Suspirando con tristeza, el recluta Folch desvió los ojos hacia la cresta del Peñón que asomaba a lo lejos entre la niebla. La imponente Roca lo fascinaba, veía en su cumbre borrascosa e inaccesible un símbolo de la vastedad del mundo. Folch era un payés añoradizo que nunca había salido de su masía perdida en el valle del Berguedà, salvo para venir a la mili. Miró luego las nubes turbulentas sobre el Estrecho y el difuso resplandor agazapado en los confines del Oriente. «Y pensar que estoy tan lejos de casa, aquí, en el África remota y misteriosa», se decía a menudo, sintiendo confusamente a su espalda la presencia y el olor animal del continente negro, el borroso ensueño del desierto y la quimera esmeralda de la selva… «Amores, Amores», dijo en voz baja, viendo al sargento alejarse un tanto de la formación, «Amores, ¿es verdad que hay monos en lo alto del Peñón, y un puñal inglés clavado?» El madrileño sonrió con sus ojitos de ratón: «¿Serás cateto? Los monos los tenemos aquí y llevan estrellas y galones en la bocamanga, je je.» Folch no le rió la gracia; no porque pensara que hay algunas cosas sagradas en este mundo, y que una de ellas era el Ejército -que sí lo pensaba-, sino porque vio acercarse de nuevo al sargento, impaciente por la espera.
Oyeron relinchar un caballo y el sargento miró el sendero gris que bajaba desde la trasera del pabellón de oficiales, y después miró su reloj. El teniente se retrasaba. Además de las tres gallinas, la pareja de patos ya andaba también curioseando alrededor del potro, y la cabra se había acercado a los reclutas y olisqueaba sus ropas agrias, confiada y sumisa, habituada a los piropos o los insultos que le dedicaba la tropa: «Carmencita, reina, que te folle un mono», dijo una voz ronca de ventrílocuo en medio del pelotón. Súbitamente se abrieron las nubes y, por un instante casi mágico, Folch vio que el mar se transfiguraba centelleando, como si millares de espejitos se deslizaran sobre el agua hacia España. Al Este empezaba a dibujarse la ciudad de Ceuta y el Monte Hacho con su fortaleza-presidio recostada contra un tumulto de pesadas nubes purpúreas y un cielo teñido de rosa y malva, irreal. Mucho más cerca, pero no menos irreal, una descolorida bandera española ondeaba furiosa sobre las porquerizas con un engañoso efecto óptico -de hecho, la bandera ondeaba bastante más lejos, exactamente en la punta de una estaca de la entrada del campamento-, flanqueada por una batería de gallardetes podridos y andrajosas camisas caqui crucificadas en espantapájaros para ahuyentar a las gaviotas de la comida de los cerdos.
– ¡Compañía, a cubrirse! -ordenó de nuevo el sargento, dirigiéndose a grandes zancadas hacia la cabeza del pelotón. El frío de la mañana juntaba a los reclutas hombro con hombro y los zarandeaba en bloque. La voz cavernosa del aprendiz de ventrílocuo dedicó a la cabra otra especie de eructo-reclamo cuando, por fin, el teniente Bravo apareció detrás del pabellón de oficiales y se detuvo un instante en la falda del cerro contemplando la explanada roja, el pelotón comandado por el sargento y el potro. Ajustándose los guantes negros, la fusta sujeta al sobaco, el teniente bajó a la carrera por el sendero pedregoso y retorcido.
Era un hombre pequeño y envarado, joven, bigote fino y hermoso mentón moreno, algo levantisco, hombros caídos y apariencia frágil, pero fibroso y pechugón. Llevaba el gorro ladeado sobre la ceja tupida y negra, la sahariana color caqui clarito de corte muy personal -que algunos oficiales le recriminaban y otros le envidiaban secretamente-, botas altas y calzones de canutillo, flamante correaje con la pistola enfundada al cinto y el tirante en diagonal muy ceñido sobre el pecho. Aún no se había quitado las espuelas y sus botas estaban cubiertas de polvo; venía de galopar entre matorrales secos y algarrobos silvestres, como cada mañana, más allá de las dunas al sur del campamento, en dirección a Xauen: entusiasta y madrugador, envarado y pulcro sobre el fogoso caballo blanco, el viento le traía una lejana calentura del desierto, la miseria de las kabilas y los malolientes rebaños de la indigencia, y él galopaba de perfil hasta el toque de diana.
– ¡Firrr…mes! -gritó el sargento al pelotón, yendo al encuentro del oficial y saludando-. A sus órdenes.
– Buenos días, sargento.
El teniente ordenó descanso y se plantó delante del potro con los brazos en jarras. Los reclutas retomaron su posición de descanso, mano sobre mano y con esa mirada vidriosa y bovina de los servidores de la patria en reposo, y él se paseó alrededor del potro golpeándose suavemente las hombreras de la sahariana con la fusta. El tintineo de sus espuelas evocaba la camaradería nocturna de jóvenes oficiales reunidos en la Sala de Banderas, risas viriles, taconazos y rumor de sables saliendo de las vainas.
– Por fin -dijo-. ¿Cuándo lo han traído, sargento?
– Anoche, mi teniente.
– Bien, bien, bien -en sus ojos bailaba un destello alegre-. Entonces, ¿todo arreglado?
– Bueno -el sargento bajó la voz-, ya era muy tarde, pero convencí al socio de Fermín para traerlo en su camioneta desde Hadú… y pensé que debíamos tener una atención con él, mi teniente. Así que lo invité a un coñá. No, fueron dos…
– Hizo muy bien. ¿Algo más, sargento?
– …dos o tres copitas, sí.
– Luego me lo recuerda, cuando pasemos cuentas.
– No lo decía por eso, mi teniente, qué va -se apresuró a sonreír el sargento-. Si yo todavía le debo a usted por lo menos una docena…
– Luego, sargento -lo interrumpió con sequedad el teniente, dedicando su atención al potro.
Ya había tenido ocasión de examinarlo detenidamente en el gimnasio, pero ahora lo miraba a la luz del amanecer cómo si lo viera por primera vez.
Dio una vuelta a su alrededor y, con la mano enguantada, acarició suavemente el lomo como si fuera un animal. A pesar del cuero deslucido y la raja en el costado, su serena fortaleza imponía respeto. El teniente examinó la raja y hurgó en ella con la fusta. Lo menos satisfactorio era la pata postiza; aunque parecía sólida y bien encolada, esa pata retorcida le daba al potro un aire funesto de alimaña, una dislocación perversa. El teniente retrocedió dos pasos ajustándose los guantes y, encarándose con el pelotón, entrelazó los dedos con tanta energía que se oyó claramente el crujido de los huesos.
– Tal como os había prometido, hoy vamos a saltar el potro -dijo con la voz suave-. Hay dos maneras de hacerlo; una, con las piernas abiertas, como si jugáramos a saltar y parar, y la otra con los pies juntos, pasándolos por encima del aparato. Este salto presenta una mayor dificultad, así que -sonrió por un lado de la boca, divertido-, muchachos, tendremos que empezar por él. Lo más importante, en esta disciplina atlética, son las manos y los pies. Poned atención: cuando yo lo diga, os vais situando de uno en uno allí, a unos veinte metros; cogéis carrerilla y, a un metro del aparato, más o menos, saltáis con los pies juntos y las manos por delante, apoyándolas un poco separadas sobre el potro, así, para que entre ellas puedan pasar los pies con las rodillas encogidas. ¿Me explico? Se cae del otro lado juntando los tacones, tieso y con las manos pegadas a los costados, así, fíjate -ahora miraba al recluta que tenía enfrente-. ¿Entendido?
– Sí, señor.
– No me llames señor, recluta. Yo no soy señor de nadie.
– A sus órdenes, mi teniente.
– Eso es. -Arqueó la fusta con las manos y dio un par de vueltas más alrededor del potro escrutando su aparente mansedumbre y su edad, recelando su impostura: como si el potro le ocultara algún secreto-. Bien, creo que eso es todo.
Movió bruscamente la cabeza, buscó con los ojos risueños a los gallegos, siempre juntos y ateridos en la cola del pelotón, y sonrió con aire de chunga:
– Me parece que ya tenemos a más de uno acojonado -ajustándose de nuevo los guantes, miró al catalán-. ¿Verdad, Folch, que nos vamos a reír?