El recluta bajó la vista.
– Si usted lo dise, mi teniente…
– ¿Te gustaría ser el primero, Folch?
– ¿De saltar esto?
– Es muy fácil, hombre.
– Me parese que no, mi teniente.
Se oyeron risas en la formación. El sargento ahuyentó a la cabra con el pie. Cerca del potro, los patos picoteaban un reguero de agua pútrida que venía de las porquerizas.
– ¿Conque no, eh? -dijo el teniente-. Está bien, yo saltaré primero. Pero sólo una vez, así que fijaos bien porque no habrá repetición. ¿Has comprendido, Folch? Después saltarás tú, y después tú -con la fusta apuntó a un muchacho taciturno con cabeza de pájaro y sedosas pestañas, Marcelino Pita Vega, el gallego que siempre se lamentaba de no haberse alistado en la Marina-. Si me lo saltas a la primera, Pita, mira lo que te digo: te pago un polvo con la puta más cara de Hadú. ¿Qué te parece? Pero has de prometerme que no se lo dirás al pater…
En medio de la rechifla general, que ya el sargento se aprestaba a reprimir, el recluta Pita esbozó una mansa y taimada sonrisa, y bajó los ojos al suelo y volvió a ver el cafetín moruno del barrio de Hadú, el té con yerbabuena en los vasos pringosos, los pinchitos calientes, los pajaritos fritos alineados en el mostrador y al propio teniente Bravo acodado en él, vestido de paisano con sombrero de ala flexible sobre los ojos y camelando a una mora de labios púrpura y ojos glaucos, la popular Aixa, que según los veteranos hacía maravillas en la cama, era un domingo lluvioso al anochecer y Pita y varios paisanos suyos habían decidido por fin, venciendo la timidez, requerir los servicios de la furcia exótica… pero ese día el teniente se cruzó en su camino.
Ahora el teniente se alejaba con paso elástico hacia Carmencita, que trasquilaba hierbajos a medio camino de las porquerizas. Se paró y se volvió, encarándose al potro. Lo tenía a unos treinta metros y marcó la distancia trazando una raya en la tierra con la fusta. Mientras se quitaba las espuelas le hizo una seña al sargento, que acudió presuroso. «Déjelas por ahí, sargento», dijo al darle las espuelas. El sargento permaneció a su lado en espera de lo demás, pero el teniente no se desprendió de las botas ni de la pistola ni de la fusta, ni siquiera se aflojó el correaje, así que los reclutas pensaron: debe de ser un salto muy fácil. Algo asustó a la cabra, dio un brinco y se alejó.
– Usted también, sargento, puede retirarse -dijo el teniente. Y mirando a los reclutas-: Fijaos bien.
Los brazos en jarras, la barbilla enhiesta, miró al potro con desafiante apostura, calculando la velocidad y el ímpetu del salto. No se lo pensó mucho. Doblando un poco la cintura, dio un imperceptible saltito a modo de estímulo y emprendió la carrera, espoleándose el muslo con la fusta. Corría con buen estilo, pero no daba la impresión de velocidad ni de empuje -le ocurría exactamente lo mismo cuando jugaba al fútbol con los reclutas: mareaba al adversario con endiablados quiebros y fintas, pero nunca daba la sensación de poder llevarse el balón hasta la portería contraria, a no ser que ellos se lo permitieran, lo cual ocurría a menudo.
Mucho antes de llegar al potro, el teniente se dio cuenta de que andaba lento. Cuando le faltaban un par de metros sujetó la fusta con los dientes y dejó las manos libres, juntó los pies y saltó. Se elevó poco, y además no soltó a tiempo las manos del potro y la bota izquierda tropezó con la muñeca. Llevaba tan poco impulso, que casi no fue una caída; se abrazó al potro y se dejó resbalar suavemente del otro lado hasta apoyar la mano en el suelo. Todo ocurrió tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar, y cuando el sargento inició un ademán de ayuda, el teniente ya se había incorporado.
– No pasa nada -dijo recuperando la fusta y el gorro, que se encasquetó jovialmente sobre los ojos echando la cabeza hacia atrás, dedicándole muecas al sol y a sí mismo. Sonriendo, flexionó las piernas un par de veces y hubo risitas en el pelotón, pero no exactamente de burla; risas solidarias con el teniente, con su estilo acrobático y volatinero, con su deportiva manera de encajar un revés.
Se quedó un rato observando al potro de cerca, mientras se ajustaba los guantes, y luego se encaminó otra vez hasta más allá de la línea que él mismo había trazado. Dos gallinas le siguieron un trecho, luego se desviaron picoteando la tierra con saña. Al darse el teniente la vuelta en la orilla de la explanada, cerca de las porquerizas, los cerdos empezaron a chillar todos a una como obedeciendo a una orden, una lenta ráfaga de viento levantó un ala de polvo bermellón y el recluta Folch vio a su abuela sentada en una silla baja junto a la era, desplumando una gallina en su regazo, a miles de kilómetros de allí.
Cuando el recluta volvió a abrir los ojos en medio del polvo, el teniente Bravo estaba inmóvil en la línea de salida, la mirada fija en el potro. Se concentró unos segundos, bajó la vista, se gritó a sí mismo «¡Ya!» y emprendió una carrera más reflexiva y voluntariosa, más estratégica; balanceaba ligeramente los hombros, parecía ir más confiado, sobrado de facultades. Sin embargo, no llevaba más velocidad ni más fuerza que la vez anterior, era solamente una especial confianza en sí mismo que le proporcionaba la bondad de su estilo, sus buenas maneras y su entereza y serenidad ante cualquier riesgo. En eso era muy exigente consigo mismo y con la tropa: «¡Folch, destripaterrones, manejas el fusil como si fuera un azadón!», gritaba en las prácticas de tiro, «¡La bala hay que mimarla! ¡No basta con tener puntería, manazas, payés del carajo, hay que tener estilo! ¡Modales de soldado, coño!», y sus duros ojos negros, mientras se paseaba a lo largo de la línea de fusileros cuerpo a tierra, espiaba por encima del hombro la furtiva relación personal que cada recluta establecía con su fusil: la mano golpeando rabiosamente el cerrojo, metiendo la bala en la recámara, restregando suavemente la mejilla en la culata, acariciando el gatillo con el dedo. A mitad de carrera el teniente vio la cabra que se le iba a cruzar, pensó «Carmencita, cabrona» dulcemente y parpadeó confuso como si despertara de un sueño. La cabeza enhiesta, una gallina trotaba en el reguero de agua negra y hedionda que provenía de las porquerizas, salpicando a la cabra. El teniente cambió el paso y afrontó el potro alegremente, el cuello muy estirado y el elegante torso envarado en el aire como si volara sentado con la espalda muy recta. Pero el pesado lastre de las piernas impuso su ley y, mientras todavía se elevaba, el teniente recibió la certeza del descalabro como una bofetada en la frente y echó la cabeza para atrás igual que un caballo frenado en plena carrera. Con la punta de las botas -las dos, esta vez- rozó el lomo del potro y cayó escorado sobre el costado, de manera fulminante, como si la tierra quisiera tragárselo.
Esta segunda caída lo hundió en la perplejidad y permaneció sentado en el suelo durante unos segundos, meditando su mala suerte. Tenía una raspadura en la barbilla, difusa, como si sudara sangre, y desgarrado el guante de la mano derecha. El sargento ya había recogido el gorro y la fusta y estaba indeciso a su lado, mirándole con sus pequeños ojos amarillos incrustados en morcilla que reflejaban preocupación y alarma, cuando, en el pelotón, se escuchó la voz ronca y estomacal: «Se va a caer, mi teniente.»
El sargento dio un respingo como si le hubiese picado una avispa.
– ¡¿Quién ha sido el gracioso?! -bramó-. ¡Que salga de la formación ahora mismo o de lo contrario os mando a todos a la cocina a pelar patatas hasta que os licencien! ¡Pero ya, rápido!
– Tranquilo, sargento -el teniente se incorporó elásticamente, de un brinco, y esta vez apenas sacudió el polvo de la sahariana ni recompuso el correaje-. Luego nos ocuparemos de eso.
– Por lo visto tenemos aquí a un listillo -dijo el sargento-. ¡Da la cara, payaso! ¡Con el fusil y el macuto y una emisora en la espalda les obligaría yo a saltar, mi teniente, a ver si les quedaban ganas de cachondeo!