Tampoco contesto esta vez, pero la pregunta resonó en su interior.
– Es horrible, ¿sabes? Horrible -soltó Timothy Graham-. Intentas proteger a tus hijos de lo asqueroso y malvado que es el mundo, pero bajas la guardia un segundo y ¡zas!, ocurre. Puede que no sea el peor caso de inocencia perdida que hayas escuchado, tío Frederick, pero tú no tienes que oír cómo la niña de tus ojos llora desconsolada el día que cumple catorce años porque alguien, en alguna parte, quiere hacerle daño.
Y tras esas palabras, Timothy Graham colgó.
Ricky Starks se inclinó hacia la mesa. Soltó el aire despacio entre los incisivos produciendo un largo silbido. Estaba disgustado e intrigado a la vez por lo que Rumplestiltskin había hecho. Recapituló rápidamente. El mensaje que había enviado a la adolescente no tenía nada de espontáneo; era calculado y efectivo. Era obvio que, además, había dedicado cierto tiempo a estudiarla. Mostraba también algunas habilidades a las que sería prudente prestar atención. Rumplestiltskin había logrado superar la vigilancia del colegio y tenido la pericia de un ladrón para abrir una cerradura sin destrozarla. Había salido del colegio sin ser descubierto y viajado después desde Massachusetts hasta Nueva York para dejar su segundo mensaje en la sala de espera de Ricky. No había problemas de tiempo; en coche el viaje no era largo, quizá cuatro horas.
Pero denotaba planificación.
Pero eso no era lo que molestaba a Ricky. Cambió de postura en el asiento.
Las palabras de su sobrino parecían resonar en la consulta, rebotando en las paredes y llenando el espacio con una especie de calor: «inocencia perdida».
Ricky pensó en ello. A veces, en el transcurso de una sesión, un paciente decía algo que resultaba impactante, porque eran momentos de conocimiento, frases de comprensión, percepciones que indicaban un progreso. Eran los momentos que todo psicoanalista buscaba. Solían ir acompañados de una sensación de aventura y satisfacción, porque señalaban logros a lo largo del tratamiento.
Esta vez no.
Ricky sintió una incontrolable desesperación acompañada de miedo.
Rumplestiltskin había atacado a la hija de su sobrino en un momento de vulnerabilidad infantil. Había elegido un momento que debería guardarse en el gran baúl de los recuerdos como uno de alegría, de despertar: su decimocuarto cumpleaños. Y lo había vuelto feo y aterrador. Era la amenaza más fuerte que Ricky podía imaginar, la más provocadora que podía concebir.
Se llevó una mano a la frente como si tuviera fiebre. Le sorprendió no encontrarse sudor en ella.
«Pensamos en las amenazas como en algo que compromete nuestra seguridad -se dijo-. Un hombre con una pistola o un cuchillo víctima de una obsesión sexual. O un conductor borracho que acelera sin precaución por la carretera. O alguna enfermedad insidiosa, como la que mató a mi esposa, que empieza a carcomernos las entrañas.»
Se levantó de la silla y empezó a pasearse nerviosamente arriba y abajo.
«Tememos que nos maten. Pero es mucho peor que nos destruyan.»
Echó un vistazo a la carta de Rumplestiltskin. Destruir. Había usado esa palabra, junto con arruinar.
Su oponente era alguien que sabía que, a menudo, lo que nos amenaza de verdad y cuesta más de combatir es algo que procede de nuestro interior. El impacto y el dolor de una pesadilla puede ser mucho mayor que el de un puñetazo. Asimismo, a veces lo que duele no es tanto ese puñetazo como la emoción tras él. Se detuvo de golpe y se volvió hacia la pequeña estantería que había contra una de las paredes laterales de la consulta, repleta de obras, en su mayoría libros de medicina y revistas profesionales. Esos libros contenían literalmente centenares de miles de palabras que diseccionaban clínica y fríamente las emociones humanas. De pronto comprendió que era probable que todos esos conocimientos no le sirvieran de nada.
Lo que quería era sacar un libro de un estante, hojear el índice y encontrar una entrada en la R para Rumplestiltskin que incluyera una descripción sucinta y sencilla del hombre que le había enviado aquella carta. Sintió miedo porque sabía que no existía tal entrada. Y se encontró volviendo la espalda a los libros que hasta ese momento habían definido su profesión, y lo que recordó a cambio fue una secuencia de una novela que no releía desde su época de universitario.
«Ratas -pensó-. Ponían a Winston Smith en una habitación con ratas porque sabían que era la única cosa del mundo que le daba miedo de verdad. No la muerte ni la tortura, sino las ratas.»
Miró alrededor; su piso y su consulta eran dos lugares que en su opinión lo definían bien y donde se había sentido cómodo y feliz durante muchos años. Se preguntó, en ese instante, si todo eso iba a cambiar y si de repente iba a convertirse en su Habitación de ficción. El lugar donde se guardaba lo peor del mundo.
3
Ya era medianoche y se sentía estúpido y completamente solo.
Su consulta estaba llena de carpetas, montones de cuadernos de taquigrafía, montañas de papeles y un anticuado minicasete que llevaba una década obsoleto bajo una pequeña pila de cintas. Todo ello contenía la desordenada documentación que había acumulado sobre sus pacientes a lo largo de los años. Había notas sobre sueños y entradas anotadas que enumeraban asociaciones críticas hechas por los pacientes o que se le habían ocurrido a él durante el tratamiento: palabras, frases, recuerdos reveladores. Si hubiera alguna escultura concebida para expresar la creencia de que el análisis era tanto arte como medicina, no podría ser mejor que el desorden que lo rodeaba. Había formularios nada metódicos donde constaban estaturas, pesos, razas, religiones y lugares de origen. Tenía documentos sin orden alfabético que definían tensiones arteriales, temperaturas, pulsaciones y cantidades de orina. Ni siquiera contaba con tablas organizadas y accesibles donde figurasen listas de nombres, direcciones, parientes más cercanos y diagnósticos de los pacientes.
Ricky Starks no era internista, cardiólogo o patólogo, especialistas que visitan a cada paciente buscando una respuesta claramente definida a una dolencia y que conservan notas detalladas sobre el tratamiento y la evolución. La especialidad que había elegido desafiaba la ciencia que ocupaba a las demás ramas de la medicina. Eso era lo que convertía al analista en una especie de intruso dentro de la medicina y lo que atraía a la mayoría de quienes se dedicaban a esta profesión.
Pero en ese momento Ricky estaba en medio de un revoltijo creciente y se sentía como un hombre que sale de un refugio subterráneo después de haber pasado un tornado. Se le ocurrió que había ignorado el caos que era en realidad su vida hasta que algo grande y perjudicial había irrumpido en ella desestabilizando los cuidadosos equilibrios que él le había impuesto. Seguramente sería inútil intentar revisar décadas de pacientes y centenares de terapias diarias.
Porque ya sospechaba que Rumplestiltskin no estaba ahí.
Por lo menos, no de una manera fácil de identificar.
Estaba convencido de que, si la persona que había escrito la carta hubiera honrado alguna vez su diván durante cierto tiempo para recibir tratamiento, lo habría reconocido. El tono. El estilo de la escritura. Todos los estados evidentes de cólera, rabia y furia. Para él, estos elementos habrían sido tan distintivos e inconfundibles como las huellas dactilares para un detective. Pistas reveladoras a las que habría estado atento.
Sabía que esta suposición contenía bastante arrogancia. Pensó que no debería subestimar a Rumplestiltskin hasta que supiera mucho más sobre él. Pero estaba seguro de que ningún paciente al que hubiera psicoanalizado con normalidad volvería años más tarde resentido y enfurecido, tan cambiado como para ocultarle su identidad. Podía regresar todavía con las cicatrices internas que lo habían impulsado a acudir a él en principio. O regresar frustrado y enfurecido porque el análisis no es como un antibiótico para el alma; no erradica la desesperación infecciosa que incapacita a algunas personas. O regresar enfadado, con la sensación de haber desperdiciado años hablando sin que nada hubiera cambiado demasiado para él. Eran posibilidades, aunque en las casi tres décadas de Ricky como analista, había habido pocos fracasos así. Por lo menos que él supiera. Pero no era tan engreído como para creer que cualquier tratamiento, por largo que fuera, conseguía invariablemente un éxito total. Siempre habría terapias con peores resultados que otras.