Esgrimiendo la fusta, con talante maniático y la respiración quebrantada, el teniente Bravo se paseaba alrededor de su enemigo. «Me cago en tus muertos», dijo serenamente, reflexivamente. El sargento lo miraba sin saber qué hacer, su preocupación iba en aumento.
– Suai-suai, mi teniente, créame -aconsejó-. Tómeselo con calma, por el amor de Dios…
– Eso es lo que hago, sargento.
Y escrutaba el potro con mirada taciturna, como si recelara de sus medidas reglamentarias o de la bondad de los materiales con que había sido fabricado, mientras enrollaba un pañuelo blanco y ceñía con él su maltrecha frente, anudándolo en la nuca: inmediatamente florecieron en la tela diminutas rositas de sangre. El pelotón se removía inquieto, fatigado por la misma postura. El teniente inclinó la cabeza vendada y cerró los ojos un instante, mordiéndose los labios. Bruscamente volvió la espalda y se encaminó hacia su línea de salida; iba cabizbajo, maldiciendo su suerte, abrumado por una adversidad cuya porfía y contundencia inesperadas le desconcertaban. Al llegar a la línea de salida la borró con el pie, trazándola cinco metros más lejos. El hedor de la pocilga le envolvía ahora por completo, deprimiéndole. No le pareció una distancia suficiente y se alejó aún más, pisando precavido un terreno blando y resbaladizo. Se paró y giró en redondo de espaldas al griterío de los cochinos, y mientras se quitaba los guantes a tirones, respiró en el aire caliente la bazofia encharcada y nauseabunda y también el tufillo zorruno de su propia impotencia, la enfurecida sangre que le taponaba la nariz y le golpeaba las sienes. Esta vez se tomó su tiempo: prendió los guantes del cinto, revisó los tacones de las botas golpeándolos con la fusta, se ajustó el correaje y flexionó las rodillas un par de veces. «Las botas, bueno, seguramente», pensó otra vez, «pero no me verán quitármelas».
En el pelotón, todas las caras estaban vueltas hacia él, como en un desfile, y no se oía una mosca. El sargento se había situado junto al potro, quizás en previsión de otra caída y esperando poder atenuarla de algún modo. El recluta Pita prefirió mirar hacia el lado contrario, a lo lejos, al Peñón que parecía elevarse espectralmente de la tierra con un anillo de neblina azul en su base, y su imaginación asustada voló sobre el Estrecho como una gaviota planeando libre y feliz, y de pronto, con los ojos lelos muy abiertos -los de la gaviota que él imaginaba ser ahora- vio desde el aire la sombra imponente de un acorazado hundido bajo las aguas con la quilla apuntando al sol…
– ¡Fuera de ahí, sargento, hágase a un lado! -El teniente Bravo hizo silbar la fusta en el aire. Los ojos clavados en su odiado enemigo, escupió en la tierra apestada y pisó suavemente la imaginaria línea de salida. Se balanceó dos veces sobre el pie y se lanzó impetuosamente a la carrera, espoleándose con una punta de histerismo en el codo y en los giros furiosos de la muñeca. Ahora braceaba menos y sacrificaba el estilo en beneficio de la fuerza, consiguiendo una zancada más larga y poderosa. Afrontó el salto con los pies impecablemente juntos, pero pesados y tardones, como si calzara botas de plomo soldadas entre sí. Por contra, la cabeza se le fue para atrás, pareció que se desnucaba en el aire. Tropezó, esta vez, no ya con los pies, sino con las piernas, casi con las rodillas; de hecho, antes de apoyar las manos en el potro tensando la espalda, el resto del cuerpo ya se había entregado a la derrota y abortaba el vuelo, aceptando la costalada. El teniente cayó malamente, rápido y de morros, sin tiempo de atenuar el choque interponiendo los brazos. Un hilo de sangre brotó de su nariz y súbitamente se le infló el labio.
El sargento y dos reclutas se precipitaron en su ayuda. «Se ha pegado un hostión del carajo», murmuró Pita, abandonando momentáneamente el acorazado hundido en el fondo del mar junto con sus frustradas ansias marineras.
– Por Cristo, mi teniente, ya está bien -dijo el sargento-. Se va a hacer daño.
Desde el suelo, el teniente lo contuvo con una maldición:
– ¡Cago en la puta madre, sargento, ¿no le he dicho que no se mueva?! ¡Cago el copón divino y la madre que parió a Abd-el-Krim en el desierto! -Hizo una pausa, y, pensativo, se miraba las rasguñadas palmas de las manos-. ¡Fuera todo el mundo! ¡No ha pasado nada!
– Pero mi teniente, hágame usted caso…
Se calló el sargento esperando una cascada de insultos, pero el teniente se limitó a jadear. Recostado en un codo, el rostro manchado de sangre y polvo mezclados, con el rabillo del ojo atisbaba la puñetera quietud del potro erguido a su lado, incólume y vetusto, ensimismado y maligno sobre sus escuálidas cuatro patas; lo miraba el teniente con los dientes apretados y el corazón en un puño, resoplando, mientras los patos se acercaban de nuevo meneando el trasero, husmeando en las suelas de sus botas la plasta de mierda que se había traído de las proximidades de la pocilga.
Tardó un poco en levantarse, pero lo hizo ágilmente, lamiéndose el labio y estirando los faldones de la maltrecha sahariana.
– Si le parece, mi teniente -carraspeó el sargento-, mando romper filas y lo dejamos para mañana…
– ¡¿De qué me está hablando, sargento?! ¡¿De qué cojones me está hablando?!
Se había quitado el pañuelo liado a la frente para limpiarse la sangre de la nariz. Después de un minuto de silencio, el sargento se plantó delante del potro e hizo el siguiente comentario:
– Pues no señor, que no veo yo bien a este potro de gimnasia. Juraría que se asienta mal, que está torcido, el cabrón.
– No diga tonterías, sargento.
– Tiene una pata postiza, mi teniente, ¿se ha fijado?
– ¡Sí, me he fijado!
– Me parece a mí que su altura no es la reglamentaria.
– ¡Ah, muy bien! -estalló el teniente-. ¡Y ahora el sargento nos va a decir cuál es la altura reglamentaria de un potro de saltos! ¡Naturalmente!
Su mirada hastiada tropezó a lo lejos con la silueta fantasmal del Peñón y automáticamente pensó: 425 metros de roca calcárea, la espina clavada en el corazón de todos los españoles, el sargento es un cretino pero buena persona… Con la fusta se golpeaba nerviosamente las botas y se paseaba otra vez alrededor del potro mirándole como si quisiera arrancarle su maldito secreto, parecía un hombre acosado y sus compulsivas maneras impresionaban a los reclutas, sobre todo su creciente deterioro físico: la sangre que ahora fluía de su ceja y le tapaba el ojo, el labio partido, las erosiones en la barbilla y en la frente, las manos atropelladas y el roto del pantalón. La cabra taciturna se acercó y miró al teniente con el rabillo del ojo de charol, grande y limpio, y luego se dirigió a la cabeza del pelotón a husmear las piernas peludas. «Carmencita, chúpamela», se escuchó ronca pero dulcemente, casi en tono de verdadero cariño, al recluta ventrílocuo amparado en el anonimato.
El viento firme del Estrecho traía rumor de olas estrellándose en la rompiente y chillidos de gaviotas, cuando el sargento Lecha ahuyentó a Carmencita de un puntapié y volvió hacia el teniente su roja faz muy compungida, procurando sonreír; lo único que podía hacer era ganar tiempo, intentar retrasar el próximo salto con cualquier pretexto:
– Con su permiso -empezó en tono risueño- yo diría que se ha ganado usted un coñá, mi teniente…
Antes de contestar, el teniente observó, muy interesado, una repentina efusión de polvo rojo alrededor del potro.
– ¿De qué demonios me está hablando ahora, sargento?
– Del coñá que todavía le debo a usted, mi teniente.
– Usted no me debe nada, sargento. -Volvió a ceñirse en la frente el ensangrentado pañuelo, mientras se lamía el labio partido.
– Un coñaquito, ande, uno sólo. Es bueno para los nervios -insistió el sargento, pero ya sin convicción, extraviado en su propio discurrir-, aunque sea de garrafa, eso dicen, que el brigada Mir rellena la botella cada noche… Y nos tomamos un descansito. Ande ya, mi teniente, que aquí los muchachos se están durmiendo de pie.