llamé a la policía y han venido a decirme que no pueden hacer nada.
– ¿Por qué los llamaste?
Timothy Graham no contestó enseguida. Pareció inspirar hondo pero, en lugar de tranquilizarse, fue como si liberara un arrebato de rabia contenida.
– Ha sido asqueroso. Un chalado de mierda. Un hijo de puta repugnante. Si alguna vez le pongo las manos encima, lo mato. Lo mato con mis propias manos. ¿Es un chalado de mierda tu ex paciente, tío Frederick?
El repentino arranque de cólera sorprendió a Ricky. Parecía absolutamente impropio de un profesor de historia de un instituto privado, exclusivo y conservador. Ricky esperó, al principio un poco inseguro de cómo contestar.
– No lo sé -dijo-. Cuéntame qué ha pasado que te ha disgustado tanto.
Tim vaciló otra vez mientras inspiraba hondo, y el sonido recordó el siseo de una serpiente al otro lado de la línea.
– El día de su cumpleaños, si te lo puedes creer. El día que cumple catorce años ni más ni menos. Es asqueroso…
Ricky se puso tenso en su asiento. Algo le estalló de repente en la cabeza, como una revelación. Debería haber visto la conexión de inmediato. De todos sus parientes, uno cumplía años, por pura coincidencia, el mismo día que él. La niña cuya cara le costaba tanto recordar y a la que sólo había visto una vez, en un entierro.
«Ésta debería haber sido tu primera llamada», se recriminó.
Pero no permitió que nada de eso le asomara a la voz.
– ¿Qué pasó? -preguntó sin rodeos.
– Alguien le dejó una felicitación en la taquilla del colegio. Ya sabes, una de esas bonitas tarjetas sensibleras y nada originales, de tamaño gigante, que venden en cualquier centro comercial. Todavía no entiendo cómo ese cabrón pudo entrar y abrir la taquilla sin que nadie lo viera. ¿Qué coño pasó con la vigilancia? Increíble. El caso es que, cuando Mindy llegó al colegio, se encontró la tarjeta, creyó que era de alguno de sus amigos y la abrió. ¿Y sabes qué? Estaba llena de pornografía asquerosa. Pomo a todo color que no deja nada a la imaginación. Fotos de mujeres atadas con cuerdas, cadenas y cueros, y penetradas de todas las formas imaginables con todos los objetos posibles. Pomo duro, triple equis.
Y ese bastardo escribió en la tarjeta: «Esto es lo que te voy a hacer en cuanto te pille sola».
Ricky se movió incómodo en el asiento.
«Rumplestiltskin», pensó, y preguntó:
– ¿Y la policía? ¿Qué te ha dicho?
Timothy Graham soltó un resoplido de desdén que Ricky imaginó que habría usado con los alumnos vagos durante años y que debía de paralizarlos de miedo pero que, en este contexto, más bien reflejaba impotencia y frustración.
– La policía local es idiota -dijo con energía-. Idiota de remate. Me han dicho tan tranquilos que, a no ser que haya pruebas de peso y creíbles de que alguien está acosando a Mindy, no pueden hacer nada. Quieren alguna clase de acto manifiesto. Dicho de otro modo, tienen que atacarla primero. Idiotas. Creen que la tarjeta y su contenido son una broma probablemente de alumnos de los últimos cursos. Tal vez de alguien al que puse mala nota el trimestre pasado. Por supuesto no deja de ser una posibilidad, pero… -El profesor de historia se detuvo-. ¿Por qué no me hablas de tu antiguo paciente? ¿Es un obseso sexual?
– No -aseguró Ricky tras vacilar-. En absoluto. No parece cosa suya. Es inofensivo, de verdad. Sólo irritante.
Se preguntó si su sobrino percibiría la mentira en su voz. Lo dudaba. Estaba furioso, nervioso e indignado, y no era probable que fuera capaz de discernir con claridad durante cierto tiempo.
– Lo mataré -aseguró Timothy Graham con frialdad tras un instante de silencio-. Mindy se ha pasado el día llorando. Cree que alguien quiere violarla. Sólo tiene catorce años y jamás ha hecho daño a nadie. Además, es de lo más impresionable y nunca había visto esa clase de porquerías. Parece que fue ayer que todavía jugaba con el osito de peluche y la muñeca Barbie. Dudo que pueda dormir esta noche, o en unos días. Sólo espero que el susto no la haya cambiado.
Ricky no dijo nada, y su sobrino prosiguió tras tomar aliento.
– ¿Es eso posible, tío Frederick? Tú eres el experto. ¿Puede cambiarle a alguien la vida tan de repente?